sábado, 30 de abril de 2016

El Joan Manuel que conocí.





El Joan Manuel que conocí.
"Para la libertad, sangro, lucho y pervivo. Para la libertad...” Esos versos de Miguel Hernández en la canción y la voz de Joan Manuel Serrat, allá en la escuela ESBEC #16 Inti Peredo de la Isla de la Juventud calaron hondo en mis sentimientos. Empezaba a penas la segunda década de mi vida y estaba parada como mis demás compañeros frente a la elevada plataforma de cemento que servía de escenario en el polígono de formación de la escuela.
Me enamoré del artista, de lo que transmitía, de su pelo negro, largo y ensortijado, del brillo pícaro de sus diminutos ojos negros, del lunar en su rostro y de la forma que movía su cabeza casi como un tic. No pensaba en otra cosa que no fuera en él. Ya cantaba en el grupo de la escuela y podía considerar que éramos colegas y soñar que compartíamos escenario. Ése que ahora ocupaba él y que muchos fines de semana servía de plataforma para las presentaciones del grupo musical estudiantil.
Cuántas bellas canciones que nos hablaban de libertad, sueños de amores infinitos como el de Penélope que se perdió en la locura esperando a su amado en un banco de pino verde. E inolvidables como el que imaginé le profesaba a Lucía, donde los recuerdos hacia ella eran cada día más dulces, y el olvido sólo se había llevado la mitad. Durmiendo, con su sombra aún, entre la almohada y la soledad.
Busqué por primera vez el mar Mediterráneo en el mapa, después de escuchar una y mil veces esa magistral composición homónima en el tembloroso tono de su voz; que me transportaba ya en los primeros acordes musicales, y con la piel de gallina, a aquellas costas lejanas para imaginarme su niñez jugando en la playa, como también había sido la mía. Niñeces muy distintas unidas por el mismo mar que cambia de nombre en cada orilla. Recuerdo que terminando la presentación, fui al albergue a buscar en la maleta donde guardaba mis cosas, un pequeño sello que tenía una ondeante banderita cubana y me las agencié para llegar a él a colocársela en la camisa.
Caminaba por el ancho pasillo de la escuela, rodeado de admiradores y su guitarra en la mano. No sé cómo pude superar el miedo y la muchedumbre pero en segundos ya estaba delante de él, y accedió a que le colocara el broche con su acostumbrada sonrisa ladeada. El perfume de su cuerpo: mezcla de sudor, aroma y cigarro aún puedo recordarlo. No signifiqué nada para él pero desde entonces viviría dos vidas. La real y la de mis sueños.
Estuve atenta a las actividades que tuvo en el país en esa visita. Del juego de beisbol en el que participó con un traje rayado de pelotero. De ese evento conservo un amarillento recorte de periódico. De sus presentaciones siempre acompañado por su guitarra. Luego quise escribirle, contarle sobre mí, de lo que él significaba, con palabras respetuosas y escogidas para no delatar mis sentimientos. Busqué su dirección en revistas, preguntaba a conocidos que estaban más inmersos en ese mundo del arte, hasta que di con la dirección de una oficina en España, ya no recuerdo muy bien en qué ciudad, y hasta allí envié mi misiva.
Creí que ya no podía albergar ninguna otra ilusión y un día al llegar de pase a la casa, después de veintiocho días ausente, mi madre me tenía la sorpresa de un gran sobre proveniente de España. En él venía una foto del idolatrado cantante, de perfil y sonriente, donde se apreciaba su lunar característico y su hermoso pelo negro. Debajo una firma, nada más. Busqué una dedicatoria, una nota dentro del sobre, pero nada. Esta foto estaría después bajo mi almohada por años acompañando mis sueños, desvelos y mis noches de llanto cuando perdía algún amor de juventud.
Luego me hice adulta, me casé, me mudé y me llevé todas esas cosas conmigo. La foto ahora está, en la misma y amarillenta libreta donde, antaño, pegaba los recortes de diarios y revistas, donde veía su cara o podía leer algo sobre él. Cuando tuve mis hijos reconocí lo sabio del texto de la canción Aquellos locos bajitos. Y vi cómo se cumplía cada palabra:”…que nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día nos digan adiós…”
Como hice yo también con mi madre. Y : “No es que no vuelva porque me he olvidado de tu olor a tomillo y a cocina. De lejos, dicen que se ve más claro. Que no es igual quien anda y quien camina...” Y para mí el amor tuvo otros ojos, en mi caso eran color café. Y aprendí que lo que perdí nunca regresaba. Supe también “que lo sencillo no es lo necio”, que “no hay que confundir valor y precio”, y que “un manjar puede ser cualquier bocado”… Y hoy, “no es que no vuelva porque me olvidé, es que perdí el camino de regreso”.
Ahora han pasado tantos años, que a veces me sorprendo el no saber nada de mi artista favorito, aquel que me hacía soñar despierta. A no ser que entre a Google y lo busque, o halle una canción de él en You Tube. Viajé con mi esposo a Barcelona a tomar el crucero por el mar Mediterráneo y no pude hacer el tour de Serrat pues sólo estuvimos un día.
De aquellas y de todas las “pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas”, yo también conservo las más queridas y las guardo en un rincón, en un papel o en un cajón. Las que hace que llore cuando nadie me ve.



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