lunes, 31 de agosto de 2015

A la Habana por el 495 aniversario de su fundación..

A La Habana


Habana jaula de encanto
con el horizonte por reja.
Si dentro de ti soy queja
lejos te extraño y te canto.







Cuba

Cuba

¡Cuba,
qué bien tienes puesto el nombre!
¡Cuba,
¿de qué estás llena?!
De un vino único con olor a pueblo
a tabaco, caña, frutas,
noches estrelladas y playas transparentes. 
Hecho del más profundo dolor
y las más grandes penas.
Con ligeros toques de esperanzas
y sueños macerados, 
que dejan un sabor amargo en la boca.
Tu color es rojo, de sangre
de sangre seca y antigua.
Coagulada en lo profundo de mares y celdas
que acentúan tu fuerza oculta.
Quien te prueba se embriaga

y te comparte.
Pasas rápido a las venas 
dejando un vicio por poseerte
y abandonarte al mismo tiempo.
No te olvidan.
Tienes dos embaces: 

uno rústico y añejo
para el disfrute popular.
Y otro elegante, fino y aristocrático
diseñado con rasgos de mentiras
pensando en el turismo y la exportación.
Te pueden encontrar en cualquier parte.
En mi casa nunca faltas.
Estás en el estante favorito: Mi corazón.


Autor: Marta Requeiro.

Derechos reservados: Marta Requeiro.
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domingo, 30 de agosto de 2015

La negra baila como ninguna (Homenaje a Guillén en el 113 aniversario de su natalicio)

La negra baila como ninguna


Como ninguna baila la negra
La concurrencia se maravilla.
Cuando la miran, ella se alegra, 
se zarandea, y de sudor brilla.


Danzan los negros con su sandunga,
viendo a la negra bailar la rumba.
En el recinto todo retumba,
viendo a la negra bailar la rumba.


Miran los blancos, y se deslumbran,
viendo a la negra bailar la rumba.
Cuerpo canela que se doblega,
a la tumbadora la noche entera.


Pa` sus caderas, ni pa` sus hombros,
halla descanso, la chancletera.
Bailará rumba, ritmo de negros,
al son del cuero, la noche entera.


Cuando la negra se remenea,
como serpiente, cosa exquisita.
Su saya e` vuelos se contonea,
mueve con gracia la cinturita.


Bailando rumba sus senos saltan,
abre sus piernas, ¡de que manera!
la noche entera sus nalgas vibran.
Fuerte la escena: ¡La sandunguera!


Siente la negra que la provocan,
manos que arden sobre los cueros.
Percusionistas que se desbocan.
¡Aire caliente, noche de fuegos!


Autoría y derechos: Marta Requeiro.

sábado, 29 de agosto de 2015

¡La décima me sacude! (Como hacer una décima)


¡La décima me sacude!


"La décima se improvisa",
es lo que afirma el experto.
Me esmero, me siento muerto,
esto no es cosa de risa.
El domingo no fui a misa,
todo el día lo intenté.
Lo único que saqué,
fue un gran dolor de cabeza.
Nunca he tenido pereza,
sé que lo conseguiré.

Es la décima, él me dice,
cima del arte menor...
¿Pero estará en un error?
¿será que se contradice?
No crean que poco hice,
casi hallaba el acertijo
cuando Teresa me dijo:        
¿Tú contaste bien José?,
a, b, b, a, a, c, c.
Faltan d, d, c, me fijo.

¡La contentura que siento!
Logré lo que me propuse
con la ganas que le puse,
además del sentimiento.
El maestro iba en lo cierto,
aunque nunca lo dudé.
Todo lo que aprender pude,
a mis nietos mostraré
en todo les versaré
¡la décima me sacude!



viernes, 28 de agosto de 2015

Fin de año en Holguín. (Holguín ciudad de encantos.)

Fin de año en Holguín


Cuando llega la noche, después del trajín del día, uno de los esparcimientos es entrar a Facebook y actualizarme de lo acontecido en la jornada. Debo confesar que se ha vuelto adictivo; siempre estoy pendiente a la señal azul que se refleja en la pantalla de mi teléfono celular y me avisa que entró algo nuevo, y debo revisar. En el día le echo una ojeada, pero no como en la noche, que aprovechando que mi esposo va a trabajar, yo me distraigo viendo lo nuevo que publican mis amigos en el muro, comentando, o escribiendo como ahora.
Vinimos a Estados Unidos, especialmente a La Florida, para estar cerca de la familia que tenemos acá. Dejamos detrás quince años de vida en Chile, el frío al que no nos pudimos acostumbrar, y el temor latente a los temblores. Llegamos con la idea de trabajar todo lo que fuera posible, enfocados en la ilusión de alcanzar el sueño americano; pero quien realmente lo ha logrado es mi esposo, que trabajar todas las noches y duerme durante el día a intervalos, lo que hace que ande siempre con un sueño terrible.
Cuando llega del trabajo se baña y se acuesta a esperar que esté  el almuerzo. Durante éste, y mientras come, habla alguna coherencia que le genere la mente y terminando se vuelve a ir a dormir todo el resto de la tarde.
Hoy, en los pocos momentos de vigilia que disfruta, recordó una vez que fuimos a Holguín a visitar parte de su familia que vive allá. Fue para un fin de año, y con motivo de las celebraciones típicas de las fechas, se respiraba alegría en el ambiente. De los locales salía la música y las calles estaban repletas de kioscos vendiendo todo tipo de comida, distintos tipos de dulces, algodón de azúcar, y el infaltable casabe con lechón acompañado de la cerveza a granel.
Dentro de las cosas que nos propusimos hacer en ese viaje a la zona oriental de la isla de Cuba, estaba visitar a Pancho: el legendario burro de fama internacional, conocido por su habilidad de tomarse alrededor de 20 cervezas diarias, como promedio, y que constituía la principal atracción del Mirador de Mayabe, centro turístico localizado a 8 kilómetros al sur de la ciudad de Holguín. El pobre burro murió años después habiéndose tomado cerca de 62 000 cervezas. Conocí a otro Pancho, tan burro como éste pero menos famoso y más cervecero: el mensajero que allá nos llevaba los mandados a la puerta de la casa en su triciclo.
Durante esos días de vacaciones pasábamos las tardes caminando la ciudad, entre ferias de artesanía, funciones de rodeo, décimas y canciones guajiras; acompañados de algunos familiares que nos mostraban con orgullo las atracciones de la zona. Nos habíamos hospedados en el Hotel Pernik, porque aunque la familia nos había brindado la casa con el cariño y la hospitalidad de siempre, queríamos tener la libertad de decidir cuándo marcharnos a descansar, debido a que sabíamos que esas fiestas solían ser interminables.
La última tarde de ese año nos vestimos con lo mejor que habíamos traído en nuestras maletas, y nos fuimos de fiesta con los primos a esperar las doce. Recorrimos los locales más concurridos alrededor de los parques del centro de la ciudad, desde donde se escuchaban los ritmos bailables más diversos con los que se hacía inevitable contener el movimiento del esqueleto.
Nos sentimos atraídos por uno en particular cuya música en vivo, contagiosa y potente, hizo que decidiéramos entrar. Terminó la pieza que nos había cautivado y la gente se esparció buscando un respiro, un asiento o una cerveza, mientras los niños correteaban alegres, subiendo y bajando del escenario donde los músicos se movían ajustando sus instrumentos, instalando otros, secándose el sudor y recuperando fuerzas.
Decidimos quedarnos ahí, era sin dudas lo mejor que habíamos encontrado en nuestro paseo. Después de una pausa considerable se escucharon los primeros acordes de guitarra como prueba, antes de dar comienzo a la próxima canción, uno del grupo musical se acercó al micrófono y dijo en forma de advertencia:
_ ¡A todo lo padres y madres, que bajen a los vejigo de la tarímbola, que vamos a empezar a tocar una bella melodia!
_ ¡Y ahoooraaa, p´a que se ripeen como yeguas y caballos...!
Se sintieron unos golpes de tumbadora que levantaron el ánimo, y continuó diciendo el anunciante a viva voz, como si fuera el título de la canción más esperada de la noche: _ “¡A que tú no me arrempujas!”
Jamás había oído presentación semejante y mucho menos un título musical así: "A que tú no me arrempujas". Eso podía ser discutible, pues en la zona oriental de Cuba sus habitantes tienen una forma característica de hablar, y muchos se expresan poniendo la "s" donde no va y quitándola de donde no se debe, o usan términos muy distintos a los que usamos en la capital para nombrar objetos y hechos del cotidiano vivir. Pero lo que sí no se podía negar era que nosotros la estábamos pasando de forma espectacular.
Las canciones no paraban, se enlazaban en el ritmo unas con otras, y en la euforia musical, que parecía no tener fin, el locutor volvió a dirigirse al público, esta vez mientras rascaba el Guayo, y cantando aún dijo:
_... ¡Y si quieren bailar con nojotro!... ¡Ya nojotro no vamos!
Y fue ahí cuando todos gritaron _ ¡Nooooo!
Los primos aplaudían y chiflaban. Yo me quedé media perdida, y aahí fue cuando me explicaron que el cantante-animador había querido decir que ya el grupo se retiraba.
A pesar de ser diciembre sudé como si hubiese estado en una sauna. ¡Y sí que nos ripeamos como yeguas y caballos!, porque cuando todo terminó y decidimos regresar, noté que cojeaba y era que en mi desenfreno dancístico había  perdido un tacón.
Me sentía exhausta, con ganas de llegar al hotel. No recuerdo cuando fueron las doce ni por donde fue el camino de regreso, esa noche le hice competencia al burro.
Si alguna vez van a Cuba, ojalá puedan visitar Holguín, y si es para fin de año: mucho mejor.
Para los que no saben qué es el Casabe, el casabe de yuca o simplemente casabe o cazabe, es un pan delgado y circular hecho de harina de yuca que se asa en una plancha llamada burén. Su producción y consumo se remonta a tiempos prehispánicos, y es típico de toda la cuenca caribeña: Haití, Puerto Rico y Cuba, donde existe el dicho de “A falta de pan, casabe”. Y Ripear significa: Participar en una bronca. También usado para demostrar capacidad de poder bailar. Verbo hallado en el diccionario del argot cubano y del que hice uso indiscriminado esa noche.
Fueron días intensos y divertidos. Y de ésta anécdota en particular se acordó mi esposo hoy, en un momento de claridad mental, cuando interrumpió su sueño vespertino para venir a almorzar.


