Hernán y el puerco (Cuento basado en las vicisitudes de un chancho para morir).
Eran varios hermanos de despreocupado vivir que al estar rodeados de aves de corral y las deposiciones de éstos, les decían los Pollinos. En su mayoría hombres, y una mujer; Azucena, que se esforzaba sin lograrlo por mantener el orden y la limpieza, si así se le podía llamar a lo que resultaba de su constante esfuerzo después del ir y venir, con los zapatos sucios y el mínimo cuidado, de los demás integrantes de la casa. Los recuerdo discutiendo siempre, y expulsando las más diversas palabras obscenas, desde las genéricas hasta las más ocurrentes e impensables combinaciones.
Las ventanas de la casa, que alguna vez fue bella, estaban incompletas. Algún que otro cristal se apreciaba en forma de travesaño desafiante a los embates de todo tipo y a la ley de gravedad, haciendo el esfuerzo por mantenerse sobre la última grampa sobreviviente que esperaba agonizante caer de un momento a otro, con cristal y todo, al suelo y al olvido; sin ser jamás reemplazados. Y donde al bajar el sol las gallinas iban a posarse para dormir. La puerta de la casa permanecería abierta todo el tiempo, primeramente porque en ella no había nada de valor que pudiera sustraerse, y por otro lado porque era una responsabilidad gigantesca para cualquiera de ellos conservar una llave. Era la casa más destartalada de la cuadra. Las paredes exteriores estaban carentes de pintura y mostraban un color que alguna vez fue terracota, tan desteñido que parecía rosado.
Desde hacía mucho era época de escasez y aún así, por lo general, la gente cuidaba con esmero sus fachadas y jardines. Pintaban sus casas con lechada de colores, y hacían que el jardinero del barrio tuviera su agenda tan ocupada, que hubiese despertado la envidia de cualquier galeno, en un barrio donde a la misma hora despertaban la hospitalidad y el sol, proliferando las plantas y no las enfermedades.
Fue un reparto residencial esplendoroso antes de los 50. Inicialmente conocido como Bahía Textil o Bahía Comercial, pero después del triunfo de la revolución, en 1960, se le atribuyó el nombre de “Reparto Antonio Guiteras”, nombrado así en honor al mártir revolucionario.
Una de las cosas pintorescas del lugar siempre ha sido el tren eléctrico que hasta hoy se conserva, con la particularidad moderna de tener vagones destinados al turismo del primer mundo. El tren cruza entre las calles 12 y 13, pasando un pequeño puente debajo de la Vía Blanca, y realizando el trayecto entre La Habana y Matanzas. Tiene un paradero ubicado a unos metros de la que fue mi casa con el nombre de “Bahía”. Recuerdos inagotables del barrio donde crecí, afloraron en mi mente trayendo nostalgia con sólo escuchar aquel nombre conocido esa mañana.
De todos es sabido que al cubano le gusta tener un pedacito de puerco asado para compartir en familia en la cena del 31, sin embargo, producto del “período especial”; para que no fallase esta tradición, muchos criaban un cerdo durante el transcurso del año en el espacio de que dispusiera. Un pedazo de patio era la mejor opción, pues cualquier pestilencia generada por el animal se la llevada el viento a través del vecindario sin que se pudiese hallar culpable por ello, y de la que no podíamos huir pues las altas temperaturas durante la mayor parte del tiempo, hacía imposible cerrar las ventanas. Si se decidía tener el animal en un pequeño apartamento se ocupaba la bañadera, pues así el marrano se criaba en un espacio reducido permitiéndole crecer y engordar con rapidez, a la par que el área se mantenía limpia por estar la instalación del agua al alcance de la mano, además del jabón y el cepillo que se usaban para evitar la propagación del olor. Muchas veces el cerdo podía creer que se le daba tratamiento de turista en spa, ya que el champú familiar era ocupado también en su aseo, pero nada más cerca de estar equivocado.
