Varadero
Todos conocen o al menos han oído hablar de la playa
de Varadero; una de
las más hermosas de Cuba, situada en la ciudad del mismo nombre en el municipio Cárdenas;
provincia de Matanzas. Está ubicada en la
península de Hicacos, a sólo
ciento treinta kilómetros al este de La Habana, y constituye además el punto
más al norte del país, y más cercano a los Estados Unidos.
Con su forma alargada y estrecha de
treinta km de extensión, veintidós de los cuales son de exquisitas playas de
arenas blancas, con aguas azules y cristalinas, tiene como principal renglón
económico el desarrollo del turismo. La mayor fuerza laboral está en función
del crecimiento del mismo, lo que la hace muy apetecida por turistas que deseen
disfrutar del paradisíaco balneario y sentirse atendidos como reyes, sin
importar el estatus que posean en su país de origen.
Al pueblo, al común de los
mortales, se le tuvo prohibido en una época ir a meter aunque fueran las
paticas en esas aguas. ¡Qué digo yo, meter las paticas, ni portarse por ahí!
Claro, hace más de quince años que no voy por allá, ya que el exilio al que me
forzó el amor, más que el descontento, me alejaron; y aún no he vuelto a pisar
suelo cubano. No sé cómo será ahora, pero en la época que recuerdo era de la
manera que les voy a contar.
Vivíamos en el “Reparto Guiteras”,
cerca de Casablanca; pueblo portuario al este de La Habana, de donde parte el
tren eléctrico con dirección a Matanzas, que también se conoce como “Tren de Hershey”; autentica
reliquia para el habanero que ve con asombro cómo aún funciona. Pasando por el
reparto desde muy temprano en la mañana, con horarios regulares, sirve como reloj
a los madrugadores y hace un alto a recoger pasajeros en el paradero “Bahía” a
metros de la que fuera nuestra casa.
Este día, que acuerdo con claridad,
nos levantamos muy temprano, mi esposo, mis hijos y yo, y nos vestimos como “turistas”
para pasar desapercibidos pues el objetivo del día era tomar el tren rumbo a
Matanzas y de ahí a Varadero.
El viaje era agradable íbamos
disfrutando de la naturaleza, del olor a yerba mojada por el rocío y a la resina
de las ramas de los árboles recién cortadas por el paso del tren, y que luego
el aire filtraba por las ventanas abiertas de los vagones carentes de aire
acondicionado. Al parar en El Nano el olor a guayabas maduras inundaba los
vagones y había que tener una fuerza de voluntad inmensa para no bajarse a
recogerlas al pie de las matas que se veían desde la ventanilla. Otro olor característico
de estos trenes es el que se desprende de la chispa producida por el contacto
entre los cables del tendido eléctrico y el mecanismo sobre el techo de los
carros, cuando en el acompasado vaivén se desconectaba y se vuelven a acoplar.
Si era fin de semana, era mayor la
cantidad de personas que viajaban comprimidas en los carros por no esperar el
siguiente tren con la ilusión de llegar más temprano, había que poner los pies
en Matanzas antes que el sol pusiera sus rayos. Producto del calor, el sudor y
la carencia, entre la mayoría, de un desodorante apropiado; cualquier mono del
África hubiera tenido mejor olor que cualquiera de los pasajeros encajonados.
Así transcurrían las tres horas
aproximadas de viaje si teníamos suerte que no se rompiera el convoy, o algún
otro contratiempo demorara la llegada al punto final. Los niños se deleitaban
mirando el cambiante panorama campestre que como una película pasaba ante sus
ojos a través de la ventana. Los arados con bueyes, las carretas, las vacas,
las aves, o cualquier otro elemento del campo que resultase novedoso para ellos
era señalado con un dedo a la distancia.
Al llegar a Matanzas buscamos uno
de esos puntos de donde salen los taxis con destino a Varadero. La mayoría de
los autos usados para ese fin son de los llamados Almendrones: el típico carro
americano espacioso y cómodo, de los años cincuenta o anterior a estos; que el
ingenio cubano y la gracia divina aún mantienen transitando en las calles, a
pesar de la falta de piezas de repuesto, los baches, o el tipo de gasolina que
se les eche (dependiendo lo que aparezca), y que suplen las necesidades de
transportes en zonas como estas, tan abarrotadas de turistas; nacionales e
internacionales.
En esos autos, está demostrado,
caben más persona que para las que fueron creados. El chofer busca en cada
viaje obtener la mayor ganancia posible sin importar si es gordo o flaco el
pasajero que suba, o si va con un animal,
maleta, caja, o cosa que no cupo en el maletero. Encima suplica que se
aprieten para poder cerrar las puertas y partir. Recuerdo que ese día cupimos
como diez entre adultos y niños, en el auto que nos tocó. Íbamos como sardinas
en lata, por suerte no hubo que lamentar olores desagradables que a veces ocurren
en esos estados de compresión sin conocerse el culpable, aunque inmediatamente
nos miremos buscando quién fue y creamos descubrirlo por lo enrojecido de algún
rostro o un par de orejas, o por el que se hace el distraído mirando hacia
afuera atraído por lo más insignificante del panorama.