jueves, 27 de agosto de 2015

Nieto


Nieto



Estoy haciendo una cuna 
entre mis brazos para ti
ensayando el espacio 
que ocuparás en mi pecho.
Tarareando canciones, 
y susurrando cuentos.
Y te he dispuesto una silla 
para cuando los cuente.
Aún no sé tu nombre y te llamo
no sé tu voz y te escucho,
no sé tu forma te veo,
no sé si creo y te rezo,
o si un amor más grande fue primero.
Y te imagino hermoso, 
sonriente y divino.
Sano, feliz e inteligente.
Y jugamos, y te caes, y te alivio,
y me acaricias, y te beso.
Y salimos de la mano por el parque
viendo flores, perros, y palomas,
en una vida que aguarda por empezar.
Ahora estoy descansando para cuando tú llegues.
Porque como ahora, 
siempre, te estaré esperando.



Autora: Marta Requeiro.
Derechos reservados: Marta Requeiro.

Mi hijo menor cumple años. (A mi hijo que no deja de fumar)



Mi hijo menor cumple años




Hoy cumple años mi hijo más chico. Es segundo nacido después de una serie de fracasados intentos que siempre estuvieron a punto de lograrse, uno de ellos bastante avanzado.
Nació prematuro; pesando casi dos kilos. Era tener en frente la prueba fehaciente de qué tan pequeño podía ser un feto, y aún así gozar del milagro de la vida. Sorprendida; sentía emoción, pena, y un miedo terrible me escalofriaba el cuerpo. Su delgada piel casi transparente, sus minúsculos dedos, sus ojos botados y una prominente cabeza llena de venas me hacían temer del tiempo que pudiera estar entre nosotros.
Se apuró en nacer, y ahora ya después de casi 30 años, conociéndolo, comprendo que es su naturaleza: “Vivir el hoy y ahora, sin dejar nada para después”. Se pudiera decir que es su mejor lema de vida.
Horas después de su nacimiento lo llevaron a una incubadora, allí estuvo por 45 días. No le pude dar de mamar pues él no tenía fuerza en la mandíbula y en los músculos de la cara para hacerlo. La leche se me retuvo en los pechos y el dolor era insoportable. No me separé ni un momento de su lado y con la nariz pegada al vidrio vigilaba los movimientos en la sala de cuidados intensivos y todo lo que tuviera que ver con él. No quería irme, ahí estaba mi lugar al lado de mi inmaduro hijo; que luchaba por sobrevivir dentro de aquel aparato, aislado de todo estímulo y afecto, envuelto en un zurrón improvisado con vendas, para evitar que el cuerpo perdiera calor, y con la cabeza llena de agujas.
Yo trataba de extraerme la leche de mis ubres enormes como pelotas, como jamás pensé tenerlas. Que luego era pasada por sondas, a través de la boca del niño, directo a su estómago. Lo veía mejorar y retroceder en el proceso. Un día le quitaban unos tubos, en un insipiente avance, y al siguiente le ponían otros después de detectar un diferente padecimiento o una nueva incapacidad.
Así pasaron los días con apoyo familiar que me traía comida y ropa hasta el hospital, haciendo más llevadera la espera del alta del niño. Dormía en la sala contigua en una butaca, que ya no se atrevían a ocupar si yo no estaba. Cualquier carrera en el interior del salón con algún neo-nato era suficiente para que mi corazón se disparara presa del susto, el espanto y la angustia creyendo que aquel trajín tenía que ver con él.
Producto de la escasa estimulación mis pechos se fueron secando, y cuando ya su mandíbula estaba más fuerte para mamar, hizo falta buscar una suplente urgente. La ayuda llegó de una mujer madura de la raza negra que tenía su hija en iguales condiciones que mi hijo. Y accedió con amabilidad y la mejor de las sonrisas, a realizar la labor que me hubiese correspondido. Entraba al cubículo inmaculado y esperaba sentada al lado de lacuna que la enfermera le entregara el niño. Luego se lo acercába a sus pechos: dos enormes bultos como montañas negras, y yo desde afuera veía con la ternura con que lo acariciaba. En un seno tenía al mío y en el otro a la de ella. No me quedaba otra opción que llorar de la emoción dando gracias a Dios porque ese pequeño cuerpecito tenía una valentía enorme, y unas tremendas ganas de vivir. 
Cuando las mejoras en su estado de salud se hicieron más consistentes, y viendo que mi preocupación sería celosa, los médicos ya no querían verme más ahí, y me propusieron la entrega del aún delicado paciente, a cambio de prometerles una exhaustiva atención, que remplazara, en lo más cercano posible, la que estaba recibiendo por ellos. En pocas palabras: Si el niño estornudaba había que regresar corriendo. Tenía tantas ganas de tenerlo conmigo que emocionada accedí. 
Ya en la casa estaba todo dispuesto pues esos días en el hospital sirvieron para que mi madre y esposo se motorizaran en función de tener todo en orden para la llegada nuestra. Los bidones de agua hervida para el baño, el alcohol, el algodón, las ventanas herméticas para evitar la entrada de los bichos, la fórmula de leche en sustitución de la materna, los aceites para el cuerpo del bebé: nada faltaba. Así fueron los días transcurriendo y su cuerpecito haciéndose cada vez más fuerte. Ya había cumplido el año sin mayores contratiempos, en las consultas de control todo iba marchando bien y el papá se esforzaba buscando la comida en los lugares más inverosímiles y complicados: malanga, pollo, pescado, todo lo que fuera nutritivo y sirviera para el crecimiento de nuestra criatura. 
Empezó a adaptarse al círculo infantil, ya había cumplido 15 meses, estaba poco tiempo por día y mi madre se encargaba de su cuidado mientras nosotros, los progenitores, estábamos en nuestros respectivos trabajos.
Una tarde, al regresar de mis labores, ella me dijo que el niño había estado decaído. Lo toqué y sentí febril, fuimos corriendo al policlínico y la doctora de turno me dijo que era una gripe, le indicó lo acostumbrado en ese caso y regresamos a casa. Mis ojos se pegaron toda la noche a su cuerpo que noté demasiado quieto, le bajaba la fiebre con compresas de alcohol y agua fría pero sólo duraba fresca unos segundos su pequeña cabecita volvía a arder con prontitud. Ya amaneciendo expulsó, sin esfuerzo alguno, un líquido negro por la boca, no puedo decir que fue vómito porque salió en forma de saliva viscosa y sin esfuerzo formando una mancha gigante en la sábana. No aguanté más; lo tomé en mis brazos en busca de auxilio y lo sentí desmallado mientras corría. Atravesé la calle gritando por ayuda y un vecino viéndome desesperada puso en marcha su jeep destartalado y en cuestión de minutos, a bocinazos, carreras, y cortes de camino, estábamos entrando al hospital más cercano.
