_No te muevas.
_No me estoy moviendo.
_¡Por favor estate quieto! Tengo sueño.
_¡Coño! ¡Te juro que no me estoy moviendo!
_ ¿Y qué te pasa entonces?
_... ¡Está templando! ¡Dale, levántate!
Cada uno bajó por su respectivo lado de la cama. Hacía poco rato
habíamos apagado la televisión. No pudimos ver el Festival de Viña completo, el
sueño nos venció. Sin embargo la adrenalina que empezaba a fluir por nuestras
venas nos despejaba del letargo. Había pasado unos segundos y ya nos era
difícil mantenernos en pie. El movimiento que nos desequilibraba se hacía cada
vez mayor.
Las paredes traqueaban. Un ruido de baja frecuencia molestaba en los
oídos y las tejas, que se corrían en el techo nos hicieron temer que no
tendríamos tiempo de salir.
_ ¡Corre! ¡Vamos! ¡Apúrate! - Decía Luis mientras trataba de bajar y
estirarme una de sus manos para que yo me apoyara.
_ Baja tú. Ya voy. No encuentro nada que ponerme. Ni zapatos. ¡Dios mío!
_ ¡Qué zapatos ni nada! ¡Baja ya! Quería esperarme pero nuestro hijo nos
preocupaba. Estaba en la habitación de abajo durmiendo, y él quería ir a verlo.
Sabíamos que hacía poco había llegado cansado del trabajo en el
restaurante. Donde se desempeñaba como mesero para pagarse los estudios. Había
sido un día de mucho trabajo para él. Era sábado y el restaurante había estado
lleno.
En caso que el sueño fuera profundo y no estuviera consciente de lo que
estaba pasando, había que despertarlo.
La escalera para bajar a la planta principal de la casa parecía jugar
con nosotros, como si rechazara nuestras pisadas, y nos respondiera volviéndose
una especie de serpiente alfombrada.
_ ¡Mamá! ¡Papá! ¡¿Que hacen?! ¡Bajen de una vez!
_ ¡Pónte debajo del dintel de la puerta!- Aconsejó Luis gritando con la
voz entrecortada por el temblor bajo sus pies- ¡Estoy esperando a mamá!
Aún con una mano extendida, en espera de la mía, él aguardaba a mitad de
la escalera. Yo decidí bajar así, en ropa de dormir, no podía preocuparme por
mi aspecto. No podía perder más tiempo, el movimiento se acrecentaba.
Bamboleándome sobre la escalera traté de colocarme una bufanda y descender
descalza los pocos escalones que nos separaban.
Mi hijo obedeció. Abrió la puerta de salida a la calle y se colocó
debajo del dintel con la perra en brazos, la que segundos antes había ido a
buscar al patio trayéndola consigo mientras la tranquilizaba dándole caricias.
La casa se movía de tal manera que parecía endemoniada, o como si
estuviese siendo transportada por un tren a alta velocidad. Un calor subía por
mi garganta y el corazón lo sentía en las sienes.
A duras penas pudimos juntarnos los tres y la perra, allí, bajo la
protección del marco. Siempre habíamos escuchado que era el lugar más seguro, o
en el ángulo de las paredes o debajo de una mesa de madera. Ya no podíamos
buscar un sitio mejor. Estábamos ahí y con miedo.
Mientras las sacudidas aumentaban en todas direcciones, oíamos la casa
crujir y desencajarse. Los faroles del techo del estacionamiento nuestro se
mecían como péndulos enloquecidos. Los pequeños adornos de la casa ya estaban
en el piso y la vajilla se descompletaba a cada segundo cayendo de los estantes
de la cocina. Las puertas chocaban con el picaporte y retrocedían. Los muebles
de la sala se desubicaban. El búcaro con flores de la mesa de centro de viró, y
el agua corría sobre unas revistas, la madera, y el piso. El cuadro grande de
las frutas que colgaba en la pared del comedor rodó por ésta y cayó al piso
haciéndose añicos.
Arriba se sentían estruendos y ruidos de cristales. Temí que al techo le
faltara poco para caernos encima o que la reja de la cerca se desajustara con
las sacudidas, se trabara, y no pudiéramos salir. Luego iba a ser imposible
saltar por encima de las púas filosas que la remataban.
_ ¡Salgamos! - Propuse. Y salimos a la calle a pararnos al lado del auto
que habíamos dejado estacionado afuera. Temí por el estado del techo sobre
nuestras cabezas. Salimos sin llaves pero por suerte la puerta de la casa no se
cerró, ya no se ajustaba al marco.
A la intemperie el escenario era aterrador. Las casas parecían estar
hechas de gelatina. Sus techos se juntaban y separaban en cada estrepitoso
vaivén, dando la sensación de estarse reverenciando mutuamente o siendo las
ejecutantes de un baile diabólico. En cada remecida soltaban tejas y se
rajaban.