Hernán, no era la excepción. Con mucho esfuerzo había logrado criar un puerquito por casi un año, echándole el sancocho que recolectaba de puerta en puerta por la vecindad, proveniente de lo poco que la gente botaba. La situación de carencia no dejaba holgura en las familias cubanas en ningún aspecto, y mucho menos en el ámbito alimenticio como para permitirse desechar.
Se puede decir que el cabizbajo cuadrúpedo del vecino estaba a dieta estricta, debido a su condición de vivir amarrado a la mata de coco del patio de la casa, con una soga corta para reducirle el desplazamiento y hacer que engordara Todo lo que engullía nunca resultaba suficiente. El terreno a su alrededor se hallaba pelado y su hocico polvoriento buscaba constantemente algo comestible en el perímetro. No existía una hierba, que osase salir, que el animalito hambriento no comiera como el más exquisito manjar. A diferencia de los de su especie que pueden llegar a comer de todo en abundancia, incluso carne,y disfrutar de una vida libre y activa. Cosa que no pasaba en Cuba pues allá puerco suelto no es puerco de nadie.
El abnegado dueño mantenía en un terreno frente de su casa una insipiente siembra de la que recolectaba lo que hubiese vuelto a aflorar después del paso de los destructores niños del barrio que, en continuadas ocasiones, se ensañaban con los tiernos brotes cogiéndolos como municiones para sus efímeras batallas. Todo lo que creyera nutritivo recogía el vecino para el consumo del insaciable espécimen con el afán de tenerlo “listo” para la festividad: una tierna mazorca de maíz, algún que otro cebollino, y boniatos con hojas y todo, eran arrancados de forma prematura, y así el sembrado quedaba devastado nuevamente.
Cuando llegó la mañana del último día de diciembre, la hermana baldeaba el portal para quitar las cacas de gallinas mientras escuchaba boleros en la radio con el volumen a todo dar, obligándonos a apagar el nuestro. Ella trataba de seguir la música cantando de forma discordante pero con tanta vehemencia que yo, que escuchaba, casi llegué a creer que el que se equivocaba era el artista.
Hernán, con la ayuda de sus hermanos, se daba a la tarea de preparar todo para la matanza. Ahora me esfuerzo en recordar el nombre del resto de los hombres, y no lo consigo, ya que entre ellos se atribuían cualquier palabra obscena como nombre propio, o llamaban doctor al único que logró estudiar y hacerse técnico en enfermería. En una oportunidad oí cómo lo insultaban reprochándole que los años de trabajo en el hospital no le habían servido para hacerse doctor, y le recordaban: _ “Tantos años de enfermero y no eres ni médico”- como si la experiencia en la profesión que practicaba, fuera suficiente para lograr ostentar el elevado título facultativo.
Como parte indispensable de la preparación pusieron a hervir agua en una caldera grande sobre algunas brazas de leña, agua que no parecía llegar nunca al punto de ebullición debido al viento y a lo escaso del combustible. Contrario a lo ocurrido con la olla a presión que tenían sobre la lumbre ablandando los frijoles de la cena, que por haber estado desatendida mucho tiempo, explotó. Mi vecino sobresaltado llamó a gritos a su hijo y le dijo:
_ ¡Hernancito! ¡¿Tu vas pa´Guanabacoa?!- Haciendo referencia a un pueblo cercano, como a unos ocho kilómetros de allí. Muy famoso por sus creencias y prácticas de santería; que nada tiene que ver en ésta historia, y por ser la cuna de artistas de renombre internacional como: Ernesto Lecuona, Rita Montaner, e Ignacio Villa (Bola de nieve), entre otros.
_ ¡Sí, papá, porqué!- respondió el hijo gritando de igual manera, lo que permitía que pudiéramos escuchar al detalle toda la conversación desde nuestra casa.
_ ¡Ah, bueno! Es para que mires a ver si la válvula, de ésta olla de mierda cayó por allá - Y concluyó difamando en contra de la santa virgen, mientras se las agenciaba con un palo para sacar del fuego la ennegrecida olla, con la tapa retorcida y toda llena de frijoles.