El diagnóstico fue certero a simple vista. Suerte que ése día estaba la doctora Elisa, maestra de médicos, que con su ojo clínico sin el resultado de la punción lumbar en mano me dijo: Meningoencefalitis bacteriana. Ahora esperaríamos saber a qué bacteria para proceder. 
Gracias a su expertise, no esperó el resultado y le colocó un bulbo de antibiótico para que fuera haciendo efecto. Uno llamado Rocephin, exclusivo para eso, que sólo lo había en hospitales militares, y por suerte éste era uno de ellos. Pasadas unas horas ya estaba en su poder la prueba definitoria era: Meningoencefalitis bacteriana a Haemophilus influenzae. Bacteria sumamente agresiva.
Ya no salimos más de ahí por largos e interminables días. Nuevamente pegada a su lado, me aseaba en el baño de la sala con un vaso plástico y malamente comía, pues el miedo de que algo pudiera pasar en su delicado estado de salud, estaba latente y el personal lo atendía sin darme muchos detalle cada vez que preguntaba. 
Tuvo comprometimiento cerebral según me explicaron los médicos después. Las meníngeas de su cerebro se hincharon debido al humor que producía la bacteria, que invadía y se reproducía asombrosamente rápido. Se le bloquearon las respuestas a todos los estímulos. Su cuerpo, que apenas empezaba a progresar de la prematuridad, se trastocó flaco, la piel seca, y los labios agrietados, producto de la deshidratación a que lo sometían para bajar el edema cerebral producido por la enfermedad.
Un médico, el jefe de sala, llegó una mañana a preguntar con un tono insensible y una mirada desde arriba : _ ¿Cómo usted lo ve? 
Yo no podía dar una respuesta basada en mis conocimientos de medicina, pero basada en mis deseos, contesté fría y asustadamente: _ Bien.
A lo que él agregó: _ ¿Bien? ¿Sabe usted que es una meningoencefalitis? 
Permanecí callada y temblando, Él continuó: _ Es como si cogiera una lata de leche condensada y la abriera por la mitad, así tiene su hijo el cerebro.
Me contuve las lágrimas y la impotencia, saqué fuerzas de no sé dónde y le contesté: _ Yo lo veo bien -demostrando que no me importaba lo que dijera. No quise dar mi brazo a torcer ante su indolencia. Serían, además, las ganas que tenía de que el niño saliera de todo y se recuperara.
Cuando el insensible médico, y militar, jefe de la sala, salió y nos dejó solos. Me acerqué al oído del niño y le dije: _Tienes que ponerte bien. En la casa están: abuelita, papá y tu hermano esperándote. Hay juguetes lindos y comidita “ica”. No vas a ir al círculo infantil por mucho tiempo y vas a estar conmigo en casa para jugar y pasear. Voy a estar contigo para cuidarte.
No creo que me haya oído pues el coma cerebral que lo tenía sumido en ese profundo sueño era suficiente para aislarlo, como estaba, del mundo exterior. Estoy segura que no me oyó absolutamente nada; pero sí creo que quien me oyó fue su ángel de la guarda, ¡quién si no! Que llorando, como lo estaba yo, subió a la puerta de los cielos y le pidió a San Pedro una segunda oportunidad para el pequeño, advirtiéndole que no podía negarse a su pedido, pues en vez de uno iban a ser dos. No creo que yo hubiera soportado el dolor, no lo superaría. Me senté al lado de su cama, tomé su mano durante todo el día y no aparté los ojos de él, esperando una simple respuesta ante mis caricias que me hiciera gritar de alegría.
El insensible jefe de la sala, el mismo día que en pocas y desatinadas palabras me hizo saber lo que era esa enfermedad, esperó la hora de la visita y le dijo a mi esposo que trajera o encargara ropas, pues el niño no iba a pasar de ésa noche. Recuerdo que cuando dejaron entrar a mi esposo hasta el umbral del salón de terapia, nos comunicamos de lejos, y pude ver que tenía los ojos rasgados, parecía chino, de tanto llorar. No me dijo nada en ese momento para no opacar mi positivismo, pero de todas formas intuí que algo le habían dicho. Yo tenía la certeza que vería al niño correr nuevamente, y se lo hice saber.
Mi madre por su parte, en el barrio, hablaba con los vecinos del tema y todos se unían en cadenas de oración desde sus respectivas religiones haciendo las más grandes súplicas por la salvación del infante. A escondida de los médicos me hizo llegar, para que colocara en la cabecera del niño, un patico amarillo de juguete previamente “trabajado” por una santera amiga y vecina. Las súplicas por su recuperación salieron disparadas, oportunas y con fe, hacia todos los santos y dioses conocidos.
Había que transfundirlo, esta bacteria era capaz de reproducirse con mucha facilidad y comerse los glóbulos rojos. En el banco de sangre del recinto hospitalario no había sangre de su grupo en existencia. Era ya la madrugada y los signos vitales mostraron de forma súbita ir en picada. El médico que estaba a cargo, que después resultó ser un gran amigo, me dijo: _ Yo tengo el mismo grupo de sangre del niño y estoy sano, si me permites le transfundo directamente, pero tiene que ser secreto en secreto, eso tiene que quedar entre nosotros. No está permitido hacer eso, pero es la única opción.
Confié en el, mí desespero no me dejaba alternativa: y sucedió. Las enfermeras, cómplices también, sin hablar manipulaban lo necesario y dispusieron todo para hacer rápido el proceso. Terminado éste el mismo médico aumentó la dosis de antibióticos, y en pocas horas los instrumentos de monitoreo señalaban una mejoría. En la mañana siguiente un color rosado regresaba a su rostro, y en pocas horas más fue viéndose una recuperación más generalizada. La toma cerebral no cedió hasta pasado catorce días, y a los cuarenta y cinco salíamos triunfantes por la puerta del hospital nuevamente rumbo a casa.
Hoy cumple su vigésimo octavo aniversario y cada año recuerdo ésos días como el proceso de su nacimiento más que el que el sufrido de forma prematura al abandonar mi vientre o, posterior, al salir de la incubadora.
Ese día que le hablé al oído y le supliqué por mejora, no me escuchó por su estado de inconsciencia. Hoy fuma más de una cajetilla por día y, estando consciente, tampoco escucha mis súplicas cuando le pido que lo deje, cuando le recuerdo lo prematuro que fueron sus pulmones, cuando le menciono lo delicado que estuvo de salud y le recuerdo la gravedad que superó.

