martes, 8 de septiembre de 2015

El hijo. Un cuento para reflexionar.

El hijo





Había querido tener un hijo. Siempre soñó con cargar en su vientre a una criatura y amarla desde el primer momento, no importaba solo el hecho del deseo; también le interesaba entregarle un hogar, atenciones y cuidados. Hacer de él una buena persona, pero para lograrlo necesitaba de un compañero que tuviera sus mismas inquietudes, dispuesto a luchar junto a ella por el bienestar del nacido. Quería además que fuera concebido con amor, sentirse estremecida en la primera mirada y la temprana caricia, por eso aún esperaba con ilusión.
Había heredado de sus padres una pequeña fortuna, la soledad y la casa de campo junto al río donde transcurrían sus días sin cambios importantes, enfrascada en los quehaceres y la huerta. En el pequeño pueblo las mujeres de su edad, por acuerdos económicos entre familias o estrategias de diferentes tipos; ya estaba comprometida, casada o mejor aún esperando un hijo. Ella, en cambio, no tenía amigos, disfrutaba su tranquilidad y hallaba en ésta un motivo para leer, coser, cocinar y atender sus plantas. Mientras esperaba el amor, casi, por acción divina. 
Tampoco era la belleza uno de sus atributos, al menos, no tanto como para llamar la atención, mas con sólo fijarse en sus ojos se podía advertir el mar de calma que prometía su alma. Con la mente fija en el mismo anhelo pasaba su vida, y aunque la avidez por el hijo era mucha esperaba paciente la llegada del afecto sincero de un hombre.
En el pequeño pueblo en que vivía junto al río, todos la tenían por una mujer extraña; si se le puede llamar así a una persona retraída y callada. A su paso provocaba cuchicheos que ponían en duda su cordura, y hacían mofas a sus espaldas deduciendo que ella podía tener inclinación a cosas muy distintas entre sí: o muy santas o muy diabólicas.
Si debía trasladarse a la ciudad en busca de aquello que no había podido hallar en los locales más cercanos, empleaba tiempo contemplando las vidrieras de las tiendas para recién nacidos, y quedaba extasiada ante las diminutas ropas de delicados diseños, los cochecitos, y la cuna de laca blanca en la que soñaba ver a su hijo dormir plácido y tranquilo. Y de nuevo hacía un arco hacia adelante con su cuerpo, como lo hacía en la soledad de su casa delante del espejo, imaginándose el vientre crecido, que acariciaba meciéndose ante el cristal observando su reflejo. Cuando advertía la mirada extrañada de los transeúntes y sus risas burlonas, volvía a la realidad enderezando apenada su anatomía, y cargando con sus cosas camino a la casa.
Estaba sola en el mundo, como sola había nacido de sus padres ya viejos; los que cuidó hasta el momento en que murieron. Cada noche antes de dormir dirigía a Dios sus rezos haciéndole peticiones desesperadas y recordándole que no tenía todo el tiempo del mundo, que además sus sienes empezaban a blanquear. Si de sorpresa las lágrimas rodaban por sus mejillas hacía consciente su exaspero, y enviaba entonces las súplicas hacia las fuerzas supremas que pudieran oírla, temía llegar a vieja sola sin nadie que acompañara sus días y en quien pudiera confiar.
Uno de sus pasatiempos era pescar, pasaba horas al borde del río con la caña metida en el agua, escuchando el canto de las aves y el susurro del follaje de los árboles que por momentos parecía entender que le decían: “lo tendrás, lo tendrás, lo tendrás”. Y entonces sonreía agradecida mirando al cielo. y así fue que vio su rostro apacible por primera vez, la brisa a favor le trajo su perfume de hombre fornido y de trabajo; despertándole el deseo, sin poder apartar de él la mirada.
Era delgado, algo mayor, y de piel morena; que bajaba de su barca con la red llena de peces. Tropezó por accidente y el contenido de la malla se vació casi por entero en el manto de agua quedando sólo unos pocos trabados en los hilos mientras él se raspaba el antebrazo en la caída. Ella se rió tan fuerte del acontecimiento que hizo que él la viera, descubriera su silueta poco llamativa y casi transparente ante los detalles del paisaje. 
Fue amor a primera vista ambos sintieron esa fuerza que no tiene límites ni explicación y que podemos reconocer al primer encuentro.
Sin que mediara una presentación formal, aún, él respondió a las carcajadas de ella con un lamento: _ ¡Tan temprano que salí y lo he perdido todo! 
Ella volvió a reír y contestó: _ No todo está perdido- y sin buscar lógica en lo que hacía, o hallar moderación en la conducta sucesiva, lo invitó a su casa a enjuagar los peces y a lavar y curar los rasguños. Él aceptó llevando consigo el ya maltrecho avío que apenas podía contener el nimio resultado de la jornada. Ella sonreía mirándolo y advirtiendo, a pesar de sus años y su estatura, algo infantil en su actuar.
Llegaron al umbral de la casa pulcra, limpia y con olor a flores, le invitó a lavarse las manos en el fregadero de la cocina y a  ocupar la mesa para esperar el café después de ser curado. 
