Pueblo chico
La parroquia era pequeña, cercada de buganvilias, con paredes de piedra e inmensos ventanales de vitrales. Dentro, la frescura y la tranquilidad pasmosa incitaban a la oración, y el aire se respiraba impregnado con el olor de las flores y la cera de velas.
Dos hileras de bancos color café, pulidos y barnizados, se extendían desde la inmensa puerta de madera de la entrada, por un pasillo que conducía ante un cristo perenne en la cruz con su acostumbrada cara de dolor y a uno de sus costado una hermosa virgen, la patrona del pueblo, a quien los feligreses cargaban de peticiones y agradecían por otras tantas ya cumplidas. La mayoría de éstas por el milagro de saber que estaban con vida los familiares que habían visto zarpar en precarias embarcaciones meses antes.
Allá llegaban sin falta los domingos; a dejar flores, velas y pequeños obsequios en agradecimiento. Asistían siempre elegantemente vestidos, por carecer de motivos suficientes en el poblado para lucir la ropa que toda la semana esperaba el turno, después siete dias, colgada en el ropero.
No hacía falta más que un pantalón corto y un par de chancletas para estar a tono con el clima y la vida en el costero pueblo de Solimar, cuya principal actividad era la pesca y los que la realizaban, para sacar más provecho de ella, se volvían expertos en las fases de la luna, los vientos y las mareas. En las noches de los largos apagones que se padecían por la situación económica del país, sentarse en la acera a ahuyentarse los mosquitos con un paño, dándole a la lengua con los chisme más que al trapo, era otro pasatiempo. Aquéllas paredes del templo habían servido de resguardo a quienes necesitaban unirse. Eran idóneas para preparar salidas ilegales y reuniones políticas clandestinas en el más completo clima de reserva, sin despertar sospechas de los revolucionarios represores que se las ingeniaban siempre para tener de su parte un ojo delator. Éstas podían efectuarse aprovechando que actividades como bodas, bautizos, o funerales no se llevaban a cabo con la misma frecuencia, allí, que en las grandes iglesias de la capital y que la mayor parte del tiempo, sobre todo en las noches, la parroquia estaba vacía. Ideal para quienes se congregaban en ella con estos fines. Si el circo se ausentaba por mucho tiempo o las películas del cine del barrio no se renovaban, no existía otra oportunidad de acicalamiento que el asistir a misa. No importa si la religión era el motivo más fuerte o no. Si se era joven, soltero feliz o en busca de pareja, viejo o niño; el domingo en la mañana todos salían de casa a presumir, tomar el aire del mar y matar el aburrimiento. Todos los años se sacaba la Virgen del Carmen, patrona de los costeños, en procesión.
Los más viejos comentaban que años atrás había existido una primera virgen que fue tallada en madera por uno de los descendientes de una familia adinerada del lugar, para ser donada a la parroquia y luego bautizada con aquél nombre para que fuera la patrona de todos y la guardiana de los pescadores, la que venerarían y mostrarían por las calles todos los 16 de julio, pero no se sabía a dónde había ido ésta a parar y por qué ahora tenían una más grande y bella, parecida a cualquier otra, menos auténtica que la anterior, a la que le daban el verdadero sentido de pertenencia.