Pero ya es un hombre y yo sueno repetitiva. Hoy le tenemos un cake y vamos a hacer una ceremonia sencilla para celebrar su cumpleaños. Estaremos todos juntos, al menos los que estamos acá, reunidos en familia, celebrando, como siempre queremos. 

miércoles, 26 de agosto de 2015

Después de las seis

Después de las seis



Después de las seis
se me vienen encima
caballos de tristeza,
a galoparme en el pecho
y a enjambrarme el rostro
con un tejido de lágrimas.

Después de las diez, 
llegan otros,
los caballos negros de la noche,
que enarbolan para mí las banderas de vigilia.

Sus cascos patean tu imagen en mi memoria
sin espantarla,
magullándola, 
y aún ensangrentada te distingo.
Cuando los etéreos caballos del alba se aproximan,
y los espantados caballos negros de la noche, vuelan.
Aún estas ahí doliéndome en las sienes,
perdiendo la esperanza con la luz del día,
y otro intento de olvidarte yerra
entre unas sábanas vacías.

Son veinticuatro punzadas dolorosas
el doloroso transcurrir del día
y los corceles locos de, mi mente
loca, hacen más lenta la agonía.


Autoría y derechos: Marta Requeiro.


Varadero.

Varadero


Todos conocen o al menos han oído hablar de la playa de Varadero; una de las más hermosas de Cuba, situada en la ciudad del mismo nombre en el municipio Cárdenas; provincia de Matanzas. Está ubicada en la península de Hicacos, a sólo ciento treinta kilómetros al este de La Habana, y constituye además el punto más al norte del país, y más cercano a los Estados Unidos.
Con su forma alargada y estrecha de treinta km de extensión, veintidós de los cuales son de exquisitas playas de arenas blancas, con aguas azules y cristalinas, tiene como principal renglón económico el desarrollo del turismo. La mayor fuerza laboral está en función del crecimiento del mismo, lo que la hace muy apetecida por turistas que deseen disfrutar del paradisíaco balneario y sentirse atendidos como reyes, sin importar el estatus que posean en su país de origen.
Al pueblo, al común de los mortales, se le tuvo prohibido en una época ir a meter aunque fueran las paticas en esas aguas. ¡Qué digo yo, meter las paticas, ni portarse por ahí! Claro, hace más de quince años que no voy por allá, ya que el exilio al que me forzó el amor, más que el descontento, me alejaron; y aún no he vuelto a pisar suelo cubano. No sé cómo será ahora, pero en la época que recuerdo era de la manera que les voy a contar.
Vivíamos en el “Reparto Guiteras”, cerca de Casablanca; pueblo portuario al este de La Habana, de donde parte el tren eléctrico con dirección a Matanzas, que también se conoce como “Tren de Hershey”; autentica reliquia para el habanero que ve con asombro cómo aún funciona. Pasando por el reparto desde muy temprano en la mañana, con horarios regulares, sirve como reloj a los madrugadores y hace un alto a recoger pasajeros en el paradero “Bahía” a metros de la que fuera nuestra casa.
Este día, que acuerdo con claridad, nos levantamos muy temprano, mi esposo, mis hijos y yo, y nos vestimos como “turistas” para pasar desapercibidos pues el objetivo del día era tomar el tren rumbo a Matanzas y de ahí a Varadero.
El viaje era agradable íbamos disfrutando de la naturaleza, del olor a yerba mojada por el rocío y a la resina de las ramas de los árboles recién cortadas por el paso del tren, y que luego el aire filtraba por las ventanas abiertas de los vagones carentes de aire acondicionado. Al parar en El Nano el olor a guayabas maduras inundaba los vagones y había que tener una fuerza de voluntad inmensa para no bajarse a recogerlas al pie de las matas que se veían desde la ventanilla. Otro olor característico de estos trenes es el que se desprende de la chispa producida por el contacto entre los cables del tendido eléctrico y el mecanismo sobre el techo de los carros, cuando en el acompasado vaivén se desconectaba y se vuelven a acoplar.
Si era fin de semana, era mayor la cantidad de personas que viajaban comprimidas en los carros por no esperar el siguiente tren con la ilusión de llegar más temprano, había que poner los pies en Matanzas antes que el sol pusiera sus rayos. Producto del calor, el sudor y la carencia, entre la mayoría, de un desodorante apropiado; cualquier mono del África hubiera tenido mejor olor que cualquiera de los pasajeros encajonados.
Así transcurrían las tres horas aproximadas de viaje si teníamos suerte que no se rompiera el convoy, o algún otro contratiempo demorara la llegada al punto final. Los niños se deleitaban mirando el cambiante panorama campestre que como una película pasaba ante sus ojos a través de la ventana. Los arados con bueyes, las carretas, las vacas, las aves, o cualquier otro elemento del campo que resultase novedoso para ellos era señalado con un dedo a la distancia.
Al llegar a Matanzas buscamos uno de esos puntos de donde salen los taxis con destino a Varadero. La mayoría de los autos usados para ese fin son de los llamados Almendrones: el típico carro americano espacioso y cómodo, de los años cincuenta o anterior a estos; que el ingenio cubano y la gracia divina aún mantienen transitando en las calles, a pesar de la falta de piezas de repuesto, los baches, o el tipo de gasolina que se les eche (dependiendo lo que aparezca), y que suplen las necesidades de transportes en zonas como estas, tan abarrotadas de turistas; nacionales e internacionales.
En esos autos, está demostrado, caben más persona que para las que fueron creados. El chofer busca en cada viaje obtener la mayor ganancia posible sin importar si es gordo o flaco el pasajero que suba, o si va con un animal,  maleta, caja, o cosa que no cupo en el maletero. Encima suplica que se aprieten para poder cerrar las puertas y partir. Recuerdo que ese día cupimos como diez entre adultos y niños, en el auto que nos tocó. Íbamos como sardinas en lata, por suerte no hubo que lamentar olores desagradables que a veces ocurren en esos estados de compresión sin conocerse el culpable, aunque inmediatamente nos miremos buscando quién fue y creamos descubrirlo por lo enrojecido de algún rostro o un par de orejas, o por el que se hace el distraído mirando hacia afuera atraído por lo más insignificante del panorama.
Al fin llegamos. No hizo falta ayuda para sacarnos del interior del vehículo, aunque por un momento lo dudé; primero los niños después los bultos y por último nosotros. Ya en la acera, con algo de esfuerzo y unas sacudidas a nuestras ropas, adoptamos la forma original. Debo reconocer que  estábamos bastante ajados, ya casi era medio día: el aseo, el perfume y el arreglo matutino habían perdiendo la efectividad para la que fueron pensados.
Considerando lo traumático del traslado, el calor, y el sol en nuestras cabezas, mi cónyuge y yo nos miramos con complicidad y nos hicimos señas para que los niños no se dieran cuenta, de esas que sólo nosotros sabíamos, con el fin de ponernos de acuerdo en buscar un hotel y atrevernos a pagarlo en dólares, moneda que no podía portar un cubano en esa época porque era penado por ley y teníamos que ser cautelosos. Contábamos con un pequeño ahorro que guardábamos para situaciones de emergencia, y del que tomábamos una parte cuando salíamos con los niños. Esta vez el propósito era pernoctar en la ciudad y evitar vicisitudes similares a las que habíamos acabado de pasar en un viaje de regreso igual o más complejo.