Al fin llegamos. No hizo falta
ayuda para sacarnos del interior del vehículo, aunque por un momento lo dudé;
primero los niños después los bultos y por último nosotros. Ya en la acera, con
algo de esfuerzo y unas sacudidas a nuestras ropas, adoptamos la forma
original. Debo reconocer que estábamos
bastante ajados, ya casi era medio día: el aseo, el perfume y el arreglo
matutino habían perdiendo la efectividad para la que fueron pensados.
Considerando lo traumático del
traslado, el calor, y el sol en nuestras cabezas, mi cónyuge y yo nos miramos con
complicidad y nos hicimos señas para que los niños no se dieran cuenta, de esas
que sólo nosotros sabíamos, con el fin de ponernos de acuerdo en buscar un
hotel y atrevernos a pagarlo en dólares, moneda que no podía portar un cubano
en esa época porque era penado por ley y teníamos que ser cautelosos.
Contábamos con un pequeño ahorro que guardábamos para situaciones de emergencia,
y del que tomábamos una parte cuando salíamos con los niños. Esta vez el
propósito era pernoctar en la ciudad y evitar vicisitudes similares a las que
habíamos acabado de pasar en un viaje de regreso igual o más complejo.
Miramos alrededor y percibimos que
lo más cerca que nos quedaba de donde nos había dejado el carro, era el hotel
Villa Tortuga. Advertimos con antelación a los muchachos que se portaran bien,
que no pelearan entre sí y que aguantaran un poco las ganas de hacer sus
necesidades. Llegamos a la entrada del complejo turístico y acortamos la
distancia entre el lobby y la carpeta manteniendo el paso de la forma más
elegante y menos nerviosa posible, como si fuéramos por una pasarela.
Agotamos los pocos metros de
distancia, que pareció un kilómetro, creyendo no haber levantado sospechas. Al
llegar a la recepción mi esposo se dirigió al carpetero disimulando el acento
cubano con un tono más suave y una expresión corporal despreocupada. Mostró un
viejo pasaporte panameño que aún conservaba de su única salida al exterior, más
vencido que la teoría de la tierra cuadrada, y le dijo: _ ¿Una habitación para
cuatro, por favor?
El encargado de turno con vista de
águila experimentada lo miró de arriba abajo levantando una de las cejas y no
dudó en decirle, lo más cerca posible a una oreja y en forma de susurro: _ Esto es en fula, Asere. ¿De qué planeta
caíste?
Ningún hotel en Cuba era para
cubanos, aunque sonase ilógico. Mi esposo al verse descubierto cambió de
táctica, miró a su alrededor y, cerciorándose de no ser escuchado por nadie
más, le dijo con ojos de carnero degollado y en voz baja al encargado: _ Yo sé
compadre, es que los niños están cansados y venimos de lejos, es para no tener
que regresar hoy. Hay mucho calor y el transporte está malísimo.
_ ¡Está bien!- le contestó el aparentemente
conmovido empleado, y acercándosele de nuevo al oído, le susurró de igual
manera: _ Son 50 “dolores” la noche, “mi herma”
Mi marido saltó hacia atrás como si
le hubieran ofendido su progenitora, y yo que alcancé a oír no lo dejé
contestar, por encima del hombro de mi compañero le guiñé un ojo al
trabajador hotelero y asentí con la
cabeza en señal de aprobación. ¡Por nada del mundo virábamos esa noche!
Hicimos el pago y buscamos la
habitación. Ya en ella, dejamos los bultos, nos pusimos los trajes de baño y salimos
a disfrutar de lo que quedaba de tarde, no sin antes darles a los niños: agua,
unos huevos hervidos y unas guayabas que traíamos de casa. Orondos con nuestros
mejores atuendos playeros, conservando
el paso despreocupado como lo haría cualquier turista, e inflado unas coloridas
pelotas de playa, llegamos a la arena.
Un escenario majestuoso se mostraba
ante nuestros ojos; un inmenso horizonte de aguas azules y cristalinas nos
refrescaba la mirada. La brisa mariana traía consigo el olor de los productos
de bronceado, que se desprendían de los cuerpos con el calor, y el humo dulzón
de los cigarros de los turistas llenaba el sentido olfativo despertándonos una
sensación de bienestar y categoría a la que no solíamos estar acostumbrados en
las Playas del Este, que eran las que frecuentábamos con regularidad.