Especulaban que probablemente podía estar relegada en cualquier rincón de aquel lugar sagrado. O que por su valor histórico y único, estuviera en casa de algún historiador e incluso que habían hecho, seguramente, algún negocio con ella. Lo cierto es que independiente de los favores que la nueva virgen les regalaba ellos seguían hablando y comparándola con la primera. Hubo un año en que las autoridades políticas del pueblo prohibieron el peregrinar porque descubrieron a través de la informaciones de un delator, que el párroco había permitido la congregación en el interior del templo de personas disidentes al gobierno, lideradas por el alto representante de dicha tendencia en el país para reuniones subversivas. Y cuando el líder disidente se presentó ante la máxima autoridad partidista de la zona, buscando la revocación de la orden, aludiendo que los religiosos del pueblo no tenían la culpa del descontento de algunos con el régimen- aunque éstos cada vez eran más-. El encargado extremista de hacer cumplir la injusta medida, le contestó:
_¡Dígales usted mismo! ¡Que por su culpa se van a quedar sin procesión! - Y así fue. Ese año la virgen permaneció entre sus cuatro paredes y no pudo salir a mostrar su traje de gala por las calles donde era admirada y ensalzada. Las personas retomaron su vida y siguieron asistiendo a misa pero de procesiones, nada. Para el próximo aniversario de la santa se esperó al domingo. Las casas del pueblo quedaron vacías. El ambiente festivo se respiraba en el centro del pueblo, cerca del malecón, donde desde temprano ya se veían los kioscos montados para la venta de dulces y artesanías alegóricas, pero sólo allí había calma. La mayoría de los pobladores devotos estaban concentrados en el pequeño santuario en espera de escuchar la misa y hacer fila, después, para besarle los pies a la bendita que por primera vez no cargarían en hombros. Las madres iban con sus hijos, los pequeños en brazos y los más grandecitos, inquietos y juguetones, corrían por los alrededores. Como el predio parroquial carecía de vallas, los niños que corrían eran toreados por los mayores para que no fueran a salir a la calle. No cabía una persona más adentro. El calor era asfixiante, típico del verano, y aún así se trataba de mantener una fila organizada para llegar al objetivo: colocar los labios sobre los pies de yeso de la patrona en agradecimiento. Una madre pidió de favor que le respetaran el puesto en la cola para salir a buscar a su hiperquinético hijo que se le había soltado de las manos hacía un segundo, y ya no se veía por todo aquello. Cuando logró atraparlo, lo trajo a regañadientes sujeto de una oreja; colorado como un camarón de tanto ajetreo y molesto por el calor. Colocándolo al lado de ella, volvió a ocupar su puesto en la fila. Pero el niño traía consigo un inmenso cometa de papel periódico, conocido como picúa, que alguien le obsequiara afuera para tranquilizarlo.
El infante no encontró otra cosa que hacer, que lanzarlo al aire desde su espacio desventajoso y apretado entre las gente. El volantín se alzó lo suficiente para caer en el lugar menos adecuado: sobre las hileras de velas situadas a los pies de la adornada virgen. El papel se incendió de inmediato.
La multitud que antecedía montó en pánico. En la desesperación creciente, temieron ver en llamas la indumentaria glamorosa de la santa y como consecuencia la ropa de los más cercanos. Los de alante querían salir y los de atrás enterarse de qué estaba pasando al frente. Se formó un tranque atroz. Los creyentes incondicionales trataban de apagar el fuego con sus propias manos, y los más interesados en su pellejo buscaban la forma de salir con premura.
Se armó el griterío. Una señora perdió su bastón entre las personas que, inconscientes de su incapacidad de desplazarse por la gordura, no la socorrieron. Cuando la señora se agachó a recoger el pequeño báculo, dejó escapar un ruido de dudosa reputación acompañado de un nauseabundo olor que se agravó con el calor y de inmediato inundó la parte delantera del minúsculo recinto e hizo que los asistentes, consiguieran evacuar el sitio en segundos. Los más creyentes atribuyen el hecho a un milagro ante tanta apretazón. Las velas flacas hechas con cera de mala calidad se cayeron al instante, quedando apagadas casi de inmediato, y el escaso fuego que produjo la cometa no llegó a mayores.
Lo cierto es que después de los incidentes la iglesia fue cerrada por reparaciones. Cuando la reabrieron ya contaba con nuevas puertas para ser usadas como salidas de emergencia y estaba empadrona con una alta cerca de alambre tejido, resguardada además por pinos. Con los años la peregrinación volvió a efectuarse. La Virgen sale de nuevo a pasear las calles con sus hermosos atavíos; pero al pasar por casa de la protagonista de aquel infortunado incidente, todos voltean la cara para ver si la ven. Algunos aseguran que siempre está en espera del paso de la venerada por su puerta, y que no se pierde un detalle del evento mirando tras los visillos. Ella, en cambio, sigue hallando los favores de Dios y la Virgen en la tranquila soledad de su casa, porque aprendió que el poder de ellos está más allá de las cuatro paredes de una iglesia. Aún en las procesiones un grupo de murmuradores siguen lucubrando acerca del destino de la virgen perdida a lo que agregan las risas burlonas siempre que pasan por la casa de la abochornada vecina, y detrás de la virgen que no acaban de sentir propia.
............................................................................................................................................................................................Esta historia es una mezcla de realidad y fantasía. La suspensión de la procesión ocurrió. Fue el castigo que dieron los dirigentes municipales en el costeño pueblo de Cojímar cuando el desaparecido Oswaldo Payá se reunió en la iglesia local con la disidencia. Fue en el 2003. La virgen de madera también existió.
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