La calle, como una ola de concreto, se levantó a la distancia donde
comenzaba la cuadra. El muro de cemento que servía de valla a la primera casa
se separó en varios pedazos y a penas quedaron en pie. Si se repetía el hecho
acá, bajo nuestras plantas, saldríamos volando por el aire. Apreté la mandíbula
por no gritar y me afirmé más del auto.
Los cables del tendido eléctrico fueron partiéndose y zigzagueaban con chispas
en las puntas como serpientes con cabezas de fuego. Las luces de las calles
fueron apagándose de a poco. El terror se apoderó de los tres, dándonos cuenta
que tampoco ahí nos sentíamos seguros.
Pensé que no fue buena decisión haber salido de la casa pero ya no
podíamos regresar. ¡¿Quién sabía qué panorama había adentro?!
Ningún vecino salió. La calle quedó totalmente a oscuras. Una luna llena,
piadosa, nos alumbraba.
La franja de cemento, cuan corcel de concreto, se movía frenéticamente
bajo nuestros pies, con el auto por montura; y nosotros, tres jinetes
asustados, sujetados a ella tratando de no caer. Eran demasiado fuertes las
sacudidas como para pensar o hablar. Sólo pedíamos que todo aquel temblor
parara y aferrándonos a la fe rezamos.
Busqué con la vista a mi esposo y lo vi muy mal, como nunca lo había
visto. Se había arrodillado, y sus brazos se alzaban al cielo implorando
compasión pero a su vez abandonado a la suerte. Mi hijo y yo temblábamos
abrazados sin soltar a la perra que estaba entre los dos con el corazón
latiéndole a mil.
Pensé en mi otro hijo, el mayor, que estaba en el centro de la ciudad,
en Providencia; algo distante de nosotros. ¿Cómo estarían él y su esposa en
aquel apartamento en un piso quince? Me acordé de mi madre en Cuba y de mi
hermana. Temí no volverlos a ver.
Pasó por mi mente, en pocos segundos, una película de mi vida. Me
arrepentí del mal que hubiese hecho, pensado o deseado. Tuve la sensación que
era el final. Supliqué al creador que cesara todo aquello. Ninguna casa se
había caído pero sospechaba ya que estarían tan maltrechas que faltaría poco.
Algunos techos de los garajes y algunos muros ya no estaban donde antes.
Los aullidos y ladridos de los perros del vecindario se escuchaban a la
distancia, acompañando los provenientes de todo lo que caía y se sacudía, e
incluso del zumbido interior de la tierra que no dejaba de bramar.
La calle estaba ya partida al principio y al final. Enormes grietas
profundas, verticales y horizontales, arruinaban su perfección. Y aún no
podíamos detenernos. Brincábamos sacudidos por la fuerza terrestre.
Sentí una ola de agua fría inundar mis pies descalzos. Pensé en la
corriente que podía conducirse a través de ella y llegar hasta nosotros. Esperé
el corrientazo. Pero pude percatarme por una rápida y asustada mirada que hice
a mí alrededor, que ya no debía haber luz eléctrica en toda la redonda. O al
menos hasta donde mis ojos alcanzaban a ver. Que seguramente ningún cable del
tendido eléctrico poseía energía. Di gracias a Dios por unos segundos más de
vida para nosotros y porque no fuéramos electrocutados.
El temblor y el ruido de onda subterráneo empezaron a cesar
paulatinamente. Tal y como había ido creciendo empezaba a decrecer, y la noche
a recuperar la tranquilidad silenciosa y pasmosa que la caracterizaba. Pero
ahora era otro temblor el que no podíamos controlar: el de nuestros cuerpos.
Soltamos a la perra que corrió despavorida a olfatear las grietas,
revisar el entorno y a brincar encima nuestro. Los vecinos empezaron a salir de
sus casas, a comunicarse entre sí y a comentar. Un matrimonio que vivía frente
a nosotros con su hijo pequeño, salió afuera con él en brazos. Nos preguntaron
cómo estábamos.
No sé cómo sucedió: si por un momento perdí la razón, o dejé de estar
alerta, o quizás estaba demasiado pendiente a la sensación desagradable que
acabábamos de vivir, y que podía repetirse, que estuve ausente de lo que pasaba
a mí alrededor. No sé si por unos segundos o por más tiempo, no podría
precisar. Cuando me di cuenta, tenía un par de zapatos de hombre en mis pies
que no me eran familiares. Pregunté:
_ ¿Y esto?-Y el vecino del
frente, aún con el niño en los brazos, me contestó de manera afable y con una
sonrisa: _ Son míos. Después me los pasa.
Nos sentamos en el contén de la acera a recobrar la conciencia y la
cordura.
