Hoy cumple años mi hijo más chico.
Es segundo nacido después de una serie de fracasados intentos que siempre
estuvieron a punto de lograrse, uno de ellos bastante avanzado.
Nació prematuro; pesando casi dos
kilos. Era tener en frente la prueba fehaciente de qué tan pequeño podía ser un
feto, y aún así gozar del milagro de la vida. Sorprendida; sentía emoción, pena, y un miedo terrible me escalofriaba el cuerpo. Su delgada piel casi
transparente, sus minúsculos dedos, sus ojos botados y una prominente cabeza
llena de venas me hacían temer del tiempo que pudiera estar entre nosotros.
Se apuró en nacer, y ahora ya
después de casi 30 años, conociéndolo, comprendo que es su naturaleza: “Vivir
el hoy y ahora, sin dejar nada para después”. Se pudiera decir que es su mejor lema de vida.
Horas después de su nacimiento lo llevaron a una incubadora, allí estuvo por 45 días. No le pude dar de mamar pues él no tenía fuerza en la mandíbula y en los músculos de la cara para hacerlo. La leche se me retuvo en los pechos y el dolor era insoportable. No me separé ni un momento de su lado y con la nariz pegada al vidrio vigilaba los movimientos en la sala de cuidados intensivos y todo lo que tuviera que ver con él. No quería irme, ahí estaba mi lugar al lado de mi inmaduro hijo; que luchaba por sobrevivir dentro de aquel aparato, aislado de todo estímulo y afecto, envuelto en un zurrón improvisado con vendas, para evitar que el cuerpo perdiera calor, y con la cabeza llena de agujas.
Yo trataba de extraerme la leche de mis ubres enormes como pelotas, como jamás pensé tenerlas. Que luego era pasada por sondas, a través de la boca del niño, directo a su estómago. Lo veía mejorar y retroceder en el proceso. Un día le quitaban unos tubos, en un insipiente avance, y al siguiente le ponían otros después de detectar un diferente padecimiento o una nueva incapacidad.
Horas después de su nacimiento lo llevaron a una incubadora, allí estuvo por 45 días. No le pude dar de mamar pues él no tenía fuerza en la mandíbula y en los músculos de la cara para hacerlo. La leche se me retuvo en los pechos y el dolor era insoportable. No me separé ni un momento de su lado y con la nariz pegada al vidrio vigilaba los movimientos en la sala de cuidados intensivos y todo lo que tuviera que ver con él. No quería irme, ahí estaba mi lugar al lado de mi inmaduro hijo; que luchaba por sobrevivir dentro de aquel aparato, aislado de todo estímulo y afecto, envuelto en un zurrón improvisado con vendas, para evitar que el cuerpo perdiera calor, y con la cabeza llena de agujas.
Yo trataba de extraerme la leche de mis ubres enormes como pelotas, como jamás pensé tenerlas. Que luego era pasada por sondas, a través de la boca del niño, directo a su estómago. Lo veía mejorar y retroceder en el proceso. Un día le quitaban unos tubos, en un insipiente avance, y al siguiente le ponían otros después de detectar un diferente padecimiento o una nueva incapacidad.
Así pasaron los días con apoyo
familiar que me traía comida y ropa hasta el hospital, haciendo más llevadera la espera del alta del niño. Dormía en la sala contigua en una butaca,
que ya no se atrevían a ocupar si yo no estaba. Cualquier carrera en el
interior del salón con algún neo-nato era suficiente para que mi corazón se
disparara presa del susto, el espanto y la angustia creyendo que aquel trajín tenía que ver con él.
Producto de la escasa estimulación
mis pechos se fueron secando, y cuando ya su mandíbula estaba más fuerte para
mamar, hizo falta buscar una suplente urgente. La ayuda llegó de una mujer
madura de la raza negra que tenía su hija en iguales condiciones que mi hijo. Y
accedió con amabilidad y la mejor de las sonrisas, a realizar la labor que me
hubiese correspondido. Entraba al cubículo inmaculado y esperaba sentada al lado de lacuna que la enfermera le entregara el niño. Luego se lo acercába a
sus pechos: dos enormes bultos como montañas negras, y yo desde afuera veía con
la ternura con que lo acariciaba. En un seno tenía al mío y en el otro a la de ella. No me quedaba otra opción que llorar de la emoción
dando gracias a Dios porque ese pequeño cuerpecito tenía una valentía enorme, y
unas tremendas ganas de vivir.
Cuando las mejoras en su estado de salud se hicieron más consistentes, y viendo que mi preocupación sería celosa, los médicos ya no querían verme más ahí, y me propusieron la entrega del aún delicado paciente, a cambio de prometerles una exhaustiva atención, que remplazara, en lo más cercano posible, la que estaba recibiendo por ellos. En pocas palabras: Si el niño estornudaba había que regresar corriendo. Tenía tantas ganas de tenerlo conmigo que emocionada accedí.
