El Telón
¿Qué cubano, que haya vivido en la isla a partir
del sesenta, no se acuerda de la Libreta de Productos Industriales; conocida
como la “Libreta de la Tienda”, más bien: la libreta de la disyuntiva? Aquella
que tenía cupones pequeñitos que se desprendían con facilidad, ¡y pobre del que
perdiera uno!, destinados a adquirir de forma racionada e indecisa los
productos textiles que aparecían en lapsos cada vez más dilatados enfatizando
la escasez.
Cualquier sistema de economía de mercado se basa
en jugar con el balance entre oferta y demanda pero en el caso de Cuba la
economía es un tema escabroso. Lo lógico es que los productos se ofrezcan en
dependencia de la necesidad popular, que es la que determina la variación en el
aumento o disminución de las ventas; y sujeto a éste análisis deben estar las
ofertas, pero en nuestro país, desde que triunfó la revolución, no es así. Por
ende también estos períodos largos de ausencia de lo más elemental en las
tiendas, nos afectaba de igual manera a nosotras las mujeres en cuanto a la
adquisición de lencería.
Un solo cupón estaba destinado a dos o más
productos, eran cupones ó/ó (o llevas esto o llevas aquello); el ajustador o el
bloomer. En ese caso había que decidirse; si eras de mucho busto, por supuesto
que preferías comprar el sostén; pero si no, elegías cubrir lo de abajo
pues hasta la parte superior de una panty cortada te servía de sostén.
En mi caso, como el de muchas coterráneas, hacía
gala de la inventiva para confeccionar mis propios ajustadores y trajes de baño
utilizando el molde que obtenía después de zafar alguno viejo y plasmar su
contorno en un pedazo de papel que luego me servía de patrón para colocar
encima de la tela, que si no era suficiente, usaba la creatividad y combinaba texturas
y colores hasta que dieran el tamaño preciso para tapar lo pudoroso.
Como resultado empezaron a crearse modas muy
osadas, hasta he llegado a pensar que la tanga surgió en Cuba, pues las piezas
resultantes eran cada vez más pequeñas. Por lo general (aunque realmente no
gracias a un general, si no a la iniciativa del comandante que inventó dicha
libreta) sólo se podía aspirar a una de éstas dos prendas íntimas al año, y eso
lógicamente no alcanzaba.
Entonces, iluso e imposible se hacía cubrir la
demanda de vestimenta de los hijos que crecían con rapidez quedándoles cortos
los pantalones, que después pasaban a ser shorts. Lo que ya no se ponía el
mayor, tras sufrir varias metamorfosis, lo heredaba, con mala cara el más
pequeño. O pasaba a formar parte del ropero de otro integrante de la familia, o
por último de un vecino.
Cuando la tela no daba más, antes de desprendernos
de ella para siempre y echarla a la basura, sacábamos con una tijera el botón,
o el cierre que tuviese, y lo guardábamos para reutilizarlo.
Mi abuela paterna nos hacía payasos de trapo con
enormes gorros puntiagudos, elaborados todo en tela a partir de retazos de
colores y los rellenaba con recortes de tiras. Era una opción para suplir la falta de juguetes,
en específico de muñecas.
Carolina Herrera, Oscar de la Renta, Yves Saint
Laurent o cualquier diseñador de prestigio internacional, hubiese tenido que
coger las maletas de vivir en Cuba, o quedar en desventaja ante la destreza de
cualquier costurera cubana sentada frente su maquinita Singer a pedal herencia
de la abuela. ¡Y pobre de la cortina de encaje amarillenta ante la falta de un
vestido de boda! Unas horas de remojo en agua con cloro serían suficientes para
dejarla lista y colocarla sobre la novia. Unas puntadas por aquí y otras por
allá, un cordón blanco de zapato como tirante, y una pucha de flores
artificiales en la cintura, terminarían engalanándola para la ceremonia
nupcial, como si portase el traje del último grito de la moda, dejando a todos
con la boca abierta.
