jueves, 19 de mayo de 2016

Realidades diferentes


Realidades diferentes
Hoy, mi esposo y yo, en la tranquilidad de la casa y mientras preparábamos unas pizzas; recordábamos el tiempo que llevamos juntos y cuánto hemos vivido desde entonces a lo largo de más de 33 años: cosas buenas y otras no tanto. Ahora nuestros hijos son ya unos hombres y a veces estamos días enteros sin verlos por lo agitado de la vida, y nos damos cuenta de cuánto ha pasado el tiempo. Todo lo que batallamos para criarlos y darle lo mejor en Cuba, la única que conocemos, llena de limitaciones y carencias.
Cuando eran pequeños los pañales eran de tela. Había que deschurrarlos primeramente, hervirlos con bicarbonato, alcohol y pedacitos de jabón que guardaba para esos fines y luego los lavaba, la mayoría de los casos a mano. No ponía la lavadora porque ya estaban prácticamente limpios, o porque los apagones no dejaban tregua y, en otros casos, por no haber agua corriente en las llaves para usar adecuadamente la máquina.
Si eran meses de lluvia hacíamos cordeles dentro de la casa para colgarlos. El clima húmedo en estas épocas, no permitía que se secaran con la rapidez que se necesitaba; entonces yo encendía el horno, y cuando estaba bien caliente, lo apagaba y metía dentro una fuente de metal con toda la ropa de ellos que más urgía volver a utilizar.
No existían las secadoras de ropa y mucho menos los pañales desechables que hoy usan las mamás en todo el mundo. Aunque en la isla éstos están en dólares en las tiendas para el turismo y la mayoría de las madres cubanas prefiere comprar comida con la moneda extranjera que resuelven, que comprar dichos pañales.
Mi esposo trabajaba en una empresa turística. Le daban una vez al mes una bolsa de nylon, conocida como La Javita, con diversos productos entre los que por lo general había una botella de aceite, un jabón, un pomo de champú, un paquete de espaguetis, y no pudimos precisar qué más, algunas cosas se van olvidando. Esto era un incentivo que los obligaba a permanecer trabajando en dichos lugares. No les permitían aceptar propinas y trabajaban todos los días de la semana sin conocer cuál sería su día libre y con horarios de más de doce horas. Pero el hecho de saber que a fin de mes les entregaban la javita, ya los hacía sentirse compensados.
Además todos los días, durante la jornada laboral, le daban la misma merienda: un sándwich cubano y una Coca-Cola. Él se conformaba con traerles el refrigerio a los muchachos, quienes estaban expectantes al rededor de la hora acostumbrada de llegada del papá, para sentarse a la mesa, cada uno con un vaso en mano y degustar de la mitad de la ansiada bebida y partir el bocadito en partes iguales.
Recuerdo vívidamente que un día llegó más contento que lo habitual. Venía con su acostumbrado pan y dos laticas del refresco de cola. Un compañero de trabajo le había cedido la de él como un acto solidario, pues no tenía hijos y sabía que mi esposo llevaba diariamente su merienda a los suyos, quienes esperaban gustosos. Ese día no hubo que dividir el contenido de una lata entre los dos infantes. Claramente alcanzaba a una para cada uno.
El más pequeño me dijo:
_ ¿Puedo llevarme la mía para la merienda de la escuela mañana? -Y le contesté que no.
_ ¿Por qué?- preguntó extrañado y a punto de llorar, ya que sabía que el envase intacto que sostenía en sus manos le pertenecía y creía poder hacer con él lo que le diera la gana.
_ No, mi vida, no puedes llevarte eso para la escuela, porque muchos niños no tienen la oportunidad, como tú, de tomarse una Coca-Cola. Puede haber discusiones. Además me da pena con ellos.
Mi hijo no entendía mucho éstas razones, e insistía. Agregó que podía llevarse el refresco en uno de los pomos donde antiguamente tomaba la leche. Más específico: en uno blanco no transparente. Le di un no rotundo, y no se habló más del asunto.
Hacíamos todo lo que estaba a nuestro alcance para que nada les faltara. Un día tomamos el tren eléctrico que va de Casablanca, al este del puerto de La Habana, hasta Matanzas y pasa por un lugar llamado El Nano. Allí llevamos un rollo de papel de techo, que intercambiamos con un campesino del lugar por un chivo. No se podía comercializar carne, así que tuvimos que ser muy cuidadosos para trasladar hasta la casa el animal faenado. En Cuba llega a ser algo heróico poner un plato de comida para cada uno en la mesa, mínimo una vez al día.