Miramos alrededor y percibimos que lo más cerca que nos quedaba de donde nos había dejado el carro, era el hotel Villa Tortuga. Advertimos con antelación a los muchachos que se portaran bien, que no pelearan entre sí y que aguantaran un poco las ganas de hacer sus necesidades. Llegamos a la entrada del complejo turístico y acortamos la distancia entre el lobby y la carpeta manteniendo el paso de la forma más elegante y menos nerviosa posible, como si fuéramos por una pasarela.
Agotamos los pocos metros de distancia, que pareció un kilómetro, creyendo no haber levantado sospechas. Al llegar a la recepción mi esposo se dirigió al carpetero disimulando el acento cubano con un tono más suave y una expresión corporal despreocupada. Mostró un viejo pasaporte panameño que aún conservaba de su única salida al exterior, más vencido que la teoría de la tierra cuadrada, y le dijo: _ ¿Una habitación para cuatro, por favor?
El encargado de turno con vista de águila experimentada lo miró de arriba abajo levantando una de las cejas y no dudó en decirle, lo más cerca posible a una oreja y en forma de susurro:  _ Esto es en fula, Asere. ¿De qué planeta caíste?
Ningún hotel en Cuba era para cubanos, aunque sonase ilógico. Mi esposo al verse descubierto cambió de táctica, miró a su alrededor y, cerciorándose de no ser escuchado por nadie más, le dijo con ojos de carnero degollado y en voz baja al encargado: _ Yo sé compadre, es que los niños están cansados y venimos de lejos, es para no tener que regresar hoy. Hay mucho calor y el transporte está malísimo.
 _ ¡Está bien!- le contestó el aparentemente conmovido empleado, y acercándosele de nuevo al oído, le susurró de igual manera: _ Son 50 “dolores” la noche, “mi herma”
Mi marido saltó hacia atrás como si le hubieran ofendido su progenitora, y yo que alcancé a oír no lo dejé contestar, por encima del hombro de mi compañero le guiñé un ojo al trabajador  hotelero y asentí con la cabeza en señal de aprobación. ¡Por nada del mundo virábamos esa noche!
Hicimos el pago y buscamos la habitación. Ya en ella, dejamos los bultos, nos pusimos los trajes de baño y salimos a disfrutar de lo que quedaba de tarde, no sin antes darles a los niños: agua, unos huevos hervidos y unas guayabas que traíamos de casa. Orondos con nuestros mejores atuendos playeros,  conservando el paso despreocupado como lo haría cualquier turista, e inflado unas coloridas pelotas de playa, llegamos a la arena.
Un escenario majestuoso se mostraba ante nuestros ojos; un inmenso horizonte de aguas azules y cristalinas nos refrescaba la mirada. La brisa mariana traía consigo el olor de los productos de bronceado, que se desprendían de los cuerpos con el calor, y el humo dulzón de los cigarros de los turistas llenaba el sentido olfativo despertándonos una sensación de bienestar y categoría a la que no solíamos estar acostumbrados en las Playas del Este, que eran las que frecuentábamos con regularidad.
Aún estaba el sol en su esplendor. Pusimos las toallas, las que se guardaban para esas ocasiones, las que no estaban ajadas ni viejas y no despertaban sospechas. Puse el bolso que yo misma había confeccionado con una tela de flores, imposible de descifrar si era perteneciente a un extranjero o no, y me coloqué el sombrero tirándome en la arena como toda una turista. Nadie podía intuir que éramos cubanos. Los niños jugaban alegres con el papá metidos en el agua, llevando sus trajes de baño nuevos y sus pelotas de colores. Mientras yo me bronceaba al sol hojeando un libro.
Guardias, policías, y patrullas se paseaban en ocasiones vigilando y manteniendo la tranquilidad que no se alteraba por nada durante el transcurso de las horas que permanecimos allí. Los bañistas se paseaban de un lado para otro; entrando y saliendo del agua o jugando algún deporte de playa,  mostraban los más variados estilos de gorras, sombreros, trajes de baño, toallas de múltiples diseños y colores, sandalias y las más sofisticadas cámaras de fotos. Mientras se escuchaban conversaciones en diferentes idiomas, y  otros se tostaban al sol, relajados, dejándose llevar por la tranquilidad que proporcionaba escuchar las voces, las  risas, los graznidos de las gaviotas, y el sonido de las ramas de los cocoteros y los pinos. El toque cadencioso lo ponían las olas rompiendo en la orilla. Era una tarde agradable y tranquila.
Mis hijos salieron del agua pareciendo garbanzos en remojo del tiempo que estuvieron sumergidos, riendo a carcajadas seguidos de su padre y jugando a tirarse puñados de arena. Cuando a unos pasos míos, una turista que tomaba el sol boca abajo se levantó de pronto; sacudiéndose la arena y dejando al descubierto un par de prominentes, saludables, y bien formados senos. Por unos centímetros no chocó con el mayor de mis retoños, que para entonces tendría unos siete años. Cuando el niño se vio casi pegado a esa esplendorosa delantera, emitió un grito enorme que rompió, como de un hachazo, la tranquilidad de la tarde. Todos dejaron de hacer lo que los ocupaba y voltearon a ver cuando sintieron la exclamación efusiva: _ ¡Mira papá, que tetas más grandes tiene esta señora!
_ ¡Ay, no quiero ver, no quiero ver!- contestaba mi esposo. Y se ponía las manos en el rostro dejando los dedos entreabiertos por donde poder contemplar la despampanante mujer en toda su gracia. Mientras los tres se reían, yo hubiese querido me tragara la tierra.
Unos policías que habían estado por ahí durante la tarde se acercaron al ver los niños gritar y brincar eufóricos, y nos dijeron claramente, después de descubrir con un examen visual, un tanto más exhaustivo, que éramos cubanos: _ Buenas tardes ciudadanos. Acá no pueden estar, necesitamos que se retiren inmediatamente- Yo casi no podía controlarme, aguanté la furia con un tremendo esfuerzo y sólo respondí: _ ¿Y dónde nos podemos bañar entonces?
Uno de ellos me dijo: _ No sé señora, pero aquí no pueden estar, esto es sólo para turistas. Lo sentimos tienen que despejar la zona. Váyanse para Santa Marta- Y se quedaron parados y mudos al lado nuestro hasta que recogimos todo y nos marchamos. ¿Qué terrible! La playa más bella de nuestro país, la más linda del mundo, como dirían otros, y no teníamos el mismo derecho que los extranjeros a bañarnos en ella.
Santa Marta era la playa popular y por ende no estaba protegida ni vigilada como ésta, íbamos a tener que cuidar las pertenencias. Por la situación de escases, permanente y en ascenso, en esos lugares públicos los carteristas hacían zafra en busca de billeteras, y cosas de valor. Allí a diferencia de Varadero, lo que no se veían eran turistas.
Ya dimos por terminada la jornada. Quemados del sol y hambrientos nos fuimos para la habitación a quitarnos el agua salada y a pretender que la noche nos fuera mejor. Encendimos la televisión y estaban retransmitiendo un recital de “Los VanVan” tocando, en ése momento, “La Titimanía”. Engullimos todo lo comestible que habíamos traído y guardado en el refrigerador. Después de unas horas ya habíamos superado el impasse.