Siempre me gustó cantar, no lo hacía mal, fui
solista del grupo musical de la escuela cuando estuve becada en Isla de La
Juventud, pero el miedo escénico que adquirí de adulta y el cambio que tuvieron
mis intereses después de tener los hijos, pudieron más, y renuncié a esos
sueños juveniles. Me dediqué a cuidar de mi descendencia, a coser haciendo de
viejo nuevo, y a unir esfuerzos junto a mí esposo para proporcionarles un mejor
sustento tarea desde entonces más que suficiente para ocupar los días y la
vida.
Quien canta y lo hace maravillosamente es mi
hermana, a eso se dedica desde hace muchos años, tantos que ya no recuerdo.
Cuando trabajaba en el teatro de la ópera de La Habana, un día se apareció con
un enorme rollo de una tela gruesa color vino tinto metido en una bolsa de
nylon. Y me dijo: _ ¡Mira! Cambiaron el telón del teatro y repartieron la tela
entre todos los que quisieran llevársela para no botarla. Enseguida pensé en
ti, y te traje lo que pude conseguir.
Comencé a levantar todo aquel tejido, imaginándome
qué hacer con tanto paño. Eché a andar la creatividad y en menos de una
semana le había confeccionado a mi esposo y mis dos hijos, unos pantalones
espectaculares, con bolsillos, trabillas, y todo. Disimulé cualquier gastado
que pudiese tener la tela, colocándolo hacia adentro en el momento de cortar
cada pieza. Y antes de lo que pudiesen imaginar, estaban los tres vestidos de
igual forma, como si fueran integrantes de una misma orquesta, con la
diferencia que no tenían la vocación artística de mi hermana. En éste caso el
hábito no hacía al monje porque aunque parecieran músicos no eran capaces de
tocar ni la marimba. Con excepción de mi hijo menor que siempre quise siguiera
los pasos de su tía, o hiciera lo que no pude hacer yo: dedicarse al canto.
Pero nunca le atrajo la idea suficientemente.
Después de terminar los tres pantalones era tanto
el tejido que quedaba, que le hice un forro al colchón de cuna del pequeño, que
ya lo estaba necesitando. Y aproveché el espíritu de remodelación que me
había poseído y, entre mi esposo y yo, hicimos una base de madera con
cuatro patas, que pintamos de color café, y le colocamos encima el colchón
forrado, resultando un improvisado sofá-cama que pegamos a una de las paredes
de la sala. A partir de entonces fue la cama del menor.
Como aún quedaba tela roja, ideé unos cojines
rectangulares para ponerlos encima que dieran aspecto de respaldo, y otros dos,
tubulares para los extremos; que ejercerían como brazos.
Lo que evitaron ellos a partir de entonces, por
todos los medios, fue sentarse en el sofá cuando alguno tenía su pantalón de
“último modelo” puesto. Porque si se les hubiera ocurrido coincidir los tres
vestidos de igual manera y sentarse en el sofá, hubiesen quedado mimetizados a
tal punto de perderse entre todo aquel rojo burdeos. Hasta me parece haberlos
visto pasar apurados por delante del mueble cuando ostentaban la prenda de
vestir para evitar algún tipo de comparación. ¡Y aún quedaba tela!, que mami
aprovechó para hacerse un juego de saya y chaqueta.
Recuerdo también la confección de camisas y
vestidos hechos de sacos de harina, que lográbamos conseguir después de acosar
hasta el cansancio a los panaderos conocidos y comprárselos a un módico precio.
Después de pasar el proceso de sumergirlos en cloro, para quitar las letras y
blanquear, eran transformados en piezas únicas, con un toque distinguido a
través de bordados y botones. Resultando en prendas blanca, frescas, con
detalles coloridos, ideales para ser usadas en un clima caluroso como el de la
isla.
Otro invento fueron las medias hechas de camisetas
viejas, con unas costuras por detrás y elásticos, que nos poníamos a diario
para completar correctamente el uniforme escolar, y debían llegar hasta las
rodillas.
¡La verdad, que lo que hemos tenido que pasar los
cubanos! Y aún no termina la lucha. Solo que ahora ni telón aparece.
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