domingo, 13 de septiembre de 2015

El Telón. ¿Que hacer con tanta tela?

El Telón


¿Qué cubano, que haya vivido en la isla a partir del sesenta, no se acuerda de la Libreta de Productos Industriales; conocida como la “Libreta de la Tienda”, más bien: la libreta de la disyuntiva? Aquella que tenía cupones pequeñitos que se desprendían con facilidad, ¡y pobre del que perdiera uno!, destinados a adquirir de forma racionada e indecisa los productos textiles que aparecían en lapsos cada vez más dilatados enfatizando la escasez.
Cualquier sistema de economía de mercado se basa en jugar con el balance entre oferta y demanda pero en el caso de Cuba la economía es un tema escabroso. Lo lógico es que los productos se ofrezcan en dependencia de la necesidad popular, que es la que determina la variación en el aumento o disminución de las ventas; y sujeto a éste análisis deben estar las ofertas, pero en nuestro país, desde que triunfó la revolución, no es así. Por ende también estos períodos largos de ausencia de lo más elemental en las tiendas, nos afectaba de igual manera a nosotras las mujeres en cuanto a la adquisición de lencería.
Un solo cupón estaba destinado a dos o más productos, eran cupones ó/ó (o llevas esto o llevas aquello); el ajustador o el bloomer. En ese caso había que decidirse; si eras de mucho busto, por supuesto que preferías comprar el sostén; pero si no, elegías cubrir lo de abajo pues hasta la parte superior de una panty cortada te servía de sostén.
En mi caso, como el de muchas coterráneas, hacía gala de la inventiva para confeccionar mis propios ajustadores y trajes de baño utilizando el molde que obtenía después de zafar alguno viejo y plasmar su contorno en un pedazo de papel que luego me servía de patrón para colocar encima de la tela, que si no era suficiente, usaba la creatividad y combinaba texturas y colores hasta que dieran el tamaño preciso para tapar lo pudoroso.
Como resultado empezaron a crearse modas muy osadas, hasta he llegado a pensar que la tanga surgió en Cuba, pues las piezas resultantes eran cada vez más pequeñas. Por lo general (aunque realmente no gracias a un general, si no a la iniciativa del comandante que inventó dicha libreta) sólo se podía aspirar a una de éstas dos prendas íntimas al año, y eso lógicamente no alcanzaba.
Entonces, iluso e imposible se hacía cubrir la demanda de vestimenta de los hijos que crecían con rapidez quedándoles cortos los pantalones, que después pasaban a ser shorts. Lo que ya no se ponía el mayor, tras sufrir varias metamorfosis, lo heredaba, con mala cara el más pequeño. O pasaba a formar parte del ropero de otro integrante de la familia, o por último de un vecino.
Cuando la tela no daba más, antes de desprendernos de ella para siempre y echarla a la basura, sacábamos con una tijera el botón, o el cierre que tuviese, y lo guardábamos para reutilizarlo.
Mi abuela paterna nos hacía payasos de trapo con enormes gorros puntiagudos, elaborados todo en tela a partir de retazos de colores y los rellenaba con recortes de tiras. Era una opción para suplir la falta de juguetes, en específico de muñecas.
Carolina Herrera, Oscar de la Renta, Yves Saint Laurent o cualquier diseñador de prestigio internacional, hubiese tenido que coger las maletas de vivir en Cuba, o quedar en desventaja ante la destreza de cualquier costurera cubana sentada frente su maquinita Singer a pedal herencia de la abuela. ¡Y pobre de la cortina de encaje amarillenta ante la falta de un vestido de boda! Unas horas de remojo en agua con cloro serían suficientes para dejarla lista y colocarla sobre la novia. Unas puntadas por aquí y otras por allá, un cordón blanco de zapato como tirante, y una pucha de flores artificiales en la cintura, terminarían engalanándola para la ceremonia nupcial, como si portase el traje del último grito de la moda, dejando a todos con la boca abierta.