Ya en la casa estaba todo dispuesto pues esos días en el hospital sirvieron para que mi madre y esposo se motorizaran en función de tener todo en orden para la llegada nuestra. Los bidones de agua hervida para el baño, el alcohol, el algodón, las ventanas herméticas para evitar la entrada de los bichos, la fórmula de leche en sustitución de la materna, los aceites para el cuerpo del bebé: nada faltaba. Así fueron los días transcurriendo y su cuerpecito haciéndose cada vez más fuerte. Ya había cumplido el año sin mayores contratiempos, en las consultas de control todo iba marchando bien y el papá se esforzaba buscando la comida en los lugares más inverosímiles y complicados: malanga, pollo, pescado, todo lo que fuera nutritivo y sirviera para el crecimiento de nuestra criatura.
Empezó a adaptarse al círculo infantil, ya había cumplido 15 meses, estaba poco tiempo por día y mi madre se encargaba de su cuidado mientras nosotros, los progenitores, estábamos en nuestros respectivos trabajos.
Cuando las mejoras en su estado de salud se hicieron más consistentes, y viendo que mi preocupación sería celosa, los médicos ya no querían verme más ahí, y me propusieron la entrega del aún delicado paciente, a cambio de prometerles una exhaustiva atención, que remplazara, en lo más cercano posible, la que estaba recibiendo por ellos. En pocas palabras: Si el niño estornudaba había que regresar corriendo. Tenía tantas ganas de tenerlo conmigo que emocionada accedí.
Ya en la casa estaba todo dispuesto pues esos días en el hospital sirvieron para que mi madre y esposo se motorizaran en función de tener todo en orden para la llegada nuestra. Los bidones de agua hervida para el baño, el alcohol, el algodón, las ventanas herméticas para evitar la entrada de los bichos, la fórmula de leche en sustitución de la materna, los aceites para el cuerpo del bebé: nada faltaba. Así fueron los días transcurriendo y su cuerpecito haciéndose cada vez más fuerte. Ya había cumplido el año sin mayores contratiempos, en las consultas de control todo iba marchando bien y el papá se esforzaba buscando la comida en los lugares más inverosímiles y complicados: malanga, pollo, pescado, todo lo que fuera nutritivo y sirviera para el crecimiento de nuestra criatura.
Empezó a adaptarse al círculo infantil, ya había cumplido 15 meses, estaba poco tiempo por día y mi madre se encargaba de su cuidado mientras nosotros, los progenitores, estábamos en nuestros respectivos trabajos.
Una tarde, al regresar de mis
labores, ella me dijo que el niño había estado decaído. Lo toqué y sentí
febril, fuimos corriendo al policlínico y la doctora de turno me dijo que era
una gripe, le indicó lo acostumbrado en ese caso y regresamos a casa. Mis ojos
se pegaron toda la noche a su cuerpo que noté demasiado quieto, le bajaba la
fiebre con compresas de alcohol y agua fría pero sólo duraba fresca unos
segundos su pequeña cabecita volvía a arder con prontitud. Ya amaneciendo expulsó,
sin esfuerzo alguno, un líquido negro por la boca, no puedo decir que fue
vómito porque salió en forma de saliva viscosa y sin esfuerzo formando una mancha gigante en la sábana. No aguanté más; lo
tomé en mis brazos en busca de auxilio y lo sentí desmallado mientras corría.
Atravesé la calle gritando por ayuda y un vecino viéndome desesperada puso en
marcha su jeep destartalado y en cuestión de minutos, a bocinazos, carreras, y
cortes de camino, estábamos entrando al hospital más cercano.
El diagnóstico fue certero a simple
vista. Suerte que ése día estaba la doctora Elisa, maestra de médicos, que con
su ojo clínico sin el resultado de la punción lumbar en mano me dijo: Meningoencefalitis bacteriana. Ahora esperaríamos saber a qué bacteria para
proceder.
Gracias a su expertise, no esperó el resultado y le colocó un bulbo de antibiótico para que fuera haciendo efecto. Uno llamado Rocephin, exclusivo para eso, que sólo lo había en hospitales militares, y por suerte éste era uno de ellos. Pasadas unas horas ya estaba en su poder la prueba definitoria era: Meningoencefalitis bacteriana a Haemophilus influenzae. Bacteria sumamente agresiva.
