sábado, 22 de agosto de 2015

Juegos de niños

Juegos de Niños


    Mis hijos, como nos pasa a todos, recuerdan su infancia como una época que dejó huellas indelebles en su memoria. En la década de los ochenta los apagones en Cuba eran diarios, seguidos e inesperados; como fue y ha sido por mucho tiempo. Si ocurría cuando el sol aún estaba en su esplendor se hacían más tolerables, y los niños podían jugar en la calle casi sin notar la ausencia de la electricidad; pero si en su defecto ocurría en la noche, entonces yo buscaba una forma de entretenerlos para que no estuvieran jugando fuera de casa en las calles oscuras.
    Después del baño y la comida, cuando llegaba a su fin la esforzada jornada del día, me acostaba con ellos en el cuarto principal y los entretenía con cuentos de mi propia inspiración animados con sombras chinescas: con el quinqué sobre una mesa de noche y aprovechando las sombras que mis manos proyectaban en la pared, procuraba formar siluetas de cualquier animal, persona o cosa útiles en la historia. Me colocaba en una muñeca un pañuelo en forma de corbata para el personaje masculino, y en la otra un lazo o un collar para el femenino. A veces pedían que les repitiera lo narrado, pero si al hacerlo notaban alguna variación, u omitía algún detalle en el que ellos habían puesto atención, me decían: ¡Así no es! Y entonces eran ellos los que terminaban haciendo el cuento.
    No les molestaba que se fuera la luz en el horario nocturno, y yo podía mantenerlos entretenidos. Si se cansaban de escuchar, o mi imaginación se agotaba, se ponían a jugar entre ellos a “las fajasitas”, un juego de manos que al final resultaba siempre el mismo perdedor: el más pequeño. Pero ésto no lo atemorizaba en lo más mínimo para querer retomar el juego en otro momento, planeando la venganza.
    En los ratos que no tenían escuela se juntaban con los muchachos del barrio a jugar, se prestaban las bicicletas, o los patines, e intercambiaban juguetes. Siempre les enseñé que compartieran pues no todos los niños tenían iguales oportunidades, y no me gustaba que ostentaran algo nuevo que le hubiésemos podido conseguir. Debían compartir.
    De todos los artefactos empleados en la diversión la chivichana era la preferida, especie de patineta rústica hecha en la mayoría de los casos de madera y cajas de bola. El bulto de muchachos en shorts y zapatos, aunque no faltaba el osado que andaba en chancletas, se iba para la loma más cercana a tirarse de lo alto y, aprovechando la inclinación, venían disparados en un descenso súbito y adrenalínico, que podía terminar con éxito, pero también con un diente menos, un hueso partido, un dedo molido, o un pedazo de pellejo levantado.
    Las chivichanas se construían, más grandes o más chicas, dependiendo de la cantidad de tablas que se consiguieran, u otro material que sirviera para hacer la base rectangular donde iría un palo con dos ruedas, fijo en la parte de atrás, y una sola rueda delante que se manejaba con un cable u otro palo a modo de timón para lograr el doblaje. Los frenos: una goma en el mismo palo-timón que se pegaba al piso en el momento que se quisiera parar. Aunque también podían ser las suelas de los zapatos del que la conducía, que pegadas con destreza al pavimento lograban la desaceleración. 
    Con una palangana grande de plástico duro como base, construyeron una donde cabía media docena de intrépidos chiquillos, pero no duró mucho. Estos modelos de mayor tamaño escaseaban, y hubiesen podido llamárseles limo-chivichanas. Durante la diversión, en descenso, necesitaban la ayuda de un amiguito que los empujara, y luego se turnaban para que no quedase nadie sin disfrutar del divertido juego sobre el artefacto.
    Otra distracción era amarrar lagartijas a un cordel y usarlas de carnada para sacar las arañas de sus cuevas, o junto con las ranas eran usadas por los que tenían vocación médica. Desempeñando el papel de “pacientes en estado grave” eran estiradas sobre un trozo de madera donde les inyectaban, con jeringas recogidas de la basura, todo tipo de fórmulas hechas con mezclas de materia y líquidos dudosos. Las criaturas pasaban por todos los colores antes de votar los ojos, reventar, o terminar picadas en pedacitos, hecha brebajes que luego daban a sus mascotas para que adquirieran superpoderes.