Mi hijo entró al portal de la casa pisando algunos pedazos de tejas que
habían caído del techo del garaje. Corrió con mucha dificultad una hoja de los
ventanales de cristal con marquetería de aluminio que, en forma de puerta,
tenía su cuarto y que daban a la calle. Entró a coger su celular que había
dejado cargando con la esperanza de llamar al hermano.
No había señal, o estaban colapsadas las líneas pero era imposible
comunicar con mi otro hijo. Me sentí al borde del colapso. El desasosiego de
nuevo se apoderó de mí, la impotencia y el miedo.
Una vecina, a la que había visto pocas veces en el quiosco del barrio,
me tranquilizó al verme caminar desesperada de un lado para otro. Me dijo
simplemente que tuviera fe, que no pensara en cosas malas. Mi esposo y mi hijo
se acercaron a mí para estar unidos, abrazarnos y besarnos.
Los carabineros vecinos, que vivían ahí en la villa Parque Central de
Quilicura, ya traían noticias pues sus equipos de comunicación satelital nos
servirían en lo adelante para estar informados.
Había sido un terremoto 8.8. El epicentro ocurrió en el mar, afectando
principalmente las costas de Curanipe y Cobquecura. A 150 kms al noroeste de
Concepción y a 63 kms del suroeste de Cauquenes. Con una profundidad bajo la
corteza terrestre cercana a los 35 kms. Informe que, según explicaron, se supo
prontamente por el Servicio Geológico de los Estados Unidos. Que hoy en día
tiene diferencias, al respecto, en cuanto a cálculos y precisiones, con el
Servicio Sismológico de Chile.
Recibí una llamada de mi hijo mayor, se comunicó al teléfono del
hermano. Él también estaba temeroso por nosotros y más porque nuestros
teléfonos habían quedado dentro. Lo que había hecho imposible escucharlos y
contestar su llamado.
_ ¡Mama! ¡¿Están bien?! ¡¿Están bien los tres?! - Inquieto inquiría por
nosotros dándome detalles de lo imposible que había sido para ellos también, a
esa altura, soportar los vaivenes del apartamento y cómo tuvieron que acostarse
en el piso, para luego, después que todo pasó, bajar por las escaleras. Me
contó que, por suerte, a pesar de lo elevado del edificio éste no había sufrido
mayores daños. Escuchar su voz me devolvió la calma. Él y su esposa estaban
bien que era lo más importante.
Olvidé con el susto que su teléfono también poseía comunicación
satelital. Se lo dieron en el trabajo para mantenerlo localizable por su
condición de ingeniero en redes de comunicación, y ésto ahora nos beneficiaba.
Prometió que aprovechando la internet mandaría mensajes a todos los conocidos,
amigos y familiares, que tenemos esparcidos por el mundo, como cubanos que
somos. Para que supieran y avisaran a mi madre y familiares en Cuba, que todos
estábamos bien.
Los vecinos salían de sus casas con teteras de agua hirviendo a brindar
té y pancito con cecina. Estaba con un vaso de té en la mano y un pan preparado
con algo adentro que la vecina, que anteriormente me tranquilizara, me ofreció.
Por su parte Luis y Luisito hablaban con los vecinos de la difícil e increíble
experiencia que acabábamos de vivir.
_ ¿Es primera vez que viven ésto? ¿En Cuba no pasa?- Trataba la amable
vecina de distraerme entablando conversación - Pero fue fuerte. Mire usted como
quedó todo. ¡Lueguito ya vamos a saber bien qué pasó!- Seguía la vecina
hablando hasta que le presté atención.
_ No. Perdone. Estoy nerviosa todavía. En Cuba no pasa. Allá son los
ciclones. Los prefiero. Al menos con esos uno se prepara. Avisan con tiempo por
la tele y no nos toma por sorpresa. Gracias por el té y el pan. ¿Y usted dónde
vive?
_ Acá atrasito, en la calle paralela a ésta. Con mi guatón y mis tres
cabros chicos. A usted la conozco del negocio de Miguel que ha ido a comprar y
nos hemos encontrado.
_ Yo me llamo Marta. ¿Cómo usted se llama?
_ Paula.
_ Paula. Voy a entrar a la casa a ver qué pasó - agregué aún con voz
temblorosa.
_ Bueno, vaya no más. Pero no se demore. No es bueno estar mucho rato
dentro. Puede haber réplicas.
La puerta de la reja y la de la casa, por suerte, se habían quedado
abiertas de cuando salimos asustados. Ahora no cerraban cómodamente. Había que
forzarlas. No me atreví a subir las escaleras por la advertencia de la vecina.
Eché un vistazo a mi alrededor y ayudada por los primeros rayos del sol, que
entraban por los grandes ventanales, di gracias a Dios por un nuevo día y
porque todos los de este lado del mundo estuviéramos vivos.