lunes, 26 de diciembre de 2016

Porque a alguien alguna vez le ha pasado

Porque a alguien alguna vez le ha pasado.
                                         


Un día me di cuenta que respiraba sin agitación, que ya no me despertaba con desespero en las noches, sino que dormía de corrido aunque hubiese olvidado las pastillas de Calmín, a las que les reforzaba el efecto tomándolas con Tilo o con té Carmencita, o contando las horas para volverla a tomar porque me era imposible conciliar el sueño.
Que volví a tener apetito y ganas de comer ciertas cosas -chocolate por ejemplo-, de preocuparme por hacer una comida rica aunque sea para menos personas: adobar y sazonar. Que me concentraba en lo que leía, que reía ante un cuento tonto, que volví a cantar en la ducha, que hacía planes y soñaba con nuevos proyectos, que me preocupaba por mi aspecto sin sentir culpa, que dejé de cuestionarme y buscar culpables, que no tenía ganas de quedarme en la cama sino de arreglarla bonita y ponerle cojines, de hacer grandes limpiezas, decorar, cambiar de lugar los muebles, coser.
De volver a escuchar mi música favorita, de salir a caminar, a tirar fotos, que podía mirar las familias reunidas, las madres con sus hijos, las abuelas con sus nietos sin que se me hiciera un nudo en la garganta y el corazón una pasita.
Que los pensamientos que antes me entristecían ahora los veía desde otra perspectiva, con resignación y como una enseñanza. Entonces comprendí que había superado mi crisis, que había atravesado el desierto, que había llegado a la luz.
Supe que había aprendido a quererme. Podía decir lo que sentía sin miedo a gatillar en alguien la decisión de ofenderse por una tontera, o molestarse sin razón y amenazar con no regresar. Porque quien lo quiere a uno no le pone condiciones, lo acepta como es con defectos y virtudes, lo defiende y lo salva.
Ya no miro el calendario pendiente de un día en específico en el que preparaba todo para dar el mejor recibimiento y al final quedaba esperando o pensando qué pasó que las cosas no resultaron bien. No me estresa la espera, la perfección, lo ético o lo políticamente correcto. Ya no siento pena por mí de ver cómo, incluso, mis más cercanos viven, sueñan sin preguntar cómo estoy por miedo a abrir la herida. Que la vida siguió igual, que el mundo no se detuvo. Que mi dolor por grande que fue -no que haya dejado de ser sino que lo relegué- no detuvo al mundo.
Que ya no tengo ataques de llanto en soledad ni ganas de gritar y puedo hablar del tema pensando que así es la vida, que no sólo me pasa a mí. Como diría alguien: "La vida es con dolor"
Definitivamente había entendido el mensaje. Lo comprendí desde la dolorosa forma que me lo hicieron saber, desde el silencio, el desprecio, la falta de interés, el desplazo, el rechazo, la exclusión, la incomunicación y el transcurrir del tiempo.
Pasé casi trescientos días de un profundo dolor. Hubiese preferido estar enferma y ser amada y valorada, a estar sana y ver que no le importaba a un ser al que le había dedicado desvelo, protección, amor.
La impotencia me sujetó con su camisa de fuerza hasta que sola pasó la furia mordedora de lo incomprensible e inexplicable y llegó la cura: sin ungüentos, sin paños tibios, sin cuidados ni compasión. Sin una llamada para preguntar como estaba, o escuchar una disculpa.
Hoy, gracias a que eso pasó, sé que soy la persona más importante en mi propia vida y sé a quienes les debo agradecer por haberse preocupado realmente, los que me brindaron - ya no una palabra de consuelo porque se les habían acabado, y porque ante un dolor así no hay palabras que consuelen- una mirada en la cual refugiarme y hallar comprensión.

Que puedo continuar y retomar la normalidad sabiendo que tú estás bien, sano, feliz, progresando... en fin, con una vida plena en algún lugar que desconozco de este vasto universo donde decidiste y no quieres que este. Y esa es una determinación que hay que respetar.

domingo, 18 de diciembre de 2016

El mejor regalo de navidad.

   El mejor regalo de navidad.