Aún estaba el sol en su esplendor.
Pusimos las toallas, las que se guardaban para esas ocasiones, las que no
estaban ajadas ni viejas y no despertaban sospechas. Puse el bolso que yo misma
había confeccionado con una tela de flores, imposible de descifrar si era
perteneciente a un extranjero o no, y me coloqué el sombrero tirándome en la
arena como toda una turista. Nadie podía intuir que éramos cubanos. Los niños
jugaban alegres con el papá metidos en el agua, llevando sus trajes de baño
nuevos y sus pelotas de colores. Mientras yo me bronceaba al sol hojeando un
libro.
Guardias, policías, y patrullas se
paseaban en ocasiones vigilando y manteniendo la tranquilidad que no se
alteraba por nada durante el transcurso de las horas que permanecimos allí. Los
bañistas se paseaban de un lado para otro; entrando y saliendo del agua o
jugando algún deporte de playa, mostraban
los más variados estilos de gorras, sombreros, trajes de baño, toallas de
múltiples diseños y colores, sandalias y las más sofisticadas cámaras de fotos.
Mientras se escuchaban conversaciones en diferentes idiomas, y otros se tostaban al sol, relajados, dejándose
llevar por la tranquilidad que proporcionaba escuchar las voces, las risas, los graznidos de las gaviotas, y el
sonido de las ramas de los cocoteros y los pinos. El toque cadencioso lo ponían
las olas rompiendo en la orilla. Era una tarde agradable y tranquila.
Mis hijos salieron del agua
pareciendo garbanzos en remojo del tiempo que estuvieron sumergidos, riendo a
carcajadas seguidos de su padre y jugando a tirarse puñados de arena. Cuando a
unos pasos míos, una turista que tomaba el sol boca abajo se levantó de pronto;
sacudiéndose la arena y dejando al descubierto un par de prominentes,
saludables, y bien formados senos. Por unos centímetros no chocó con el mayor
de mis retoños, que para entonces tendría unos siete años. Cuando el niño se
vio casi pegado a esa esplendorosa delantera, emitió un grito enorme que rompió,
como de un hachazo, la tranquilidad de la tarde. Todos dejaron de hacer lo que
los ocupaba y voltearon a ver cuando sintieron la exclamación efusiva: _ ¡Mira
papá, que tetas más grandes tiene esta señora!
_ ¡Ay, no quiero ver, no quiero
ver!- contestaba mi esposo. Y se ponía las manos en el rostro dejando los dedos
entreabiertos por donde poder contemplar la despampanante mujer en toda su
gracia. Mientras los tres se reían, yo hubiese querido me tragara la tierra.
Unos policías que habían estado por
ahí durante la tarde se acercaron al ver los niños gritar y brincar eufóricos,
y nos dijeron claramente, después de descubrir con un examen visual, un tanto más
exhaustivo, que éramos cubanos: _ Buenas tardes ciudadanos. Acá no pueden
estar, necesitamos que se retiren inmediatamente- Yo casi no podía controlarme,
aguanté la furia con un tremendo esfuerzo y sólo respondí: _ ¿Y dónde nos
podemos bañar entonces?
Uno de ellos me dijo: _ No sé
señora, pero aquí no pueden estar, esto es sólo para turistas. Lo sentimos
tienen que despejar la zona. Váyanse para Santa Marta- Y se quedaron parados y
mudos al lado nuestro hasta que recogimos todo y nos marchamos. ¿Qué terrible!
La playa más bella de nuestro país, la más linda del mundo, como dirían otros,
y no teníamos el mismo derecho que los extranjeros a bañarnos en ella.
Santa Marta era la playa popular y
por ende no estaba protegida ni vigilada como ésta, íbamos a tener que cuidar
las pertenencias. Por la situación de escases, permanente y en ascenso, en esos
lugares públicos los carteristas hacían zafra en busca de billeteras, y cosas
de valor. Allí a diferencia de Varadero, lo que no se veían eran turistas.
Ya dimos por terminada la jornada.
Quemados del sol y hambrientos nos fuimos para la habitación a quitarnos el
agua salada y a pretender que la noche nos fuera mejor. Encendimos la
televisión y estaban retransmitiendo un recital de “Los VanVan” tocando, en ése
momento, “La Titimanía”. Engullimos todo lo comestible que habíamos traído y
guardado en el refrigerador. Después de unas horas ya habíamos superado el
impasse.
El resto de la noche fue agradable.
Viendo la tele, aprovechando los canales del cable que no teníamos en casa, y con
el aire acondicionado a todo dar. Los niños jugaban a examinar los caracoles que
habían recogido a ver quien tenía los más bellos. Hicimos el acuerdo de acostarnos
temprano para levantarnos antes del amanecer y poder superar con éxito la
odisea del transporte de regreso a casa
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