Luego hablaron y se miraron, se observaron, y se gustaron. Se despidieron después de compartir los peces y la charla amena. Ella quiso mantener el control ante él, y ese día no, pero el siguiente, regresando el pescador; nuevamente pasó por la casa y ya estaba ella vestida de ilusión y perfumada. Como el día anterior lo hizo pasar, pero en  éste, después de una charla, compartieron los peces, los vinos, los besos y los cuerpos, que sudados rodaron en las sábanas limpias a través de las horas y la noche. Y a la mañana se despidieron con interminables miradas de amor, él con un almuerzo colocado en cantina camino a su bote, y ella llena de motivos para esperar el prometido regreso vespertino. Ese día no, pues las pasiones no dejaron tiempo para otra cosa, pero al siguiente regresó él con su pesca y un pequeño bolso de ropas descuidadas y algunas otras pertenencias, que ella cantando colocó en el ropero y entre sus cosas. Vino a quedarse para siempre.
Ella se apresuró a hacer cortinas para que la casa luciera más bella, y las miradas curiosas no se filtraran a través de las rendijas, pudiendo saber de sus excesos. Y se amaron, y amaron y amaron. Y el olor a comida, ropa limpia y amor salió e inundó los rincones. Pasó casi un año por el frente de sus vidas, y ese tiempo trajo felicidad a los dos. Y a ella le brilló más el pelo, los ojos y la sonrisa y su piel adquirió una luminosidad impresionante, tanto así que se veía bella.
Ella sólo sabía llevar la casa y esperarlo cada día, y uno de esos se desmayó sin saber el motivo, y una sensación novedosa recorrió su cuerpo, se repuso sola y esperó. Pero ese mismo día él no volvió, le asaltaron la barca para quitarle los peces y con ellos la vida. La embarcación naufragó hasta el borde del río donde estaba la casa trayendo sólo pena en su interior. Ella salió sonriente buscando su figura entre el techo del bote y el timón, y se asustó de ver un fantasma rojo monitoreando aquello, y lloró, lloró y lloró.
La abandonó la dicha que como una hoja de otoño cayó al río llevándosela el agua. Sólo tenía el consuelo de sentarse a la rivera todas las tardes a conversar con el fantasma de su amando, después de verlo desembarcar y besarla. Allí pasaba horas llorando y volviendo salado el río. Había perdido su cintura a pesar de no comer bien. Algún que otro bocado probaba cuando ya estaba al borde de desfallecer, y por el simple hecho de tener la impresión de que lo ocurrido no era real y que volvería a ver a su amado aparecer. Una tarde, cerca de la rivera, sintió un líquido caliente y pegajoso recorrerle el interior de los muslos, fue presa del dolor y apenas pudo gritar. El follaje de los arboles elevó sus quejidos ahogados, y en apoyo a su estado escuchó al viento decir: “lo tendrás, lo tendrás, lo tendrás”, y salió de entre sus piernas un escuálido niño del tamaño de una de sus manos.
Lo tomó con sus refajos y lo llevó a la casa con olor a rosas mustias, lo acomodó, y cuidó, cuidó y cuidó. Y volvió a arreglar la casa, a poner flores, a escuchar la radio, y a cocinar. Le habló al marido muerto de que había tenido un hijo, y plantó un cuadro de él en la mesa para que la acompañara mientras daba de mamar al niño: al que le cantó, le leyó, y le contó historias viejas, presentes, y futuras que lo maravillaron, y el hijo creció rodeado de su amor. Empezó a ir a la escuela y a tener amigos, y a hacer cosas de jóvenes como perderse largas horas en las tardes, mientras ella esperaba con la comida servida.
En ocasiones venía con la ropa rasgada, mal herido, y sin ganas de volver al colegio. Entonces la gente del pueblo, que nunca les había puesto de comer en la mesa, ni pagado una de sus cuentas, y que no sabían de las noches de desvelos de esa madre por la salud del fruto de su vientre, comenzó a rumorear que ese hijo era diferente y sensible, o loco quizás, como su madre.
Un día el hijo le dijo a su madre: _ Decidí que voy a salir, quiero ver si hay alguien que se parezca a mí, prefiero morir que estar encerrado aquí. Y la madre sabiendo, con la sabiduría propia de las madres, que lo saben todo de de sus hijos, le dijo: _No vayas hijo vas a ser infeliz. Yo te necesito y tú a mí. A lo que él contestó: _No puede ser madre, ya he crecido, te amo pero debo salir, no puedo seguir esta vida asfixiante, esto no es vivir. Y la madre enfureció y, para protegerlo, en las noches pasaba pestillo a las ventanas y las puertas, y dormía con un ojo abierto y otro cerrado, pero sólo era cuestión de tiempo.
La madre un día despertó sobresaltada pues sin querer se había quedado dormida, el hijo había huido abandonándola, y causándole un profundo dolor. No volvió en días, semanas y meses. La madre lo buscaba y él no aparecía. Un día lo descubrió en un local del pueblo, ya estaba trabajando. A través de su apariencia un tanto diferente reconoció a su hijo. Igual lo hubiera hecho pues una madre conoce a su hijo aunque sea ciega: sólo por el olor.
Se le acercó y le suplicó que volviera le dijo que lo amaba, que una madre ama a un hijo como Dios se lo dé. Pero él se mostró rebelde y no le importó y le dijo a la madre que volviera sobre sus pasos que lo estaba apenando delante de la gente. El público, que se amotinaba curioso; decía cosas insolentes, unas veces a ella y otras a él. Tomando como función de circo el espectáculo. Y unos jóvenes, al parecer amigos del hijo, la sacaron con delicadeza por un brazo y le pidieron que se tranquilizara, alcanzándole un pañuelo de papel para que limpiara su rostro lleno de lágrimas y pidiéndole que regresara a su casa. El hijo también tembloroso y afectado, contempló la partida de su madre sin pronunciar palabras. Ella lloró, lloró y lloró que no le alcanzó el camino para llorar, y siguió llorando en casa por días enteros.