Mientras el agua trataba de hervir, mi vecino ultimaba detalles para la matanza. Recogió una piedra rugosa del patio, la mojó, y comenzó a amolar un enmohecido cuchillo con el que daría la estocada mortífera al condenado animal. El artefacto estaba tan oxidado que de no morir por la cuchillada, y continuar con vida, seguramente moriría de tétanos. El bullicio que formaban, él y sus hermanos, nos hacía estar expectantes de lo que acontecía pues cada acción que realizaban se sabía de antemano a golpe de gritos y palabrotas, era la forma usual que tenían para comunicarse, colaborarse y ultimar los detalles de la operación.
Azucena que se afanaba con la limpieza a fondo para cuando el año nuevo iniciase estuviera todo limpio y entraran buenas vibras a la casa. Se quejó que al ir a limpiar el inodoro éste no descargó de forma adecuada, estaba tupido, y pidió de favor a su sobrino Hernancito que viniera a socorrerla.
El joven fue de mala gana y discutieron. Enseguida se armó una trifulca en busca del culpable por el mal funcionamiento del retrete y Hernán, que no tenía mucha paciencia, dejó lo que estaba haciendo y entró diciendo:
_ ¡A ver! ¿Qué es lo que pasa? ¿Cuál es el brete?
_ Que no descarga el baño. Siempre es igual, no cuidan nada- Decía Azucena vociferando indignada, y con razón, por lo desconsiderado de los hombres de la casa.
_ ¡Espérate, tú va´ver!- Dijo Hernán con gestos diligentes, llevando consigo desde el patio una barreta. Segundos después se escucharon unos fuertes golpes, hasta que el ruido de apariencia destructiva cesó, y escuché de nuevo al vecino decir:
_ ¡Ya, ahora sí! Ahora sí descarga. Que tenga cuidado el que se siente, no se vaya por el hueco.
El resuelto hermano había dado solución al problema a su manera. Desfondó el retrete haciendo un profundo hoyo en la parte interna de la pieza de cerámica._ “Ahora sí no volverá a tupirse”- aclaró. Dejando a su hermana tan estupefacta como descontenta y rabiosa, en la contemplación del profundo hoyo negro, y propinándole los más diversos atributos obscenos que, aunque fueron muchos y merecidos, no fueron suficientes para distraerlo y evitar que regresara de nuevo al patio a retomar su labor que consideraba el objetivo principal del día.
Planificó con tiempo cómo llevar a cabo el sacrificio, ya tenía pensado dar un mandarriazo certero y aturdidor al marrano en el mismo medio de la frente, y cuando llegó el momento de tomar la mandarria, aún con la ayuda de sus hermanos y después de buscar por todas partes, fue imposible hallarla; en su defecto agarró el martillo, como decimos en nuestra tierra: “A falta de pan casabe”.
El marrano, aún carente de una buena y adecuada alimentación; que me atrevo a decir: necesitaba un conveniente cuidado por unos seis meses más para alcanzar su peso ideal. Ya poseía la inteligencia suficiente para intuir lo que se avecinaba; e inquieto y desesperado, daba vueltas sin parar alrededor de la mata como si quisiera abrir el suelo y cruzar al otro extremo del globo terráqueo. Creo que, al menos en Cuba, ya están preparados genéticamente para reconocer un arma mortal o interpretar la expresión corporal de quien se le acerca con instintos criminales.
En el momento que creyó conveniente, Hernán tomó el martillo, caminó los escasos pasos que lo separaban del animal, y sin dudarlo se abalanzó sobre él para darle un martillazo en la frente; pero falló el golpe en el lugar idóneo, abollándole la cabeza por un lado. El puerco gritaba aún más, tratando de huir, queriendo partir la soga que a pesar de no ser muy gruesa resistía su escasa corpulencia. Los hermanos asustados no ayudaban en nada y se empujaban para abrirse paso y no presenciar la escena, mientras el matador buscaba cooperación en el menos indicado: el magullado animal.
_ ¡Espérate ahí, estate quieto, párate! – decía al escurridizo-Y tiraba martillazos a diestra y siniestra, acertando unas veces y otras no, deformándole la cabeza.