El niño despertó cuando escuchó el delicado sonido del picaporte de la puerta. Se levantó con cuidado para que no le traqueara ningún hueso y para no tener algún percance que produjera ruido, y fue en punticas de pies,  recorriendo despacio el pasillo que separaba su cuarto de la sala.
Cuando llegó al final del corto recorrido, desde su posición, divisaba el luminoso arbolito de navidad ubicado en una esquina de la habitación, frente a los ventanales que dan al portal y a la calle; y que días antes, en compañía de su hermana, había ayudado a su madre a armar y a engalanar. Allí vio a Santa -ese regordete, barbiblanco, y casi anciano señor vestido con su indumentaria roja y su gorro de pico terminado en un blanco pompón- portando su morral cargado de juguetes que con dificultad colocaba en el suelo. Se dirigió a él en voz baja para no asustarlo y para no despertar a nadie más.
_ Hola, Santa. - El visitante se volteó sorprendió pero no perdió la amabilidad de su rostro, y quedó escuchando al infante que continuó-. Este año deseo pedirte algo sumamente especial -distinto a todo- por eso no te hice llegar mi acostumbrada carta. Deseo por favor, de ser posible, me regales La Esperanza.
He estado pensando en eso y creo que es lo que en realidad deseo. Dicen que puede ser muy grande o pequeña, que puede colmar un espacio vacío y aún no haber nada en él. Hacernos ver cosas buenas donde todavía no han sucedido. Que teniéndola, uno puede salvarse e ir sonriente por la vida como si las cosas fueran a salir siempre bien. ¡Ah!, y que además no hay que dosificarla que aunque la compartamos alcanza para todos porque no se agota. Estoy deseoso de saber qué aspecto tiene.
¡Jo,jo,jo! - Se rió bajito Santa ante tan curiosa petición, colocándose una de sus manos enguantadas frente a la boca, y respondió: _ Has sido un niño tan bueno que te concederé el regalo. Eso sí, debes tener algo muy presente: la esperanza es muy valiosa pero por sí sola no funciona. Debes imprimirle amor y esfuerzo.
Úsala para lograr lo que anhelas dando siempre lo mejor de ti, con eso no vas a necesitar mucho más para hacerte un hombre de bien.
Entonces el viejito pascuero sacó de su enorme bolsa una pequeña caja rectangular envuelta con un papel de listas rojas y blancas, atada con una cinta roja de terciopelo y coronada con un gran florón hecho del mismo material, y le aclaró al niño antes de entregársela: _ Acá está La Esperanza y además están las instrucciones de uso.
El niño preguntó: _ ¿Entonces tú sabías lo que yo te iba a pedir?
Y Santa, acomodándose esta vez la pesada talega sobre los hombros,  contestó: _ ¡Jo,jo,jo! Yo lo sé y lo intuyo todo.
Revolvió el pelo al niño en señal de despedida y salió por donde vino, perdiéndose minutos más tarde entre las nubes de un cielo estrellado por donde se asomaba a ratos una luna gigante.
El niño lo siguió con la mirada hasta que su trineo se perdió en la inmensidad y dejó de escucharse el tintineo de los cascabeles. Cuando quedó sólo se dirigió al pie del colorido e iluminado árbol navideño, se agachó despacio - impresionado por lo que acababa de suceder-  zafó delicadamente, pero lleno de curiosidad, el gigantesco lazo y abrió la pequeña caja. Dentro encontró un pergamino enrollado en el que se podía leer:
CÓMO USAR LA ESPERANZA. No saltar ni omitir ninguna instrucción.
- La esperanza es algo intangible que debes depositar en el corazón. Esa es la primera regla.
- Activarla con buenos deseos, dedicando esfuerzo constante en alcanzar tus metas.
- No necesita mantenimiento.
- Es inagotable siempre que la cargues con buenos pensamientos
- De fácil transportación, no pesa, no ocupa espacio.
- Hipoalergénica.
- Se adapta a cualquier clima y a cualquier condición.
Nota: Alejarla de las malas vibras y el pesimismo. Si tu esperanza se mantiene saludable lo sabrás porque siempre estarás sonriente y positivo.
El niño se sintió emocionado, al fin tenía lo que tanto ansiaba. Tomó la cajita para repasar lo leído y asegurarse de no fallar absolutamente en nada y poder echar a andar su esperanza. Fue contento a meterse de nuevo en la cama -aún faltaban unas horas para el amanecer- por suerte nadie en la casa había escuchado nada. Se quedó dormido casi de inmediato con el pequeño obsequio apretado a su pecho y una sonrisa dibujada en su rostro.
Cuando se hizo de día despertó con un delicado beso de su madre en la frente y con una tierna caricia de ella en su rostro. Mientras le decía: Hijo, el desayuno esta listo. Ven, no nos demoremos más en abrir los regalos, tu hermana te espera. ¡Hagámoslo juntos!
 El niño se sentó súbito en la cama para contarle a su madre la conversación con Santa:
_ ¡Madre! Pero si yo... -Miró hacia su pecho buscando la adornada cajita que había tenido, allí, aprisionada durante la noche, pero no la encontró. Sólo vio sus manos entrelazadas.
¿Qué pasó, hijo, seguro tuviste un sueño? - Dijo la madre sonriente, revolviéndole el pelo y ayudándolo a incorporarse- ¡Vamos, levántate!
Luego del desayuno abrió -entre risa y curiosidad- las cajas que contenían los regalos a su nombre. Si era cierto que ese año no escribió una carta pidiendo algo en específico, a la vez -niño al fin-quería muchas cosas. En la base del árbol navideño lo aguardaban dos regalos: una caja que contenía una tablet y en otro envoltorio con mucho papel colorido, la patineta que en algún momento había manifestado querer tener.
Contento salió a la calle a compartir la alegría de los nuevos regalos con sus amigos. Al cruzar el portal pudo apreciar algo que brillaba en el césped junto a las plantas de gardenias, se acercó y vio un diminuto cascabel plateado, lo agitó, sonrió, y se hizo para sí una pregunta mientras guardaba el hallazgo en uno de sus bolsillos: ¿Habrá sido real, o habrá sido un sueño?
Pero a partir de ese día sabe que tiene la esperanza en su corazón, que la cuidará como es debido y que todo va a salir bien.