Gracias a su expertise, no esperó el resultado y le colocó un bulbo de antibiótico para que fuera haciendo efecto. Uno llamado Rocephin, exclusivo para eso, que sólo lo había en hospitales militares, y por suerte éste era uno de ellos. Pasadas unas horas ya estaba en su poder la prueba definitoria era: Meningoencefalitis bacteriana a Haemophilus influenzae. Bacteria sumamente agresiva.
Ya no salimos más de ahí por largos
e interminables días. Nuevamente pegada a su lado, me aseaba en el baño de la sala con un vaso
plástico y malamente comía, pues el miedo de que
algo pudiera pasar en su delicado estado de salud, estaba latente y el personal lo atendía sin darme muchos detalle cada vez que preguntaba.
Tuvo comprometimiento cerebral según me explicaron los médicos después. Las meníngeas de su cerebro se hincharon debido al humor que producía la bacteria, que invadía y se reproducía asombrosamente rápido. Se le bloquearon las respuestas a todos los estímulos. Su cuerpo, que apenas empezaba a progresar de la prematuridad, se trastocó flaco, la piel seca, y los labios agrietados, producto de la deshidratación a que lo sometían para bajar el edema cerebral producido por la enfermedad.
Un médico, el jefe de sala, llegó una mañana a preguntar con un tono insensible y una mirada desde arriba : _ ¿Cómo usted lo ve?
Yo no podía dar una respuesta basada en mis conocimientos de medicina, pero basada en mis deseos, contesté fría y asustadamente: _ Bien.
A lo que él agregó: _ ¿Bien? ¿Sabe usted que es una meningoencefalitis?
Permanecí callada y temblando, Él continuó: _ Es como si cogiera una lata de leche condensada y la abriera por la mitad, así tiene su hijo el cerebro.
Me contuve las lágrimas y la impotencia, saqué fuerzas de no sé dónde y le contesté: _ Yo lo veo bien -demostrando que no me importaba lo que dijera. No quise dar mi brazo a torcer ante su indolencia. Serían, además, las ganas que tenía de que el niño saliera de todo y se recuperara.
Tuvo comprometimiento cerebral según me explicaron los médicos después. Las meníngeas de su cerebro se hincharon debido al humor que producía la bacteria, que invadía y se reproducía asombrosamente rápido. Se le bloquearon las respuestas a todos los estímulos. Su cuerpo, que apenas empezaba a progresar de la prematuridad, se trastocó flaco, la piel seca, y los labios agrietados, producto de la deshidratación a que lo sometían para bajar el edema cerebral producido por la enfermedad.
Un médico, el jefe de sala, llegó una mañana a preguntar con un tono insensible y una mirada desde arriba : _ ¿Cómo usted lo ve?
Yo no podía dar una respuesta basada en mis conocimientos de medicina, pero basada en mis deseos, contesté fría y asustadamente: _ Bien.
A lo que él agregó: _ ¿Bien? ¿Sabe usted que es una meningoencefalitis?
Permanecí callada y temblando, Él continuó: _ Es como si cogiera una lata de leche condensada y la abriera por la mitad, así tiene su hijo el cerebro.
Me contuve las lágrimas y la impotencia, saqué fuerzas de no sé dónde y le contesté: _ Yo lo veo bien -demostrando que no me importaba lo que dijera. No quise dar mi brazo a torcer ante su indolencia. Serían, además, las ganas que tenía de que el niño saliera de todo y se recuperara.
Cuando el insensible médico, y militar, jefe
de la sala, salió y nos dejó solos. Me acerqué al oído del niño y le dije: _Tienes que ponerte bien. En la casa están: abuelita, papá y tu hermano
esperándote. Hay juguetes lindos y comidita “ica”. No vas a ir al círculo
infantil por mucho tiempo y vas a estar conmigo en casa para jugar y pasear. Voy a estar contigo para cuidarte.
No creo que me haya oído pues el coma cerebral que lo tenía sumido en ese profundo sueño era suficiente para aislarlo, como estaba, del mundo exterior. Estoy segura que no me oyó absolutamente nada; pero sí creo que quien me oyó fue su ángel de la guarda, ¡quién si no! Que llorando, como lo estaba yo, subió a la puerta de los cielos y le pidió a San Pedro una segunda oportunidad para el pequeño, advirtiéndole que no podía negarse a su pedido, pues en vez de uno iban a ser dos. No creo que yo hubiera soportado el dolor, no lo superaría. Me senté al lado de su cama, tomé su mano durante todo el día y no aparté los ojos de él, esperando una simple respuesta ante mis caricias que me hiciera gritar de alegría.