Hasta la mata de coco agarró golpes de vez en cuando, remeciéndose y esparciendo astillas. Al fin la víctima cayó rendida, machacada y agitada. Momento que aprovechó su victimario y con el cuchillo oxidado, y mucha dificultad por las manos temblorosas de la actividad, le dio la puñalada de gracia por donde sus conocimientos anatómicos le indicaban debía estar el corazón.
El marrano cayó aparentemente muerto. Entre todos los hermanos lo levantaron del suelo ensangrentado, acomodaron en un improvisado mesón de madera sobre unos tanques, y comenzaron a echarle por encima el agua que creyeron tener a punto de ebullición. El animal en su casi-muerte se contorsionaba tratando de incorporarse, a pesar de sus pocas fuerzas; y gritaba apagadamente dejando escuchar un desgarrador sonido gargajeante ahogado en sangre, mientras ellos se turnaban para pelarle el pellejo con el enmohecido cuchillo. Hasta que al fin murió: de la puñalada, el calor del agua, o la combinación de todo. Lo vimos ponerse azul mientras exhalaba el último suspiro.
Yo controlé la tristeza y la desesperación, juré que no comería puerco nunca más. Mis hijos estuvieron pegados a la cerca divisoria entre las dos casas todo el tiempo, atentos al suceso. Mi mamá les decía que entraran, que no estuvieran viendo eso; pero la curiosidad los vencía y aunque tapaban sus caras con las manos, abrían pequeñas rendijas entre los dedos para no perderse los pormenores. Los veía brincar de exaltación y huir de la escena por instantes, comentando en su inocencia infantil que el puerquito saldría corriendo en cualquier momento y se salvaría, pero al ver después de un rato que el verdugo ganó la batalla, se fueron a jugar sin hacer preguntas.
No sé qué tiempo pasó para que rompiera mi promesa, creo que fue ya entrada la noche, cuando empezaron a salir los olores de la cocina nuestra, que mi pena se fue disipando. Mi madre anunció que estaba todo listo. Mi hermana y yo preparamos la mesa donde nos sentamos todos a disfrutar en familia de la luchada y rebuscada cena, para que al menos en la noche del 31, última noche de diciembre, no faltase como en toda mesa cubana: arroz congrí, o arroz y frijoles negros, yuca con mojo, plátanos maduros fritos, ensalada y carne de puerco asada.
Las ventanas de la casa, que alguna vez fue bella, estaban incompletas. Algún que otro cristal se apreciaba en forma de travesaño desafiante a los embates de todo tipo y a la ley de gravedad, haciendo el esfuerzo por mantenerse sobre la última grampa sobreviviente que esperaba agonizante caer de un momento a otro, con cristal y todo, al suelo y al olvido; sin ser jamás reemplazados. Y donde al bajar el sol las gallinas iban a posarse para dormir. La puerta de la casa permanecería abierta todo el tiempo, primeramente porque en ella no había nada de valor que pudiera sustraerse, y por otro lado porque era una responsabilidad gigantesca para cualquiera de ellos conservar una llave. Era la casa más destartalada de la cuadra. Las paredes exteriores estaban carentes de pintura y mostraban un color que alguna vez fue terracota, tan desteñido que parecía rosado.
Desde hacía mucho era época de escasez y aún así, por lo general, la gente cuidaba con esmero sus fachadas y jardines. Pintaban sus casas con lechada de colores, y hacían que el jardinero del barrio tuviera su agenda tan ocupada, que hubiese despertado la envidia de cualquier galeno, en un barrio donde a la misma hora despertaban la hospitalidad y el sol, proliferando las plantas y no las enfermedades.
Fue un reparto residencial esplendoroso antes de los 50. Inicialmente conocido como Bahía Textil o Bahía Comercial, pero después del triunfo de la revolución, en 1960, se le atribuyó el nombre de “Reparto Antonio Guiteras”, nombrado así en honor al mártir revolucionario.