Siempre me gustó cantar, no lo hacía mal, fui solista del grupo musical de la escuela cuando estuve becada en Isla de La Juventud, pero el miedo escénico que adquirí de adulta y el cambio que tuvieron mis intereses después de tener los hijos, pudieron más, y renuncié a esos sueños juveniles. Me dediqué a cuidar de mi descendencia, a coser haciendo de viejo nuevo, y a unir esfuerzos junto a mí esposo para proporcionarles un mejor sustento tarea desde entonces más que suficiente para ocupar los días y la vida.
Quien canta y lo hace maravillosamente es mi hermana, a eso se dedica desde hace muchos años, tantos que ya no recuerdo. Cuando trabajaba en el teatro de la ópera de La Habana, un día se apareció con un enorme rollo de una tela gruesa color vino tinto metido en una bolsa de nylon. Y me dijo: _ ¡Mira! Cambiaron el telón del teatro y repartieron la tela entre todos los que quisieran llevársela para no botarla. Enseguida pensé en ti, y te traje lo que pude conseguir.
Comencé a levantar todo aquel tejido, imaginándome qué hacer con tanto paño. Eché a andar la creatividad y en menos de una semana le había confeccionado a mi esposo y mis dos hijos, unos pantalones espectaculares, con bolsillos, trabillas, y todo. Disimulé cualquier gastado que pudiese tener la tela, colocándolo hacia adentro en el momento de cortar cada pieza. Y antes de lo que pudiesen imaginar, estaban los tres vestidos de igual forma, como si fueran integrantes de una misma orquesta, con la diferencia que no tenían la vocación artística de mi hermana. En éste caso el hábito no hacía al monje porque aunque parecieran músicos no eran capaces de tocar ni la marimba. Con excepción de mi hijo menor que siempre quise siguiera los pasos de su tía, o hiciera lo que no pude hacer yo: dedicarse al canto. Pero nunca le atrajo la idea suficientemente.
Después de terminar los tres pantalones era tanto el tejido que quedaba, que le hice un forro al colchón de cuna del pequeño, que ya lo estaba necesitando. Y aproveché el espíritu de remodelación que me había poseído y, entre mi esposo y yo, hicimos una base de madera con cuatro patas, que pintamos de color café, y le colocamos encima el colchón forrado, resultando un improvisado sofá-cama que pegamos a una de las paredes de la sala. A partir de entonces fue la cama del menor.
Como aún quedaba tela roja, ideé unos cojines rectangulares para ponerlos encima que dieran aspecto de respaldo, y otros dos, tubulares para los extremos; que ejercerían como brazos.
Lo que evitaron ellos a partir de entonces, por todos los medios, fue sentarse en el sofá cuando alguno tenía su pantalón de “último modelo” puesto. Porque si se les hubiera ocurrido coincidir los tres vestidos de igual manera y sentarse en el sofá, hubiesen quedado mimetizados a tal punto de perderse entre todo aquel rojo burdeos. Hasta me parece haberlos visto pasar apurados por delante del mueble cuando ostentaban la prenda de vestir para evitar algún tipo de comparación. ¡Y aún quedaba tela!, que mami aprovechó para hacerse un juego de saya y chaqueta.
Recuerdo también la confección de camisas y vestidos hechos de sacos de harina, que lográbamos conseguir después de acosar hasta el cansancio a los panaderos conocidos y comprárselos a un módico precio. Después de pasar el proceso de sumergirlos en cloro, para quitar las letras y blanquear, eran transformados en piezas únicas, con un toque distinguido a través de bordados y botones. Resultando en prendas blanca, frescas, con detalles coloridos, ideales para ser usadas en un clima caluroso como el de la isla.
Otro invento fueron las medias hechas de camisetas viejas, con unas costuras por detrás y elásticos, que nos poníamos a diario para completar correctamente el uniforme escolar, y debían llegar hasta las rodillas.
¡La verdad, que lo que hemos tenido que pasar los cubanos! Y aún no termina la lucha. Solo que ahora ni telón aparece.

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