(DEDICADO A MIS HIJOS Y PARA CONTARLE A MI NIETA.)

lunes, 5 de diciembre de 2016

La huella de una musa


La huella de una musa
 Lunes 4 de enero /2016.




Hoy es un lunes-domingo donde no se hace nada, a alguien se le ocurrió que así iba a ser y yo estoy feliz, no porque haga siempre lo que me dicen que debo hacer, sino porque me conviene. Sólo por eso. 
Las musas hace tiempo no aparecen quizás no han querido interferir en mis trajines o los balaustres de estas viejas ventanas, que para mí son nuevas desde que me mudé y me alcanzan una nueva mirada, las asustan porque son tan libres que no quieren andar con la carga pesada de la obligación. Como a las niñas inquietas, que hay que dejar que hagan al final lo que desean. Ya vendrán cuando quieran y vean que acá tienen su espacio y que a pesar de lo grueso que suelan ser las barras, hasta por una simple rendija se pueden colar y hallar con qué jugar para encontrar inspiración y regalármela como siempre lo han hecho.
No es sólo por el feriado que amanecí feliz. Tuvo la culpa también una pequeña musa plateada que ayer vi posarse en tu pícara sonrisa durante la tarde cuando contemplabas esas plantas que sembramos al mudarnos y que ya en tan pocos días han echado brotes, y me hablabas. No te presté atención, miraba tus dientes, tus labios, tu boca sin adivinar lo que la diminuta musa trataba de insinuar. Mirándola de reojo para que creyera que no la veía por ser pequeña e insignificante, carente casi de importancia, continuó aún después revoloteando en mis pensamientos.
Hoy, a pesar que ya no está, hallé su huella en un pedazo de papel sobre la mesita de noche sujeto por el pote de crema contra las arrugas y el ungüento que usé para mitigar el dolor muscular del que padecía al acostarme, producto del trabajo en la huerta y las tareas diarias, a veces sin sentido -lo reconozco- sólo por decir que hice algo en el día y que no pasaron por gusto las horas sobre mi cabeza.
Un rayito de sol me despertó pasadas las diez, lógico después de habernos acostado tarde. Ese sí se las juega para presentarse y esta mañana lo hizo sin avisar siquiera, como el rey que es, y pasó por el hueco diminuto donde una vez hubo un clavo y chocó en mis pestañas haciendo incomodar el ya inquieto sueño. Desperté con tu perfume todavía en el aire y vi la nota junto a mi cabecera, tu nombre y el mío rodeados por el contorno de un corazón atravesado por una flecha y abajo decía: la amo, esposa.
La inspiración que me dejó aquella fugaz pequeña musa de la tarde se consumió muy pronto. Alcanzó para decirte las nuevas palabras de amor anoche, mientras nos amábamos, y tener las ganas de escribir estas letras y extrañarte hasta que vuelvas en la tarde, porque igualmente tuviste que trabajar. Sin embargo tú, para tu bello detalle, no la necesitaste.