Una de las cosas pintorescas del lugar siempre ha sido el tren eléctrico que hasta hoy se conserva, con la particularidad moderna de tener vagones destinados al turismo del primer mundo. El tren cruza entre las calles 12 y 13, pasando un pequeño puente debajo de la Vía Blanca, y realizando el trayecto entre La Habana y Matanzas. Tiene un paradero ubicado a unos metros de la que fue mi casa con el nombre de “Bahía”. Recuerdos inagotables del barrio donde crecí, afloraron en mi mente trayendo nostalgia con sólo escuchar aquel nombre conocido esa mañana.
De todos es sabido que al cubano le gusta tener un pedacito de puerco asado para compartir en familia en la cena del 31, sin embargo, producto del “período especial”; para que no fallase esta tradición, muchos criaban un cerdo durante el transcurso del año en el espacio de que dispusiera. Un pedazo de patio era la mejor opción, pues cualquier pestilencia generada por el animal se la llevada el viento a través del vecindario sin que se pudiese hallar culpable por ello, y de la que no podíamos huir pues las altas temperaturas durante la mayor parte del tiempo, hacía imposible cerrar las ventanas. Si se decidía tener el animal en un pequeño apartamento se ocupaba la bañadera, pues así el marrano se criaba en un espacio reducido permitiéndole crecer y engordar con rapidez, a la par que el área se mantenía limpia por estar la instalación del agua al alcance de la mano, además del jabón y el cepillo que se usaban para evitar la propagación del olor. Muchas veces el cerdo podía creer que se le daba tratamiento de turista en spa, ya que el champú familiar era ocupado también en su aseo, pero nada más cerca de estar equivocado.
Hernán, no era la excepción. Con mucho esfuerzo había logrado criar un puerquito por casi un año, echándole el sancocho que recolectaba de puerta en puerta por la vecindad, proveniente de lo poco que la gente botaba. La situación de carencia no dejaba holgura en las familias cubanas en ningún aspecto, y mucho menos en el ámbito alimenticio como para permitirse desechar.
Se puede decir que el cabizbajo cuadrúpedo del vecino estaba a dieta estricta, debido a su condición de vivir amarrado a la mata de coco del patio de la casa, con una soga corta para reducirle el desplazamiento y hacer que engordara Todo lo que engullía nunca resultaba suficiente. El terreno a su alrededor se hallaba pelado y su hocico polvoriento buscaba constantemente algo comestible en el perímetro. No existía una hierba, que osase salir, que el animalito hambriento no comiera como el más exquisito manjar. A diferencia de los de su especie que pueden llegar a comer de todo en abundancia, incluso carne,y disfrutar de una vida libre y activa. Cosa que no pasaba en Cuba pues allá puerco suelto no es puerco de nadie.
El abnegado dueño mantenía en un terreno frente de su casa una insipiente siembra de la que recolectaba lo que hubiese vuelto a aflorar después del paso de los destructores niños del barrio que, en continuadas ocasiones, se ensañaban con los tiernos brotes cogiéndolos como municiones para sus efímeras batallas. Todo lo que creyera nutritivo recogía el vecino para el consumo del insaciable espécimen con el afán de tenerlo “listo” para la festividad: una tierna mazorca de maíz, algún que otro cebollino, y boniatos con hojas y todo, eran arrancados de forma prematura, y así el sembrado quedaba devastado nuevamente.
Cuando llegó la mañana del último día de diciembre, la hermana baldeaba el portal para quitar las cacas de gallinas mientras escuchaba boleros en la radio con el volumen a todo dar, obligándonos a apagar el nuestro. Ella trataba de seguir la música cantando de forma discordante pero con tanta vehemencia que yo, que escuchaba, casi llegué a creer que el que se equivocaba era el artista.
Hernán, con la ayuda de sus hermanos, se daba a la tarea de preparar todo para la matanza. Ahora me esfuerzo en recordar el nombre del resto de los hombres, y no lo consigo, ya que entre ellos se atribuían cualquier palabra obscena como nombre propio, o llamaban doctor al único que logró estudiar y hacerse técnico en enfermería. En una oportunidad oí cómo lo insultaban reprochándole que los años de trabajo en el hospital no le habían servido para hacerse doctor, y le recordaban: _ “Tantos años de enfermero y no eres ni médico”- como si la experiencia en la profesión que practicaba, fuera suficiente para lograr ostentar el elevado título facultativo.