El resto de la noche fue agradable. Viendo la tele, aprovechando los canales del cable que no teníamos en casa, y con el aire acondicionado a todo dar. Los niños jugaban a examinar los caracoles que habían recogido a ver quien tenía los más bellos. Hicimos el acuerdo de acostarnos temprano para levantarnos antes del amanecer y poder superar con éxito la odisea del transporte de regreso a casa 

lunes, 24 de agosto de 2015

El regalo del día de las madres.

El regalo del día de las madres




En los días previos al día de las madres podía detectar actos de complicidad de mis hijos con su abuela. Corrían de mi casa a la de ella, que estaba justo al lado, llevando y trayendo elementos escondidos debajo de sus camisetas, o preguntándome si yo tenía por casualidad alguna cosa que necesitaban, como por ejemplo: algún pedacito de alambre, cartón, goma de pegar; o si había visto sus colores y sus reglas. Siempre que tenían algo perdido me atribuían el poder de la clarividencia por el hecho de saber dónde encontrarlo. Eso los enorgullecía, creían que yo poseía poderes sobrenaturales, y sólo era que al recoger sus pertenencias las ponía donde debían ir, algo que ellos no hacían aunque estuviesen educados en el orden.
Llegando el día señalado para el homenaje, que en Cuba se celebra el segundo domingo de mayo, se presentaban ante mí con las postales más curiosas y hermosas que jamás haya visto, hechas por ellos mismos, con la ayuda de su abuela, y dedicadas con frases sentidas y poemas de su propia inspiración; donde expresaban que yo era lo más importante y bello sobre la faz de la tierra, haciendo correr mis lágrimas. 
Todo adquiría sentido al ver los regalos que me entregaban. Podía apreciar la dedicación y el amor con que los habían elaborados aunque fueran hechos de elementos reciclados.
De esos obsequios creativos recuerdo las flores de papel y alambre, las tarjetas con sus fotos en las poses más artísticas, los corazones púrpuras, y los accesorios femeninos confeccionados con bolitas del árbol de Boliche, del parque de la esquina, donde estaba el busto del apóstol José Martí.
¡Ay, esas bolitas! Pobre del que pasara por el parque cuando estaba la guerra de los boliches en su punto. Si el tren paraba en ése momento, los pasajeros debían bajar sus cabezas, los frutos, como proyectiles pasaban disparados rozándoles de forma peligrosa. Los guerreros del torso al aire eran los más perjudicados pues las marcas que dejaban los bolazos en sus cuerpos, le podían durar días. Cuando el combate se desataba sólo tenían para parapetarse el reducido espacio detrás del busto del poeta, o el ancho tronco de los mismos árboles. Estos refugios eran utilizados por integrantes de los dos bandos, que al encontrarse al resguardo detrás de ambos sitios, olvidaban sus diferencias, pues aquello se volvía, realmente, un: “¡Sálvese quien pueda!”.
Esos “…árboles raros de boliches verdes” (como la canción de Carlos Varela, el maestro), estaban siempre llenos de esas peloticas de todos los tamaños, que cuando se secaban, se descascaraban. Eran tan perfectas y redondas que parecían hechas en un torno con un trozo de madera sólida, y se utilizaba no sólo de proyectiles, también servían para confeccionar collares, pulsos y aretes que se pintaban o barnizaban resultando un excelente obsequio para las madres.
Ese año mi hijo menor quiso regalarme algo diferente. Con la destreza manual que siempre lo ha caracterizado, dos caracoles fueron los escogidos para crear un par de aretes. Los halló entre las plantas del jardín, los lavó para sacarle la tierra y con la punta de un clavo fue haciendo fuerza de a poco, para que no se partieran, y les abrió un pequeño hueco a cada uno, pasó un alambrito de cobre que enrolló para sujetarlo del caracol y hacer una especie de gancho que luego serviría de sostén en mis orejas. Los barnizó con un brillo para uñas, y los guardó en una cajita que yo conservaba, producto de esa manía que adquiere el cubano de no botar, y los guardó con celo esperando al día siguiente para entregármelos con la acostumbrada postal de su propia inspiración. Mientras yo me hacía la desentendida.
Al día siguiente se levantó temprano, con su hermano, para entregarme el artesanal regalo. Estaba expectante esperando mi reacción con sus ojitos puestos en mi rostro y cuando abrí la caja, aquella caja conocida, saqué el par de curiosos pendientes. Y le dije:
_¡Que lindos, mi amor! ¡Qué bellos! Son especiales, no he visto en mi vida nada igual.
 Me quité los que traía, y me los puse. Meneé mi cabeza de un lado a otro para que los colgantes se movieran, y lo vi tan feliz que su cara de dicha me dejaba más complacida que el mismo regalo.
Así pasé el día entero con los aretes puestos, enseñándoselos a las vecinas y con él al lado la mayoría de las veces para oír las reacciones. Aclarándoles que había sido mi niño, el más chico su creador. Realmente no recuerdo qué me regalo mi hijo mayor ese día. Sé que se debió sentir muy mal de ver que la destreza creativa de su hermano lo había superado. Estoy segura que de igual manera elogié el regalo de mi primogénito, aunque no lo recuerde con exactitud, porque siempre actué así: sin hacer diferencias en nada.
Llegó la noche y nos fuimos a acostar. Me quité los aretes y los puse sobre la cómoda como de costumbre, y por comodidad, para ir a dormir. Al día siguiente nos levantamos con el tiempo exacto para arreglarlos y llevarlos a la escuela. Fui la última en acicalarme y busqué los pendientes, a petición de mi hijo, para mostrarlos a los conocidos con que nos cruzásemos camino a la escuela.
¡No estaban!, ¡¿Qué pasó?!, ¡¿Dónde estarán mis aretes?! La cooperación de mis hijos llegó de inmediato, nos motorizamos buscando dónde podían estar. Estaba segura que los dejé sobre la cómoda- les hice saber-. Por mucho sueño que tenía la noche anterior, estaba convencida que ahí los había dejado. Abandonamos la búsqueda, nos tuvimos que ir para la escuela, temía se nos hiciera tarde. No me puse pendiente alguno para no olvidar que tenía que seguir buscándolos y resolver ese misterio. La carita de pena del niño me rompía el corazón. Creyó que realmente no me habían gustado esos aretes especiales y que no les había prestado el debido cuidado.
Regresé sola a la casa y, con un poco más de tiempo, me dispuse a hallar la solución a aquella incógnita. Seguí buscando con un trapo en la mano, como es característico en mí, para de paso limpiar los muebles. Y cundo pasé el trapo por el lateral de la cómoda, vi mi par de aretes bajando de a poco y llevando a rastro la gaza de alambre de cobre. Me senté en el borde de la cama a reírme, y llamé a mi mamá para que viera.

