lunes, 24 de agosto de 2015

El regalo del día de las madres.

El regalo del día de las madres




En los días previos al día de las madres podía detectar actos de complicidad de mis hijos con su abuela. Corrían de mi casa a la de ella, que estaba justo al lado, llevando y trayendo elementos escondidos debajo de sus camisetas, o preguntándome si yo tenía por casualidad alguna cosa que necesitaban, como por ejemplo: algún pedacito de alambre, cartón, goma de pegar; o si había visto sus colores y sus reglas. Siempre que tenían algo perdido me atribuían el poder de la clarividencia por el hecho de saber dónde encontrarlo. Eso los enorgullecía, creían que yo poseía poderes sobrenaturales, y sólo era que al recoger sus pertenencias las ponía donde debían ir, algo que ellos no hacían aunque estuviesen educados en el orden.
Llegando el día señalado para el homenaje, que en Cuba se celebra el segundo domingo de mayo, se presentaban ante mí con las postales más curiosas y hermosas que jamás haya visto, hechas por ellos mismos, con la ayuda de su abuela, y dedicadas con frases sentidas y poemas de su propia inspiración; donde expresaban que yo era lo más importante y bello sobre la faz de la tierra, haciendo correr mis lágrimas. 
Todo adquiría sentido al ver los regalos que me entregaban. Podía apreciar la dedicación y el amor con que los habían elaborados aunque fueran hechos de elementos reciclados.
De esos obsequios creativos recuerdo las flores de papel y alambre, las tarjetas con sus fotos en las poses más artísticas, los corazones púrpuras, y los accesorios femeninos confeccionados con bolitas del árbol de Boliche, del parque de la esquina, donde estaba el busto del apóstol José Martí.
¡Ay, esas bolitas! Pobre del que pasara por el parque cuando estaba la guerra de los boliches en su punto. Si el tren paraba en ése momento, los pasajeros debían bajar sus cabezas, los frutos, como proyectiles pasaban disparados rozándoles de forma peligrosa. Los guerreros del torso al aire eran los más perjudicados pues las marcas que dejaban los bolazos en sus cuerpos, le podían durar días. Cuando el combate se desataba sólo tenían para parapetarse el reducido espacio detrás del busto del poeta, o el ancho tronco de los mismos árboles. Estos refugios eran utilizados por integrantes de los dos bandos, que al encontrarse al resguardo detrás de ambos sitios, olvidaban sus diferencias, pues aquello se volvía, realmente, un: “¡Sálvese quien pueda!”.
Esos “…árboles raros de boliches verdes” (como la canción de Carlos Varela, el maestro), estaban siempre llenos de esas peloticas de todos los tamaños, que cuando se secaban, se descascaraban. Eran tan perfectas y redondas que parecían hechas en un torno con un trozo de madera sólida, y se utilizaba no sólo de proyectiles, también servían para confeccionar collares, pulsos y aretes que se pintaban o barnizaban resultando un excelente obsequio para las madres.
Ese año mi hijo menor quiso regalarme algo diferente. Con la destreza manual que siempre lo ha caracterizado, dos caracoles fueron los escogidos para crear un par de aretes. Los halló entre las plantas del jardín, los lavó para sacarle la tierra y con la punta de un clavo fue haciendo fuerza de a poco, para que no se partieran, y les abrió un pequeño hueco a cada uno, pasó un alambrito de cobre que enrolló para sujetarlo del caracol y hacer una especie de gancho que luego serviría de sostén en mis orejas. Los barnizó con un brillo para uñas, y los guardó en una cajita que yo conservaba, producto de esa manía que adquiere el cubano de no botar, y los guardó con celo esperando al día siguiente para entregármelos con la acostumbrada postal de su propia inspiración. Mientras yo me hacía la desentendida.
Al día siguiente se levantó temprano, con su hermano, para entregarme el artesanal regalo. Estaba expectante esperando mi reacción con sus ojitos puestos en mi rostro y cuando abrí la caja, aquella caja conocida, saqué el par de curiosos pendientes. Y le dije:
_¡Que lindos, mi amor! ¡Qué bellos! Son especiales, no he visto en mi vida nada igual.
 Me quité los que traía, y me los puse. Meneé mi cabeza de un lado a otro para que los colgantes se movieran, y lo vi tan feliz que su cara de dicha me dejaba más complacida que el mismo regalo.
Así pasé el día entero con los aretes puestos, enseñándoselos a las vecinas y con él al lado la mayoría de las veces para oír las reacciones. Aclarándoles que había sido mi niño, el más chico su creador. Realmente no recuerdo qué me regalo mi hijo mayor ese día. Sé que se debió sentir muy mal de ver que la destreza creativa de su hermano lo había superado. Estoy segura que de igual manera elogié el regalo de mi primogénito, aunque no lo recuerde con exactitud, porque siempre actué así: sin hacer diferencias en nada.
Llegó la noche y nos fuimos a acostar. Me quité los aretes y los puse sobre la cómoda como de costumbre, y por comodidad, para ir a dormir. Al día siguiente nos levantamos con el tiempo exacto para arreglarlos y llevarlos a la escuela. Fui la última en acicalarme y busqué los pendientes, a petición de mi hijo, para mostrarlos a los conocidos con que nos cruzásemos camino a la escuela.
¡No estaban!, ¡¿Qué pasó?!, ¡¿Dónde estarán mis aretes?! La cooperación de mis hijos llegó de inmediato, nos motorizamos buscando dónde podían estar. Estaba segura que los dejé sobre la cómoda- les hice saber-. Por mucho sueño que tenía la noche anterior, estaba convencida que ahí los había dejado. Abandonamos la búsqueda, nos tuvimos que ir para la escuela, temía se nos hiciera tarde. No me puse pendiente alguno para no olvidar que tenía que seguir buscándolos y resolver ese misterio. La carita de pena del niño me rompía el corazón. Creyó que realmente no me habían gustado esos aretes especiales y que no les había prestado el debido cuidado.
Regresé sola a la casa y, con un poco más de tiempo, me dispuse a hallar la solución a aquella incógnita. Seguí buscando con un trapo en la mano, como es característico en mí, para de paso limpiar los muebles. Y cundo pasé el trapo por el lateral de la cómoda, vi mi par de aretes bajando de a poco y llevando a rastro la gaza de alambre de cobre. Me senté en el borde de la cama a reírme, y llamé a mi mamá para que viera.

Cuando mi hijo llegó de la escuela, aún con el rostro triste, le di la buena noticia de que los aretes habían aparecido, le expliqué lo sucedido y su cara se iluminó de felicidad. Aprendió que para la próxima, cuando vuelva a hacer unos aretes de caracoles, primero tiene que sacar el bicho de adentro.

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