Como parte indispensable de la preparación pusieron a hervir agua en una caldera grande sobre algunas brazas de leña, agua que no parecía llegar nunca al punto de ebullición debido al viento y a lo escaso del combustible. Contrario a lo ocurrido con la olla a presión que tenían sobre la lumbre ablandando los frijoles de la cena, que por haber estado desatendida mucho tiempo, explotó. Mi vecino sobresaltado llamó a gritos a su hijo y le dijo:
_ ¡Hernancito! ¡¿Tu vas pa´Guanabacoa?!- Haciendo referencia a un pueblo cercano, como a unos ocho kilómetros de allí. Muy famoso por sus creencias y prácticas de santería; que nada tiene que ver en ésta historia, y por ser la cuna de artistas de renombre internacional como: Ernesto Lecuona, Rita Montaner, e Ignacio Villa (Bola de nieve), entre otros.
_ ¡Sí, papá, porqué!- respondió el hijo gritando de igual manera, lo que permitía que pudiéramos escuchar al detalle toda la conversación desde nuestra casa.
_ ¡Ah, bueno! Es para que mires a ver si la válvula, de ésta olla de mierda cayó por allá - Y concluyó difamando en contra de la santa virgen, mientras se las agenciaba con un palo para sacar del fuego la ennegrecida olla, con la tapa retorcida y toda llena de frijoles.
Mientras el agua trataba de hervir, mi vecino ultimaba detalles para la matanza. Recogió una piedra rugosa del patio, la mojó, y comenzó a amolar un enmohecido cuchillo con el que daría la estocada mortífera al condenado animal. El artefacto estaba tan oxidado que de no morir por la cuchillada, y continuar con vida, seguramente moriría de tétanos. El bullicio que formaban, él y sus hermanos, nos hacía estar expectantes de lo que acontecía pues cada acción que realizaban se sabía de antemano a golpe de gritos y palabrotas, era la forma usual que tenían para comunicarse, colaborarse y ultimar los detalles de la operación.
Azucena que se afanaba con la limpieza a fondo para cuando el año nuevo iniciase estuviera todo limpio y entraran buenas vibras a la casa. Se quejó que al ir a limpiar el inodoro éste no descargó de forma adecuada, estaba tupido, y pidió de favor a su sobrino Hernancito que viniera a socorrerla.
El joven fue de mala gana y discutieron. Enseguida se armó una trifulca en busca del culpable por el mal funcionamiento del retrete y Hernán, que no tenía mucha paciencia, dejó lo que estaba haciendo y entró diciendo:
_ ¡A ver! ¿Qué es lo que pasa? ¿Cuál es el brete?
_ Que no descarga el baño. Siempre es igual, no cuidan nada- Decía Azucena vociferando indignada, y con razón, por lo desconsiderado de los hombres de la casa.
_ ¡Espérate, tú va´ver!- Dijo Hernán con gestos diligentes, llevando consigo desde el patio una barreta. Segundos después se escucharon unos fuertes golpes, hasta que el ruido de apariencia destructiva cesó, y escuché de nuevo al vecino decir:
_ ¡Ya, ahora sí! Ahora sí descarga. Que tenga cuidado el que se siente, no se vaya por el hueco.
El resuelto hermano había dado solución al problema a su manera. Desfondó el retrete haciendo un profundo hoyo en la parte interna de la pieza de cerámica._ “Ahora sí no volverá a tupirse”- aclaró. Dejando a su hermana tan estupefacta como descontenta y rabiosa, en la contemplación del profundo hoyo negro, y propinándole los más diversos atributos obscenos que, aunque fueron muchos y merecidos, no fueron suficientes para distraerlo y evitar que regresara de nuevo al patio a retomar su labor que consideraba el objetivo principal del día.
