El
regalo del día de las madres
En los días previos al día de las madres podía
detectar actos de complicidad de mis hijos con su abuela. Corrían de mi casa a
la de ella, que estaba justo al lado, llevando y trayendo elementos escondidos debajo
de sus camisetas, o preguntándome si yo tenía por casualidad alguna cosa que
necesitaban, como por ejemplo: algún pedacito de alambre, cartón, goma de
pegar; o si había visto sus colores y sus reglas. Siempre que tenían algo
perdido me atribuían el poder de la clarividencia por el hecho de saber dónde
encontrarlo. Eso los enorgullecía, creían que yo poseía poderes sobrenaturales,
y sólo era que al recoger sus pertenencias las ponía donde debían ir, algo que
ellos no hacían aunque estuviesen educados en el orden.
Llegando el día señalado para el homenaje, que en
Cuba se celebra el segundo domingo de mayo, se presentaban ante mí con las
postales más curiosas y hermosas que jamás haya visto, hechas por ellos mismos,
con la ayuda de su abuela, y dedicadas con frases sentidas y poemas de su
propia inspiración; donde expresaban que yo era lo más importante y bello sobre
la faz de la tierra, haciendo correr mis lágrimas.
Todo adquiría sentido al ver los regalos que me entregaban. Podía apreciar la dedicación y el amor con que los habían elaborados aunque fueran hechos de elementos reciclados.
Todo adquiría sentido al ver los regalos que me entregaban. Podía apreciar la dedicación y el amor con que los habían elaborados aunque fueran hechos de elementos reciclados.
De esos obsequios creativos recuerdo las flores de
papel y alambre, las tarjetas con sus fotos en las poses más artísticas, los
corazones púrpuras, y los accesorios femeninos confeccionados con bolitas del
árbol de Boliche, del parque de la esquina, donde estaba el busto del apóstol
José Martí.
¡Ay, esas bolitas! Pobre del que pasara por el
parque cuando estaba la guerra de los boliches en su punto. Si el tren paraba
en ése momento, los pasajeros debían bajar sus cabezas, los frutos, como proyectiles
pasaban disparados rozándoles de forma peligrosa. Los guerreros del torso al aire
eran los más perjudicados pues las marcas que dejaban los bolazos en sus
cuerpos, le podían durar días. Cuando el combate se desataba sólo tenían para
parapetarse el reducido espacio detrás del busto del poeta, o el ancho tronco
de los mismos árboles. Estos refugios eran utilizados por integrantes de los dos bandos,
que al encontrarse al resguardo detrás de ambos sitios, olvidaban sus
diferencias, pues aquello se volvía, realmente, un: “¡Sálvese quien pueda!”.
Esos “…árboles raros de boliches verdes” (como la
canción de Carlos Varela, el maestro), estaban siempre llenos de esas peloticas
de todos los tamaños, que cuando se secaban, se descascaraban. Eran tan
perfectas y redondas que parecían hechas en un torno con un trozo de madera
sólida, y se utilizaba no sólo de proyectiles, también servían para
confeccionar collares, pulsos y aretes que se pintaban o barnizaban resultando un
excelente obsequio para las madres.
Ese año mi hijo menor quiso regalarme algo
diferente. Con la destreza manual que siempre lo ha caracterizado, dos
caracoles fueron los escogidos para crear un par de aretes. Los halló entre las
plantas del jardín, los lavó para sacarle la tierra y con la punta de un clavo
fue haciendo fuerza de a poco, para que no se partieran, y les abrió un pequeño
hueco a cada uno, pasó un alambrito de cobre que enrolló para sujetarlo del
caracol y hacer una especie de gancho que luego serviría de sostén en mis orejas.
Los barnizó con un brillo para uñas, y los guardó en una cajita que yo conservaba,
producto de esa manía que adquiere el cubano de no botar, y los guardó con celo
esperando al día siguiente para entregármelos con la acostumbrada postal de su
propia inspiración. Mientras yo me hacía la desentendida.
Al día siguiente se levantó temprano, con su
hermano, para entregarme el artesanal regalo. Estaba expectante esperando mi
reacción con sus ojitos puestos en mi rostro y cuando abrí la caja, aquella
caja conocida, saqué el par de curiosos pendientes. Y le dije:
_¡Que lindos, mi amor! ¡Qué bellos! Son especiales,
no he visto en mi vida nada igual.
Me quité los
que traía, y me los puse. Meneé mi cabeza de un lado a otro para que los
colgantes se movieran, y lo vi tan feliz que su cara de dicha me dejaba más
complacida que el mismo regalo.
Así pasé el día entero con los aretes puestos,
enseñándoselos a las vecinas y con él al lado la mayoría de las veces para oír
las reacciones. Aclarándoles que había sido mi niño, el más chico su creador.
Realmente no recuerdo qué me regalo mi hijo mayor ese día. Sé que se debió
sentir muy mal de ver que la destreza creativa de su hermano lo había superado.
Estoy segura que de igual manera elogié el regalo de mi primogénito, aunque no
lo recuerde con exactitud, porque siempre actué así: sin hacer diferencias en
nada.
Llegó la noche y nos fuimos a acostar. Me quité los
aretes y los puse sobre la cómoda como de costumbre, y por comodidad, para ir a
dormir. Al día siguiente nos levantamos con el tiempo exacto para arreglarlos y
llevarlos a la escuela. Fui la última en acicalarme y busqué los pendientes, a petición
de mi hijo, para mostrarlos a los conocidos con que nos cruzásemos camino a la
escuela.
¡No estaban!, ¡¿Qué pasó?!, ¡¿Dónde estarán mis
aretes?! La cooperación de mis hijos llegó de inmediato, nos motorizamos
buscando dónde podían estar. Estaba segura que los dejé sobre la cómoda- les
hice saber-. Por mucho sueño que tenía la noche anterior, estaba convencida que
ahí los había dejado. Abandonamos la búsqueda, nos tuvimos que ir para la
escuela, temía se nos hiciera tarde. No me puse pendiente alguno para no
olvidar que tenía que seguir buscándolos y resolver ese misterio. La carita de
pena del niño me rompía el corazón. Creyó que realmente no me habían gustado
esos aretes especiales y que no les había prestado el debido cuidado.
Regresé sola a la casa y, con un poco más de tiempo,
me dispuse a hallar la solución a aquella incógnita. Seguí buscando con un
trapo en la mano, como es característico en mí, para de paso limpiar los
muebles. Y cundo pasé el trapo por el lateral de la cómoda, vi mi par de aretes
bajando de a poco y llevando a rastro la gaza de alambre de cobre. Me senté en
el borde de la cama a reírme, y llamé a mi mamá para que viera.
Cuando mi hijo llegó de la escuela, aún con el
rostro triste, le di la buena noticia de que los aretes habían aparecido, le
expliqué lo sucedido y su cara se iluminó de felicidad. Aprendió que para la
próxima, cuando vuelva a hacer unos aretes de caracoles, primero tiene que
sacar el bicho de adentro.
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