El insensible jefe de la sala, el mismo día que en pocas y desatinadas palabras me hizo saber lo que era esa enfermedad, esperó la hora de la visita y le dijo a mi esposo que trajera o encargara ropas, pues el niño no iba a pasar de ésa noche. Recuerdo que cuando dejaron entrar a mi esposo hasta el umbral del salón de terapia, nos comunicamos de lejos, y pude ver que tenía los ojos rasgados, parecía chino, de tanto llorar. No me dijo nada en ese momento para no opacar mi positivismo, pero de todas formas intuí que algo le habían dicho. Yo tenía la certeza que vería al niño correr nuevamente, y se lo hice saber.
No creo que me haya oído pues el coma cerebral que lo tenía sumido en ese profundo sueño era suficiente para aislarlo, como estaba, del mundo exterior. Estoy segura que no me oyó absolutamente nada; pero sí creo que quien me oyó fue su ángel de la guarda, ¡quién si no! Que llorando, como lo estaba yo, subió a la puerta de los cielos y le pidió a San Pedro una segunda oportunidad para el pequeño, advirtiéndole que no podía negarse a su pedido, pues en vez de uno iban a ser dos. No creo que yo hubiera soportado el dolor, no lo superaría. Me senté al lado de su cama, tomé su mano durante todo el día y no aparté los ojos de él, esperando una simple respuesta ante mis caricias que me hiciera gritar de alegría.
El insensible jefe de la sala, el mismo día que en pocas y desatinadas palabras me hizo saber lo que era esa enfermedad, esperó la hora de la visita y le dijo a mi esposo que trajera o encargara ropas, pues el niño no iba a pasar de ésa noche. Recuerdo que cuando dejaron entrar a mi esposo hasta el umbral del salón de terapia, nos comunicamos de lejos, y pude ver que tenía los ojos rasgados, parecía chino, de tanto llorar. No me dijo nada en ese momento para no opacar mi positivismo, pero de todas formas intuí que algo le habían dicho. Yo tenía la certeza que vería al niño correr nuevamente, y se lo hice saber.
Mi madre por su parte, en el
barrio, hablaba con los vecinos del tema y todos se unían en cadenas de oración
desde sus respectivas religiones haciendo las más grandes súplicas por la
salvación del infante. A escondida de los médicos me hizo llegar, para que
colocara en la cabecera del niño, un patico amarillo de juguete previamente
“trabajado” por una santera amiga y vecina. Las súplicas por su recuperación
salieron disparadas, oportunas y con fe, hacia todos los santos y dioses
conocidos.
Había que transfundirlo, esta
bacteria era capaz de reproducirse con mucha facilidad y comerse los glóbulos
rojos. En el banco de sangre del recinto hospitalario no había sangre de su
grupo en existencia. Era ya la madrugada y los signos vitales mostraron de forma súbita ir en picada. El médico que estaba a cargo, que después resultó
ser un gran amigo, me dijo: _ Yo tengo el mismo grupo de sangre del niño y
estoy sano, si me permites le transfundo directamente, pero tiene que ser
secreto en secreto, eso tiene que quedar entre nosotros. No está permitido hacer eso, pero es la única opción.
Confié en el, mí desespero no me
dejaba alternativa: y sucedió. Las enfermeras, cómplices también, sin hablar
manipulaban lo necesario y dispusieron todo para hacer rápido el proceso.
Terminado éste el mismo médico aumentó la dosis de antibióticos, y en pocas
horas los instrumentos de monitoreo señalaban una mejoría. En la mañana
siguiente un color rosado regresaba a su rostro, y en pocas horas más fue
viéndose una recuperación más generalizada. La toma cerebral no cedió hasta pasado
catorce días, y a los cuarenta y cinco salíamos triunfantes por la puerta del
hospital nuevamente rumbo a casa.
Hoy cumple su vigésimo octavo aniversario y cada año recuerdo ésos días como el proceso de su nacimiento más que el que el sufrido de forma prematura al abandonar mi vientre o, posterior, al salir de la incubadora.
Hoy cumple su vigésimo octavo aniversario y cada año recuerdo ésos días como el proceso de su nacimiento más que el que el sufrido de forma prematura al abandonar mi vientre o, posterior, al salir de la incubadora.
Ese día que le hablé al oído y le
supliqué por mejora, no me escuchó por su estado de inconsciencia. Hoy fuma más
de una cajetilla por día y, estando consciente, tampoco escucha mis súplicas
cuando le pido que lo deje, cuando le recuerdo lo prematuro que fueron sus
pulmones, cuando le menciono lo delicado que estuvo de salud y le recuerdo la
gravedad que superó.
Pero ya es un hombre y yo sueno
repetitiva. Hoy le tenemos un cake y vamos a hacer una ceremonia sencilla para
celebrar su cumpleaños. Estaremos todos juntos, al menos los que estamos acá, reunidos en familia, celebrando, como siempre queremos.
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