    Llegó un momento en que pensé se habían extinguido, pues no veía con igual frecuencia a ningún miembro de las dos especies, o quizás adquirieron el conocimiento necesario para esconderse de sus depredadores. Mi madre se extrañaba que al salir al patio en las noches, ya no se le tirara encima ninguna rana haciéndola gritar, y podía salir tranquila sin tener que entrar con rapidez.
    En el afán infantil de buscar diversión en todo, se les ocurrió colocar objetos metálicos: monedas, y alambres, sobre los rieles del tren; para luego esperar el paso de éste y ver convertido cada elemento en piezas sumamente planas con formas curiosas.
    No había una madre que temerosa por los juegos cercanos a la línea no le hubiese leído la cartilla a su hijo. Todos estaban advertidos de lo peligroso de éste actuar, y desde que sentían la bocina del tren a lo lejos, colocaban sobre las vías lo que querían transformar, y salían corriendo con el tiempo suficiente para  ubicarse desde donde pudieran observar sin correr peligro; esperando que el tren pasara para luego ir a recoger la pieza resultante.
    Iban adquiriendo cada vez más confianza en el juego peligroso, y cada vez se arriesgaban más. En una ocasión, la vibración que se produjo en las vías, hizo que una trenza hecha de alambre de cobre en espera de ser aplastada, se deslizara y cayera. El pequeño que la había depositado no quiso perder la oportunidad de ver concretada su obra de arte y corrió a colocar la pieza nuevamente sobre las paralelas. Ésta vez la sujetó con uno de sus pies y allí quedó inmóvil para evitar que se volviera a caer. El maquinista desde lejos avisaba del acercamiento haciendo sonar la bocina, todos salieron despejando el área, todos, menos el testarudo muchacho que hizo caso omiso y se mantuvo inmóvil sosteniendo la pieza con la extremidad hasta el último momento.
    El conductor avisaba con bocinazos repetidos pero las hierbas que bordeaban las vías le impidieron ver con antelación al obcecado niño que continuaba con el pie puesto sobre una de las paralelas. Cuando logró divisarlo ya era demasiado tarde, estaba muy cerca de él. Apretó los frenos con desespero, queriendo lograr que la mole de hierro a alta velocidad se detuviera en seco. 
    Esta vez no era un tren de pasajeros, era un tren cargado de caña para el central azucarero Camilo Cienfuegos, en Matanzas, el que hasta 1959 era conocido como Central Hershey. El azúcar que se producía entonces en ese lugar, era el ingrediente principal empleado para la elaboración de los prestigiosos chocolates de igual nombre en Pennsylvania. Estos trenes se conocían como trenes de carga, siempre pesados, necesitaba de más tiempo y desplazamiento para frenar del todo y, por lo tanto, ésta vez no pudo.
    En los minutos finales la bocina sonaba de manera constante como si el desesperado hombre que manejaba la locomotora se hubiese apoyado sobre ella con todas sus fuerzas. La bestia de hierro impactó y superó a la criatura por varios metros hasta que se detuvo totalmente dejando escapar chispas de los rieles. Sentimos unos gritos terribles, y la gente dejaba lo que estaba haciendo y salía de todas partes a ver lo acontecido.
    El maquinista casi en estado de shock descendió de la cabina corriendo con las manos en la cabeza, fue el primero en llegar a la cuneta seguido por un grupo de vecinos; que encontraron entre las malezas, desangrándose, a un moribundo e incompleto niño; lo tomaron en brazos y despavoridos corrieron con él en busca de un auto. Detrás del herido iba la turba de amigos presenciando su pálida tez y la ausencia de uno de sus pies. Fue trasladado al hospital más cercano donde lo operaron con urgencia.
    Después durante mucho tiempo el miedo estaba latente entre los pequeños, que corrían hacia sus respectivas casas sólo de oír la bocina del tren, y olvidaron la entretención de colocar objetos en las líneas. Aprendieron a ser más conscientes acerca del peligro de aquellos juegos. Pasado algún tiempo el niño se recuperó y trataba de correr junto los demás, cojeando, con un zapato vacío. El trofeo: su pulsera plana con forma de trenza, fue hallada entre las hierbas y se la llevaron al hospital. Ya debe ser un hombre y quizás aún la conserve.

    

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