Mi trabajo por varios años fue el de Operadora Internacional Telefónica en la empresa ETECSA. Tenía turnos rotativos sin importar horarios ni días de la semana, como mi esposo. A principio del año 1991 nos dijeron, a otra compañera de trabajo y a mí, que íbamos a ser trasladadas como telefonistas al Campamento Internacional de Pioneros José Martí de Tarará. Éste sería acondicionado por contar con espaciosas casas, una salida al mar, áreas verdes y aire puro, como centro de recepción del personal ruso damnificado, proveniente de las zonas afectadas por el desastre nuclear en la planta Vladimir Ilich Lenin de Chernóbil.
Fuimos nosotras las elegidas por la cercanía aparente del recinto con nuestras respectivas casas, para ser las encargadas de efectuar las comunicaciones del mencionado grupo proveniente de Rusia, Bielorrusia y Ucrania; con el resto de sus familiares en la lejana y recién disuelta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Donde su presidente Mikhail S. Gorbachev hablaba de cambios, de “glasnost” (franqueza) y “perestroika” (reestructuración).
Dicho grupo lo conformaban en su gran mayoría niños, algunos padres, profesores, guías, etc. Si bien todas las personas en aquel remoto lugar necesitaban una atención médica, específica y dedicada desde el desastroso hecho, a los niños se les reservaba éste derecho con prioridad.
El tiempo que estuve allí les puedo asegurar que fue una escuela, como todas las cosas de la vida de las que aprendemos algo. No iba a ser un trabajo cualquiera, íbamos a estar de frente, a convivir e interactuar con los damnificados del accidente radioactivo.
Nunca había entrado a Tarará, que era como le llamábamos comúnmente al campamento de pioneros. Ahora convertido en algo parecido a un Hospital Infantil. Un puesto de control de salud, mezcla entre asunto de estado y humanitario.
¡Escuché hablar tanto de ese país distante a lo largo de mi vida! De su gente, su literatura tan vasta y exquisita. Estábamos tan impregnados de todo lo que provenía de ellos: la música, muchos programas de televisión, películas, productos de todo tipo -que usábamos y consumíamos en el cotidiano vivir- que conocer parte del pueblo ruso era un sueño hecho realidad.
Saber que habían logrado un cambio, que encaminaban su destino en otra dirección, y que yo estaría tan cercana de una parte de ellos me llenaba de exaltación.
El centro telefónico era sencillo en su totalidad. Para él se había destinado una de las tantas casas del lugar, amplia y ventilada. Tomamos el área de la sala, la pintamos, decoramos y ambientamos atractivamente para la actividad que desempeñaríamos. Pusimos cuadros con imágenes de la naturaleza y murales con el horario a cumplir para las llamadas. Había cuatro cabinas de donde hablarían los visitantes una vez que le transfiriéramos la llamada, un televisor, una mesa con gavetas que serviría de buró y sobre ésta dos teléfonos para comunicar directamente con la operadora del lejano país.
A cada día de la semana se le asignaba un cuadrante de la zona de la que provenían, para evitar conflictos. Así cada grupo sabía qué día le tocaba y ya venían organizados y formados con su respectivo “perevodchik” (traductor). Si por alguna razón un niño se quedaba sin poder hablar con sus familiares, se volvía a hacer el intento unas horas más, o quedaba de los primeros para ése mismo día la semana siguiente.
Tenía que ser muy fuerte pues me dolía en el alma, como madre y como ser humano, verlos llorar cuando no podían comunicarse y verlos también romper en llanto cuando al hablar, expresaban cuánto extrañaban no estar en casa. La mayoría de las interlocuciones empezaban así:
_ ¿Mama eto ty? Zdes´ ya… (¿Mamá, eres tú? Soy yo…)
Por lo general el resto de lo que conversaban era entre sollozos, volviéndose ininteligible para mí que no dominaba el idioma. Pero sí podía deducir que hablaban del dolor que les causaba la lejanía, de los múltiples exámenes y prácticas médicas a los que debían someterse, del cambio drástico en lo feliz de su niñez, y de lo extraño que les resultaba estar con personas desconocidas conviviendo.
No les faltaba atención médica ni nada material en aquel lugar, salvo la salud que cada día se les deterioraba más. Había niños aparentemente sanos que luego empezaban a perder el pelo, o a presentar una coloración extraña en la piel. Se hablaba de que muchos habían sido sometidos a trasplantes de médula: en algunos casos mejoraban y en otros, ya no los volvía a ver.