Cuando mi hijo llegó de la escuela, aún con el rostro triste, le di la buena noticia de que los aretes habían aparecido, le expliqué lo sucedido y su cara se iluminó de felicidad. Aprendió que para la próxima, cuando vuelva a hacer unos aretes de caracoles, primero tiene que sacar el bicho de adentro.

El globo encontrado


El globo encontrado.


Los mismos de siempre, los que se juntaban desde temprano en las mañanas sin escuelas con el sano interés de jugar por los alrededores de la vecindad y terminaban realizando fechorías, se juntaron ésta vez sólo para montar sus chivichanas por la calle 2da, la más inclinada de la zona.
Los infantes de estas anécdotas eran los descendientes de los que en antaño también fueron niños y vivieron siempre ahí, como yo; criados bajo el reglamento de compartir, respetarse y apoyarse, con la inocencia típica de un barrio tranquilo, en el que sus integrantes se llevaban como familia sin importar raza o credo.
Los muñequitos rusos de las tardes: Elpidio Valdés o  las aventuras se podían ver, después de bañarse, arreglarse, y merendar, en el televisor de casa del amiguito. El teléfono o el auto del vecino estaban también a disposición de todos. Así era el vecindario: común y corriente.
Yo estaba barriendo el portal ese día cuando vi a lo lejos aproximarse la turba de chiquillos escandalosos haciendo un círculo que zigzagueaba, a la vez que avanzaba por el centro de la calle rumbo a la casa. Algunos corrían de espalda para no perderse un detalle, el que se hallaba al centro rodeado por los demás, traía consigo un elemento imperceptible aún, levantado con un palo; bien en alto, para evitar que los otros niños se lo arrebataran.
Salí a la acera con la escoba en la mano tratando de captar lo que pasaba, procurando entender qué sucedía. El chiquillo del centro, el que traía el misterioso elemento agitado a los cuatro vientos en la punta del palo como un pequeño banderín era mi hijo mayor. Venía para que yo diera mi opinión, formulara el veredicto final, y les dijese de qué se trataba aquello; aunque ya algunos tenían su teoría que rodaría por tierra o no, de acuerdo a mi valoración.
_ ¡A ver! ¿Qué está pasando ahí?- pregunte calmando la prole bulliciosa- ¿A qué se debe tanto alboroto y gritería?
_Mamá, mamá- decía mi primogénito gritando y conservando la mano levantada con el trozo de palo, tratando de salir de entre el círculo de amigos- ¿Verdad que esto es un reservativo?
Quedé atónita. ¿De dónde habían sacado eso?- cuestioné para mis adentros. Mientras escuché por varios segundos, en lo que reaccionaba, diversas teorías referentes al nombre y al uso del elemento encontrado.
Unos le daban apelativos imposibles de recordar a aquella pieza gomosa con aspecto alargado, y otros argumentaban que eran dos globos en uno: uno grande, y uno más chiquito en la punta.
_ ¡Ya, se acabó! – me apresuré a decir para parar en seco la algarabía, y que se acabara la función-¿A ver, de dónde sacaron eso?
Entonces de nuevo me hablaron a coro, levantando sus manos y señalando dónde. Aunque pude entender que se lo habían encontrado en una manigua  cazando lagartijas; cerca de la loma donde habían dejado sus chivichanas, por lo interesante del hallazgo.
_ ¡Me dan eso inmediatamente!- de nuevo el conjunto de voces, esta vez en desacuerdo, se dejó escuchar y yo despojé al portador del controversial objeto. Tomé el palo con aquel banderín de goma enganchado en la punta y ordené:
_Se van todos a sus casas a lavarse bien las manos y la boca, los que estuvieron tratando de inflar esta cosa creyendo que era un globo. No se les ocurra jamás volver a recoger algo así por ahí, y mucho menos tratar de inflarlo; que se pueden enfermar. Esto es un recolector de orina para hacer exámenes y algún desconsiderado lo botó donde no debía.
Se disgregaron todos caminos a sus respectivos hogares, disgustados y cabizbajos, y uno que otro escupiendo y pasando el antebrazo por la boca. Yo metí súbitamente a mi hijo para adentro. Le di un buen baño de cabeza a pies, no sin antes pasar por el cesto de basura y botar el preservativo usado, con todo y palo, que habían encontrado por los matorrales que rodeaba la vecindad, como muestra de un acto sexual precavido.
Los preservativos inflados y pintados con acuarelas, fueron los globos suplentes en las fiestas infantiles hasta que se conocieron los globos de colores que se podían comprar en dólares en las Diplotiendas o CADECA, pero nunca le pudieron quitar la jerarquía a los primeros que eran mucho más baratos y hasta lo regalaban en los consultorios como método anticonceptivo. 