No supo más del hijo, y pasó un lento año frente a su vida, mientras esperaba el regreso día a día. Imaginando un abrazo de recibimiento y una vuelta a aquella vida feliz de antaño. Hasta que un día le trajeron ante la puerta el cuerpo de su hijo muerto, los mismos amigos que hacía tiempo se habían mostrado gentil con ella. Le explicaron que unos intolerantes lo habían ultimado por ser diferente, había sido una muchedumbre agitada que había querido dar un escarmiento a los que eran como él, por considerarlo una aberración, como lo consideraban a ellos, y que a él le había tocado la peor parte. Y ella siguió llorando ya sin lágrimas, escuchando a penas las excusas. Lo entró mientras se iban los otros, y le leyó con llanto, al cuerpo inerte, aquellos cuentos que le leía de niño, le cantó, y le contó historias pasadas que él no había logrado escuchar en el último tiempo en el que había estado ausente. Y lo besó, lo besó, y lo besó para traerlo de vuelta pero no pasó nada y al llegar la noche lo cargó con las pocas fuerzas que le quedaban de tanto llorar y lo llevó al río y se adentró con él en las aguas oscuras llevándolo en sus brazos para lavarle la herida mortal, lavarle el rostro y lavarse ambos el alma y quiso lavar tanto que se lavó la vida y se dejó llevar sujeta a su hijo para encontrarse más allá de las creencias, las costumbres, la falta de tolerancia, y de las tinieblas camino a la luz.

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