Una jovencita hermosa fue perdiendo su espesa y larga cabellera, llegó un momento en que no controlaba esfínteres, se orinaba sentada mientras esperaba hablar con su familia y los demás niños se reían de ella. Fue duro verla deteriorarse. Otros en los que un trasplante medular habría sido la salvación, no encontraban el donante compatible y no superaban la espera.
Si era difícil para mí que estaba al tanto de todo lo que les pasaba a través de lo que podía entender en sus llamadas telefónicas, lo que escuchaba hablar en los distintos lugares del campamento, o lo que me explicaban en español los traductores. ¡Cuán difícil sería para ellos y sus familiares -los cercanos a ellos, en muy pocos casos, y los lejanos en su gran mayoría- con los que sólo se unían a través de las llamadas y la fuerza del amor!
Hacían maldades como todos los niños, y como todos los niños tenían cosas buenas. No eran capaces de mentir y en ocasiones, con la inocencia típica de la niñez, contaban a sus padres que habían sido castigados por hacer alguna que otra travesura. Escuché relatar a un pequeño, que lo habían puesto a escribir muchas líneas por haber echado una naranja, una “apel´siny”, en la taza del inodoro. Y a otro lo rica y dulces de las frutas cubanas que probaban ahí, en especial las piñas “ananas”, que le hacían mucho bien. Jugaban con iguanas, sapos y lagartijas.
Un día un padre, de los pocos que había pues la mayoría eran niños grandecitos que viajaron sin la compañía de sus progenitores en grupos liderados por guías, desesperado por la salud de su pequeño hijo vino a tratar de sobornarme obsequiándome un radio a pilas para que le pusiera una llamada a su casa y comunicarle a su esposa, que había quedado al cuidado de los otros niños en las lejanas tierras, cómo iba la salud de éste y de cómo había superado grandes intervenciones médicas en busca de una mejoría.
No le acepté el radio, por supuesto que no. No me aprovecharía de la coyuntura por muy bien que viniera el radio para usarlo en las largas jornadas de apagones que sufríamos afuera; me puse en su lugar y en cómo estaría sintiéndose. Ese día me fui más tarde de lo que ya acostumbraba pues siempre me era imposible culminar a tiempo el horario de trabajo viéndolos suplicar por una llamada. Hice el intento en establecer comunicación con su familia y felizmente lo logré.
Eran muy cariñosos me enseñaron palabras en ruso, yo a ellos algo de español e hice buenos amigos de los que por desgracia no conservo ninguno.
Ahí conocí el arroz negro al estilo ruso, la Esmetana, o nata agria, que mezclada con jugo de naranja es deliciosa. De la misma comida que le hacían al personal soviético comía todo el resto de los trabajadores del plantel.
Todos los días al entrar y salir del campamento nos revisaban de pies a cabeza. Subían dos del equipo de seguridad al bus de los trabajadores y registraban exhaustivamente, uno por uno a todos los pasajeros, incluyendo las pertenencias. Yo temblaba cuando iba de salida por miedo a ser descubierta y castigada; en la bolsa de los cosméticos, los que había dejado ya desde el primer día en la gaveta de mi mesa de trabajo, echaba lo que pudiera para llevarle algo de comer a mis hijos. Nunca llegaba con las manos vacías. Me cabían ahí dos yogures de vasitos, bombones o dulces, o la ración de carne del almuerzo.
El día de mi cumpleaños un grupo de niños me regaló un par de aretes artesanales que conservo aún. Mi esposo dice que es posible que tengan radioactividad. No me importa si es cierto o no, en ese momento era una muestra de afecto, los acepté y los guardo como recuerdo de lo que viví junto a todos ellos. Algunos se fueron de éste mundo aún sin conocer la pubertad, sin experimentar mucho de la vida, sólo el haber sido víctimas de tal desgracia.
Ellos tenían atención médica y mucha comida, tanta que podían jugar con ella y echarla por el retrete o lanzárselas en sus inevitables juegos. Yo en cambio fuera de ahí, al lado de mi esposo, seguía luchando para que a mis hijos no les faltara nada material y dando gracias a Dios por tenerlos sanos y más que nada por tenerlos conmigo. Son cosas, que la vida tiene, que sopesamos en una balanza. Realidades distintas que a cada uno le tocó vivir.

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