La receta del recuerdo
Hay un proverbio chino que nos aconseja no regresar
nunca al lugar donde hemos sido felices. Parecerá ilógico pero si nos
detenemos a analizar, hallaremos toda la razón en éste planteamiento. El que se
fue de Cuba hace veinte años y regresa ahora, no la reconoce. Día a día las
cosas van perdiendo su encumbramiento. Los lugares, rincones de la ciudad, las
casas, y las gentes muestran una faz cada vez más luctuosa. La calle donde
aprendí a montar bicicleta hoy no existe, fue tomada por la maleza como en el
más desalentador de los capítulos de “La Tierra sin humanos”, y el lugar donde
di mi primer beso y el banco del parque que me lo recordaba, ya no están. Sólo los
conservaré vívidos y nítidos en la mente, delineados por la connotación que
quiera darles.
En la niñez y la adolescencia vivimos momentos que
nos marcan, agradables o no; aunque por suerte somos más propensos a evocar lo
bueno, a exagerarlo quizás, agregando emociones placenteras al recuerdo con el
afán de clavarlo a la pizarra de nuestra retentiva.
Hoy hice unos espaguetis para el almuerzo basada en
una receta que extraigo de la memoria. Primero elaboro una abundante salsa de
tomate, ya sea usando las envasadas o haciéndola con tomates maduros y diversos
condimentos; logrando que quede semi espesa, sin dejar de agregarle una pizca
de azúcar, o algo más de orégano, pero teniendo siempre el máximo cuidado al
concentrarme y traer de vuelta todos aquellos sabores que me deleitaron una
tarde de antaño.
Debo ir probando hasta que el paladar perciba aquel:
el que evoco con nostalgia, y atesoro. El que llega igualmente plagado de
imágenes, como en una película con efectos no inventados aún. Porque de esa
remembranza, si me concentro, me llega el aroma exquisito de la salsa que
emanaba de aquel plato coronado con abundante queso. Repaso, con exhaustivo
cuidado, lo que el recuerdo conserva proveniente del paladar, y eso sucede cada
vez que me dispongo a hacer este tipo de pastas de mi predilección.
El culpable fue aquel plato que probé en mi
adolescencia, una tarde cualquiera, y que pedí a mi madre tal vez por capricho y
con pocas ganas de comer.
Lo memorizo muy bien porque desde el primer bocado
me supo a felicidad, y porque fue además una magnífica velada que disfrutamos
las tres: mi madre, mi hermana y yo, donde reímos y conversamos dándonos
muestras de amor y afecto. Pasado los años hemos tenido que vivir separadas,
cada una en un lugar distante, en países diferentes, con muchos años mediando
para vernos y la imposibilidad de reencontrarnos con la frecuencia que hubiésemos
querido por asuntos económicos, de leyes y de tiempo. Por eso almaceno ese día
en mi mente con tanta claridad, que hasta la luz del sol de aquel meridiano se
hace presente en la evocación.
El nombre del local no lo recuerdo, pero la primera
vez que lo frecuentamos fue un domingo a la hora del almuerzo; después de salir
del cine Actualidades, pionero en su clase en la capital. Esplendoroso, en ése
entonces, como muchos otros cines de la época de los setenta en La Habana; que
ya hoy se transformaron en ruinas o dan sus últimos estertores. Muchos surgieron
gracias al reacondicionamiento de salas de teatro para la proyección de
películas.
Éste en particular poseía cómodas y hermosas butacas
de terciopelo rojo, y un escenario majestuosos enmarcado en una arquitectura de
cemento que daba la sensación de desafiar la lógica viendo convertido el rudo
material en algo aparentemente liviano y vaporoso por las artísticas manos de
algún escultor, y donde al descorrerse las cortinas, también de terciopelo del
mismo color de los asientos, como si fuéramos a presenciar una puesta en escena,
aparecía la imponente pantalla blanca que al instante se iluminaba para dar
paso a las primeras imágenes proyectadas que nos envolvían en su magia acompañadas
de la música. Mientras recibíamos el frío del aire acondicionado en cualquier
lugar que nos sentáramos, que exigía ir preparado con algo de abrigo. Si afuera
hacía el mayor de los calores, que caracteriza la mayor parte de los días en
Cuba, ahí lo olvidábamos, placenteramente concentradas en la trama que nos
incumbía.
Esta sala de cine estaba situada en la Avenida
Bélgica, comúnmente conocida como calle Monserrate, entre Neptuno y Ánima, en
La Habana Vieja, y fue inaugurada en los primeros años del siglo XX. Hoy penosamente
destartalado, luce su cartel a medio caer en una fachada roída por el abandono
y la falta de interés más que por el tiempo.
Esperábamos con entusiasmo el domingo para salir de
casa e ir a nuestro paseo acostumbrado. Salíamos temprano, sorteando las
dificultades del transporte bajo el clima sofocante de la espera y el calor,
pero sabiendo que al regreso, como si formara parte de un itinerario
inviolable, degustaríamos aquellos singulares espaguetis que no eran “al
dentes”, como se considera la forma ideal de cocción para las pastas, sino más
bien blanditos, con abundante salsa y mucho queso, dando el aspecto de una
pequeña montaña de tierra roja con cima nevada puesta sobre un plato.
La pizzería era simple, pequeña. La caja estaba
situada a la entrada, a la izquierda y después de llegar a ella y pagar lo que
íbamos a consumir, pasábamos al local: un espacio exiguo y con pocas mesas.
Creo, incluso, que no tenía ventanas; sólo la vidriera del frontis que se
extendía de pared a pared. Nada lo diferenciaba de los sitios a donde había ido
anteriormente a comer pizza, no tenía nada que me atrajera hasta entonces. Como
los demás, estaba impregnado de los olores característicos que flotaban en el
aire provenientes de los hornos, el del queso pegándose a los bordes de los
moldes y el de la salsa cociéndose en una inmensa olla sobre el fuego que se
podía apreciar cuando la puerta abatible, situada en la pared que separaba la
cocina del restaurante, se abría.
Saliendo de allí, con el estómago lleno y la mente
plagada de fantasía por la película que acabábamos de ver; nos dirigíamos caminando
a la intersección de las calles Egido y Corrales para tomar la ruta 95 que
salía de ahí con destino a Guanabacoa y pasando por el túnel de La Habana se
dirigía al este, cruzando en su recorrido por el Reparto Residencial “Antonio
Guiteras” donde vivíamos. Llegando allí nos enclaustrábamos en nuestra vida
apacible y de barrio en espera del próximo domingo.
Después de eso, por supuesto, he comido de los
mejores platos de pasta que se puedan elaborar y en los restaurantes italianos
más destacados de los lugares en los que he vivido o visitado, porque la comida
italiana es mi debilidad, pero como aquellos espaguetis del recuerdo, y en la compañía
inigualable de mi madre y hermana, ningunos. Creo, más que nada, que por eso no
los olvido, porque como aquellos... sólo en aquellas tardes después de la matiné
del cine Actualidades.
Aún estamos separadas pero algún día, haré unos espaguetis
como aquellos, guiada por la receta que atesoro y nos sentaremos
a la mesa a compartir esos, y todos los momentos que hemos dejado de vivir
juntas.
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