Planificó con tiempo cómo llevar a cabo el sacrificio, ya tenía pensado dar un mandarriazo certero y aturdidor al marrano en el mismo medio de la frente, y cuando llegó el momento de tomar la mandarria, aún con la ayuda de sus hermanos y después de buscar por todas partes, fue imposible hallarla; en su defecto agarró el martillo, como decimos en nuestra tierra: “A falta de pan casabe”.
El marrano, aún carente de una buena y adecuada alimentación; que me atrevo a decir: necesitaba un conveniente cuidado por unos seis meses más para alcanzar su peso ideal. Ya poseía la inteligencia suficiente para intuir lo que se avecinaba; e inquieto y desesperado, daba vueltas sin parar alrededor de la mata como si quisiera abrir el suelo y cruzar al otro extremo del globo terráqueo. Creo que, al menos en Cuba, ya están preparados genéticamente para reconocer un arma mortal o interpretar la expresión corporal de quien se le acerca con instintos criminales.
En el momento que creyó conveniente, Hernán tomó el martillo, caminó los escasos pasos que lo separaban del animal, y sin dudarlo se abalanzó sobre él para darle un martillazo en la frente; pero falló el golpe en el lugar idóneo, abollándole la cabeza por un lado. El puerco gritaba aún más, tratando de huir, queriendo partir la soga que a pesar de no ser muy gruesa resistía su escasa corpulencia. Los hermanos asustados no ayudaban en nada y se empujaban para abrirse paso y no presenciar la escena, mientras el matador buscaba cooperación en el menos indicado: el magullado animal.
_ ¡Espérate ahí, estate quieto, párate! – decía al escurridizo-Y tiraba martillazos a diestra y siniestra, acertando unas veces y otras no, deformándole la cabeza.
Hasta la mata de coco agarró golpes de vez en cuando, remeciéndose y esparciendo astillas. Al fin la víctima cayó rendida, machacada y agitada. Momento que aprovechó su victimario y con el cuchillo oxidado, y mucha dificultad por las manos temblorosas de la actividad, le dio la puñalada de gracia por donde sus conocimientos anatómicos le indicaban debía estar el corazón.
El marrano cayó aparentemente muerto. Entre todos los hermanos lo levantaron del suelo ensangrentado, acomodaron en un improvisado mesón de madera sobre unos tanques, y comenzaron a echarle por encima el agua que creyeron tener a punto de ebullición. El animal en su casi-muerte se contorsionaba tratando de incorporarse, a pesar de sus pocas fuerzas; y gritaba apagadamente dejando escuchar un desgarrador sonido gargajeante ahogado en sangre, mientras ellos se turnaban para pelarle el pellejo con el enmohecido cuchillo. Hasta que al fin murió: de la puñalada, el calor del agua, o la combinación de todo. Lo vimos ponerse azul mientras exhalaba el último suspiro.
Yo controlé la tristeza y la desesperación, juré que no comería puerco nunca más. Mis hijos estuvieron pegados a la cerca divisoria entre las dos casas todo el tiempo, atentos al suceso. Mi mamá les decía que entraran, que no estuvieran viendo eso; pero la curiosidad los vencía y aunque tapaban sus caras con las manos, abrían pequeñas rendijas entre los dedos para no perderse los pormenores. Los veía brincar de exaltación y huir de la escena por instantes, comentando en su inocencia infantil que el puerquito saldría corriendo en cualquier momento y se salvaría, pero al ver después de un rato que el verdugo ganó la batalla, se fueron a jugar sin hacer preguntas.
No sé qué tiempo pasó para que rompiera mi promesa, creo que fue ya entrada la noche, cuando empezaron a salir los olores de la cocina nuestra, que mi pena se fue disipando. Mi madre anunció que estaba todo listo. Mi hermana y yo preparamos la mesa donde nos sentamos todos a disfrutar en familia de la luchada y rebuscada cena, para que al menos en la noche del 31, última noche de diciembre, no faltase como en toda mesa cubana: arroz congrí, o arroz y frijoles negros, yuca con mojo, plátanos maduros fritos, ensalada y carne de puerco asada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario