miércoles, 26 de agosto de 2015

Varadero.

Varadero


Todos conocen o al menos han oído hablar de la playa de Varadero; una de las más hermosas de Cuba, situada en la ciudad del mismo nombre en el municipio Cárdenas; provincia de Matanzas. Está ubicada en la península de Hicacos, a sólo ciento treinta kilómetros al este de La Habana, y constituye además el punto más al norte del país, y más cercano a los Estados Unidos.
Con su forma alargada y estrecha de treinta km de extensión, veintidós de los cuales son de exquisitas playas de arenas blancas, con aguas azules y cristalinas, tiene como principal renglón económico el desarrollo del turismo. La mayor fuerza laboral está en función del crecimiento del mismo, lo que la hace muy apetecida por turistas que deseen disfrutar del paradisíaco balneario y sentirse atendidos como reyes, sin importar el estatus que posean en su país de origen.
Al pueblo, al común de los mortales, se le tuvo prohibido en una época ir a meter aunque fueran las paticas en esas aguas. ¡Qué digo yo, meter las paticas, ni portarse por ahí! Claro, hace más de quince años que no voy por allá, ya que el exilio al que me forzó el amor, más que el descontento, me alejaron; y aún no he vuelto a pisar suelo cubano. No sé cómo será ahora, pero en la época que recuerdo era de la manera que les voy a contar.
Vivíamos en el “Reparto Guiteras”, cerca de Casablanca; pueblo portuario al este de La Habana, de donde parte el tren eléctrico con dirección a Matanzas, que también se conoce como “Tren de Hershey”; autentica reliquia para el habanero que ve con asombro cómo aún funciona. Pasando por el reparto desde muy temprano en la mañana, con horarios regulares, sirve como reloj a los madrugadores y hace un alto a recoger pasajeros en el paradero “Bahía” a metros de la que fuera nuestra casa.
Este día, que acuerdo con claridad, nos levantamos muy temprano, mi esposo, mis hijos y yo, y nos vestimos como “turistas” para pasar desapercibidos pues el objetivo del día era tomar el tren rumbo a Matanzas y de ahí a Varadero.
El viaje era agradable íbamos disfrutando de la naturaleza, del olor a yerba mojada por el rocío y a la resina de las ramas de los árboles recién cortadas por el paso del tren, y que luego el aire filtraba por las ventanas abiertas de los vagones carentes de aire acondicionado. Al parar en El Nano el olor a guayabas maduras inundaba los vagones y había que tener una fuerza de voluntad inmensa para no bajarse a recogerlas al pie de las matas que se veían desde la ventanilla. Otro olor característico de estos trenes es el que se desprende de la chispa producida por el contacto entre los cables del tendido eléctrico y el mecanismo sobre el techo de los carros, cuando en el acompasado vaivén se desconectaba y se vuelven a acoplar.
Si era fin de semana, era mayor la cantidad de personas que viajaban comprimidas en los carros por no esperar el siguiente tren con la ilusión de llegar más temprano, había que poner los pies en Matanzas antes que el sol pusiera sus rayos. Producto del calor, el sudor y la carencia, entre la mayoría, de un desodorante apropiado; cualquier mono del África hubiera tenido mejor olor que cualquiera de los pasajeros encajonados.
Así transcurrían las tres horas aproximadas de viaje si teníamos suerte que no se rompiera el convoy, o algún otro contratiempo demorara la llegada al punto final. Los niños se deleitaban mirando el cambiante panorama campestre que como una película pasaba ante sus ojos a través de la ventana. Los arados con bueyes, las carretas, las vacas, las aves, o cualquier otro elemento del campo que resultase novedoso para ellos era señalado con un dedo a la distancia.
Al llegar a Matanzas buscamos uno de esos puntos de donde salen los taxis con destino a Varadero. La mayoría de los autos usados para ese fin son de los llamados Almendrones: el típico carro americano espacioso y cómodo, de los años cincuenta o anterior a estos; que el ingenio cubano y la gracia divina aún mantienen transitando en las calles, a pesar de la falta de piezas de repuesto, los baches, o el tipo de gasolina que se les eche (dependiendo lo que aparezca), y que suplen las necesidades de transportes en zonas como estas, tan abarrotadas de turistas; nacionales e internacionales.
En esos autos, está demostrado, caben más persona que para las que fueron creados. El chofer busca en cada viaje obtener la mayor ganancia posible sin importar si es gordo o flaco el pasajero que suba, o si va con un animal,  maleta, caja, o cosa que no cupo en el maletero. Encima suplica que se aprieten para poder cerrar las puertas y partir. Recuerdo que ese día cupimos como diez entre adultos y niños, en el auto que nos tocó. Íbamos como sardinas en lata, por suerte no hubo que lamentar olores desagradables que a veces ocurren en esos estados de compresión sin conocerse el culpable, aunque inmediatamente nos miremos buscando quién fue y creamos descubrirlo por lo enrojecido de algún rostro o un par de orejas, o por el que se hace el distraído mirando hacia afuera atraído por lo más insignificante del panorama.
Al fin llegamos. No hizo falta ayuda para sacarnos del interior del vehículo, aunque por un momento lo dudé; primero los niños después los bultos y por último nosotros. Ya en la acera, con algo de esfuerzo y unas sacudidas a nuestras ropas, adoptamos la forma original. Debo reconocer que  estábamos bastante ajados, ya casi era medio día: el aseo, el perfume y el arreglo matutino habían perdiendo la efectividad para la que fueron pensados.
Considerando lo traumático del traslado, el calor, y el sol en nuestras cabezas, mi cónyuge y yo nos miramos con complicidad y nos hicimos señas para que los niños no se dieran cuenta, de esas que sólo nosotros sabíamos, con el fin de ponernos de acuerdo en buscar un hotel y atrevernos a pagarlo en dólares, moneda que no podía portar un cubano en esa época porque era penado por ley y teníamos que ser cautelosos. Contábamos con un pequeño ahorro que guardábamos para situaciones de emergencia, y del que tomábamos una parte cuando salíamos con los niños. Esta vez el propósito era pernoctar en la ciudad y evitar vicisitudes similares a las que habíamos acabado de pasar en un viaje de regreso igual o más complejo.
Miramos alrededor y percibimos que lo más cerca que nos quedaba de donde nos había dejado el carro, era el hotel Villa Tortuga. Advertimos con antelación a los muchachos que se portaran bien, que no pelearan entre sí y que aguantaran un poco las ganas de hacer sus necesidades. Llegamos a la entrada del complejo turístico y acortamos la distancia entre el lobby y la carpeta manteniendo el paso de la forma más elegante y menos nerviosa posible, como si fuéramos por una pasarela.
Agotamos los pocos metros de distancia, que pareció un kilómetro, creyendo no haber levantado sospechas. Al llegar a la recepción mi esposo se dirigió al carpetero disimulando el acento cubano con un tono más suave y una expresión corporal despreocupada. Mostró un viejo pasaporte panameño que aún conservaba de su única salida al exterior, más vencido que la teoría de la tierra cuadrada, y le dijo: _ ¿Una habitación para cuatro, por favor?
El encargado de turno con vista de águila experimentada lo miró de arriba abajo levantando una de las cejas y no dudó en decirle, lo más cerca posible a una oreja y en forma de susurro:  _ Esto es en fula, Asere. ¿De qué planeta caíste?
Ningún hotel en Cuba era para cubanos, aunque sonase ilógico. Mi esposo al verse descubierto cambió de táctica, miró a su alrededor y, cerciorándose de no ser escuchado por nadie más, le dijo con ojos de carnero degollado y en voz baja al encargado: _ Yo sé compadre, es que los niños están cansados y venimos de lejos, es para no tener que regresar hoy. Hay mucho calor y el transporte está malísimo.
 _ ¡Está bien!- le contestó el aparentemente conmovido empleado, y acercándosele de nuevo al oído, le susurró de igual manera: _ Son 50 “dolores” la noche, “mi herma”
Mi marido saltó hacia atrás como si le hubieran ofendido su progenitora, y yo que alcancé a oír no lo dejé contestar, por encima del hombro de mi compañero le guiñé un ojo al trabajador  hotelero y asentí con la cabeza en señal de aprobación. ¡Por nada del mundo virábamos esa noche!
Hicimos el pago y buscamos la habitación. Ya en ella, dejamos los bultos, nos pusimos los trajes de baño y salimos a disfrutar de lo que quedaba de tarde, no sin antes darles a los niños: agua, unos huevos hervidos y unas guayabas que traíamos de casa. Orondos con nuestros mejores atuendos playeros,  conservando el paso despreocupado como lo haría cualquier turista, e inflado unas coloridas pelotas de playa, llegamos a la arena.
Un escenario majestuoso se mostraba ante nuestros ojos; un inmenso horizonte de aguas azules y cristalinas nos refrescaba la mirada. La brisa mariana traía consigo el olor de los productos de bronceado, que se desprendían de los cuerpos con el calor, y el humo dulzón de los cigarros de los turistas llenaba el sentido olfativo despertándonos una sensación de bienestar y categoría a la que no solíamos estar acostumbrados en las Playas del Este, que eran las que frecuentábamos con regularidad.