sábado, 22 de agosto de 2015

Juegos de niños

Juegos de Niños


    Mis hijos, como nos pasa a todos, recuerdan su infancia como una época que dejó huellas indelebles en su memoria. En la década de los ochenta los apagones en Cuba eran diarios, seguidos e inesperados; como fue y ha sido por mucho tiempo. Si ocurría cuando el sol aún estaba en su esplendor se hacían más tolerables, y los niños podían jugar en la calle casi sin notar la ausencia de la electricidad; pero si en su defecto ocurría en la noche, entonces yo buscaba una forma de entretenerlos para que no estuvieran jugando fuera de casa en las calles oscuras.
    Después del baño y la comida, cuando llegaba a su fin la esforzada jornada del día, me acostaba con ellos en el cuarto principal y los entretenía con cuentos de mi propia inspiración animados con sombras chinescas: con el quinqué sobre una mesa de noche y aprovechando las sombras que mis manos proyectaban en la pared, procuraba formar siluetas de cualquier animal, persona o cosa útiles en la historia. Me colocaba en una muñeca un pañuelo en forma de corbata para el personaje masculino, y en la otra un lazo o un collar para el femenino. A veces pedían que les repitiera lo narrado, pero si al hacerlo notaban alguna variación, u omitía algún detalle en el que ellos habían puesto atención, me decían: ¡Así no es! Y entonces eran ellos los que terminaban haciendo el cuento.
    No les molestaba que se fuera la luz en el horario nocturno, y yo podía mantenerlos entretenidos. Si se cansaban de escuchar, o mi imaginación se agotaba, se ponían a jugar entre ellos a “las fajasitas”, un juego de manos que al final resultaba siempre el mismo perdedor: el más pequeño. Pero ésto no lo atemorizaba en lo más mínimo para querer retomar el juego en otro momento, planeando la venganza.
    En los ratos que no tenían escuela se juntaban con los muchachos del barrio a jugar, se prestaban las bicicletas, o los patines, e intercambiaban juguetes. Siempre les enseñé que compartieran pues no todos los niños tenían iguales oportunidades, y no me gustaba que ostentaran algo nuevo que le hubiésemos podido conseguir. Debían compartir.
    De todos los artefactos empleados en la diversión la chivichana era la preferida, especie de patineta rústica hecha en la mayoría de los casos de madera y cajas de bola. El bulto de muchachos en shorts y zapatos, aunque no faltaba el osado que andaba en chancletas, se iba para la loma más cercana a tirarse de lo alto y, aprovechando la inclinación, venían disparados en un descenso súbito y adrenalínico, que podía terminar con éxito, pero también con un diente menos, un hueso partido, un dedo molido, o un pedazo de pellejo levantado.
    Las chivichanas se construían, más grandes o más chicas, dependiendo de la cantidad de tablas que se consiguieran, u otro material que sirviera para hacer la base rectangular donde iría un palo con dos ruedas, fijo en la parte de atrás, y una sola rueda delante que se manejaba con un cable u otro palo a modo de timón para lograr el doblaje. Los frenos: una goma en el mismo palo-timón que se pegaba al piso en el momento que se quisiera parar. Aunque también podían ser las suelas de los zapatos del que la conducía, que pegadas con destreza al pavimento lograban la desaceleración. 
    Con una palangana grande de plástico duro como base, construyeron una donde cabía media docena de intrépidos chiquillos, pero no duró mucho. Estos modelos de mayor tamaño escaseaban, y hubiesen podido llamárseles limo-chivichanas. Durante la diversión, en descenso, necesitaban la ayuda de un amiguito que los empujara, y luego se turnaban para que no quedase nadie sin disfrutar del divertido juego sobre el artefacto.
    Otra distracción era amarrar lagartijas a un cordel y usarlas de carnada para sacar las arañas de sus cuevas, o junto con las ranas eran usadas por los que tenían vocación médica. Desempeñando el papel de “pacientes en estado grave” eran estiradas sobre un trozo de madera donde les inyectaban, con jeringas recogidas de la basura, todo tipo de fórmulas hechas con mezclas de materia y líquidos dudosos. Las criaturas pasaban por todos los colores antes de votar los ojos, reventar, o terminar picadas en pedacitos, hecha brebajes que luego daban a sus mascotas para que adquirieran superpoderes.
    Llegó un momento en que pensé se habían extinguido, pues no veía con igual frecuencia a ningún miembro de las dos especies, o quizás adquirieron el conocimiento necesario para esconderse de sus depredadores. Mi madre se extrañaba que al salir al patio en las noches, ya no se le tirara encima ninguna rana haciéndola gritar, y podía salir tranquila sin tener que entrar con rapidez.
    En el afán infantil de buscar diversión en todo, se les ocurrió colocar objetos metálicos: monedas, y alambres, sobre los rieles del tren; para luego esperar el paso de éste y ver convertido cada elemento en piezas sumamente planas con formas curiosas.
    No había una madre que temerosa por los juegos cercanos a la línea no le hubiese leído la cartilla a su hijo. Todos estaban advertidos de lo peligroso de éste actuar, y desde que sentían la bocina del tren a lo lejos, colocaban sobre las vías lo que querían transformar, y salían corriendo con el tiempo suficiente para  ubicarse desde donde pudieran observar sin correr peligro; esperando que el tren pasara para luego ir a recoger la pieza resultante.
    Iban adquiriendo cada vez más confianza en el juego peligroso, y cada vez se arriesgaban más. En una ocasión, la vibración que se produjo en las vías, hizo que una trenza hecha de alambre de cobre en espera de ser aplastada, se deslizara y cayera. El pequeño que la había depositado no quiso perder la oportunidad de ver concretada su obra de arte y corrió a colocar la pieza nuevamente sobre las paralelas. Ésta vez la sujetó con uno de sus pies y allí quedó inmóvil para evitar que se volviera a caer. El maquinista desde lejos avisaba del acercamiento haciendo sonar la bocina, todos salieron despejando el área, todos, menos el testarudo muchacho que hizo caso omiso y se mantuvo inmóvil sosteniendo la pieza con la extremidad hasta el último momento.
    El conductor avisaba con bocinazos repetidos pero las hierbas que bordeaban las vías le impidieron ver con antelación al obcecado niño que continuaba con el pie puesto sobre una de las paralelas. Cuando logró divisarlo ya era demasiado tarde, estaba muy cerca de él. Apretó los frenos con desespero, queriendo lograr que la mole de hierro a alta velocidad se detuviera en seco. 
    Esta vez no era un tren de pasajeros, era un tren cargado de caña para el central azucarero Camilo Cienfuegos, en Matanzas, el que hasta 1959 era conocido como Central Hershey. El azúcar que se producía entonces en ese lugar, era el ingrediente principal empleado para la elaboración de los prestigiosos chocolates de igual nombre en Pennsylvania. Estos trenes se conocían como trenes de carga, siempre pesados, necesitaba de más tiempo y desplazamiento para frenar del todo y, por lo tanto, ésta vez no pudo.
    En los minutos finales la bocina sonaba de manera constante como si el desesperado hombre que manejaba la locomotora se hubiese apoyado sobre ella con todas sus fuerzas. La bestia de hierro impactó y superó a la criatura por varios metros hasta que se detuvo totalmente dejando escapar chispas de los rieles. Sentimos unos gritos terribles, y la gente dejaba lo que estaba haciendo y salía de todas partes a ver lo acontecido.
    El maquinista casi en estado de shock descendió de la cabina corriendo con las manos en la cabeza, fue el primero en llegar a la cuneta seguido por un grupo de vecinos; que encontraron entre las malezas, desangrándose, a un moribundo e incompleto niño; lo tomaron en brazos y despavoridos corrieron con él en busca de un auto. Detrás del herido iba la turba de amigos presenciando su pálida tez y la ausencia de uno de sus pies. Fue trasladado al hospital más cercano donde lo operaron con urgencia.
    Después durante mucho tiempo el miedo estaba latente entre los pequeños, que corrían hacia sus respectivas casas sólo de oír la bocina del tren, y olvidaron la entretención de colocar objetos en las líneas. Aprendieron a ser más conscientes acerca del peligro de aquellos juegos. Pasado algún tiempo el niño se recuperó y trataba de correr junto los demás, cojeando, con un zapato vacío. El trofeo: su pulsera plana con forma de trenza, fue hallada entre las hierbas y se la llevaron al hospital. Ya debe ser un hombre y quizás aún la conserve.