Aún estaba el sol en su esplendor. Pusimos las toallas, las que se guardaban para esas ocasiones, las que no estaban ajadas ni viejas y no despertaban sospechas. Puse el bolso que yo misma había confeccionado con una tela de flores, imposible de descifrar si era perteneciente a un extranjero o no, y me coloqué el sombrero tirándome en la arena como toda una turista. Nadie podía intuir que éramos cubanos. Los niños jugaban alegres con el papá metidos en el agua, llevando sus trajes de baño nuevos y sus pelotas de colores. Mientras yo me bronceaba al sol hojeando un libro.
Guardias, policías, y patrullas se paseaban en ocasiones vigilando y manteniendo la tranquilidad que no se alteraba por nada durante el transcurso de las horas que permanecimos allí. Los bañistas se paseaban de un lado para otro; entrando y saliendo del agua o jugando algún deporte de playa,  mostraban los más variados estilos de gorras, sombreros, trajes de baño, toallas de múltiples diseños y colores, sandalias y las más sofisticadas cámaras de fotos. Mientras se escuchaban conversaciones en diferentes idiomas, y  otros se tostaban al sol, relajados, dejándose llevar por la tranquilidad que proporcionaba escuchar las voces, las  risas, los graznidos de las gaviotas, y el sonido de las ramas de los cocoteros y los pinos. El toque cadencioso lo ponían las olas rompiendo en la orilla. Era una tarde agradable y tranquila.
Mis hijos salieron del agua pareciendo garbanzos en remojo del tiempo que estuvieron sumergidos, riendo a carcajadas seguidos de su padre y jugando a tirarse puñados de arena. Cuando a unos pasos míos, una turista que tomaba el sol boca abajo se levantó de pronto; sacudiéndose la arena y dejando al descubierto un par de prominentes, saludables, y bien formados senos. Por unos centímetros no chocó con el mayor de mis retoños, que para entonces tendría unos siete años. Cuando el niño se vio casi pegado a esa esplendorosa delantera, emitió un grito enorme que rompió, como de un hachazo, la tranquilidad de la tarde. Todos dejaron de hacer lo que los ocupaba y voltearon a ver cuando sintieron la exclamación efusiva: _ ¡Mira papá, que tetas más grandes tiene esta señora!
_ ¡Ay, no quiero ver, no quiero ver!- contestaba mi esposo. Y se ponía las manos en el rostro dejando los dedos entreabiertos por donde poder contemplar la despampanante mujer en toda su gracia. Mientras los tres se reían, yo hubiese querido me tragara la tierra.
Unos policías que habían estado por ahí durante la tarde se acercaron al ver los niños gritar y brincar eufóricos, y nos dijeron claramente, después de descubrir con un examen visual, un tanto más exhaustivo, que éramos cubanos: _ Buenas tardes ciudadanos. Acá no pueden estar, necesitamos que se retiren inmediatamente- Yo casi no podía controlarme, aguanté la furia con un tremendo esfuerzo y sólo respondí: _ ¿Y dónde nos podemos bañar entonces?
Uno de ellos me dijo: _ No sé señora, pero aquí no pueden estar, esto es sólo para turistas. Lo sentimos tienen que despejar la zona. Váyanse para Santa Marta- Y se quedaron parados y mudos al lado nuestro hasta que recogimos todo y nos marchamos. ¿Qué terrible! La playa más bella de nuestro país, la más linda del mundo, como dirían otros, y no teníamos el mismo derecho que los extranjeros a bañarnos en ella.
Santa Marta era la playa popular y por ende no estaba protegida ni vigilada como ésta, íbamos a tener que cuidar las pertenencias. Por la situación de escases, permanente y en ascenso, en esos lugares públicos los carteristas hacían zafra en busca de billeteras, y cosas de valor. Allí a diferencia de Varadero, lo que no se veían eran turistas.
Ya dimos por terminada la jornada. Quemados del sol y hambrientos nos fuimos para la habitación a quitarnos el agua salada y a pretender que la noche nos fuera mejor. Encendimos la televisión y estaban retransmitiendo un recital de “Los VanVan” tocando, en ése momento, “La Titimanía”. Engullimos todo lo comestible que habíamos traído y guardado en el refrigerador. Después de unas horas ya habíamos superado el impasse.

El resto de la noche fue agradable. Viendo la tele, aprovechando los canales del cable que no teníamos en casa, y con el aire acondicionado a todo dar. Los niños jugaban a examinar los caracoles que habían recogido a ver quien tenía los más bellos. Hicimos el acuerdo de acostarnos temprano para levantarnos antes del amanecer y poder superar con éxito la odisea del transporte de regreso a casa 

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