El Chivato
(segunda parte)
(segunda parte)
Era increíble que alguien no conociera a mi padre, y que además se prestase a cometer actos en su contra. Pero cosas así comenzaron a acaecer en el vecindario, donde la mayoría había nacido y se había criado, donde todo el mundo se conocía y se llevaba, en su gran mayoría, como familia; ayudándonos y apoyándonos. El conflicto de uno era el de todos. A excepción de éste vecino que se le subió a la cabeza el deseo de adquirir rango y medallas, aunque esto implicara aplastar a los demás.
En ese tiempo el gobierno dio la orden de que había que declarar todo tipo de herramienta que se poseyera, y que para el país fuese útil en un momento de invasión americana: un martillo, un serrucho, una bicicleta (éstas en un momento de urgencia se usaría como medio de transporte). Todo debía quedar registrado en el inventario que hacían los CDR casa por casa. Si no se declaraba al momento del censo y alguien chivateaba (forma que en el argot cubano se designa como sinónimo de delatar a alguien), venían nuevamente los encargados de hacer cumplir tal mandato, y lo recogían todo. Hasta podía quedar tildado, el sujeto infractor, de contrarrevolucionario por la desobediencia.
Mi papá tenía varias de esas herramientas para hacer las escobas, y para los arreglos de la casa; por eso no dijo nada. No sé si fue que consideraba el hecho un extremismo, cosa extraña en él que siempre estuvo de acuerdo con el gobierno y sus dictámenes, ya que venía de una familia muy humilde que había puesto esperanzas en el cambio prometido por el gobierno de Fidel o fue miedo de perder sus trastos, esos que siempre estuvieron en la casa desde que yo tenía uso de razón para cualquier arreglo. Las típicas herramientas que no faltan en cualquier hogar
Resultó entonces, como supimos después, que este "compañero" denunció la supuesta actividad ilícita y con fines de lucro, que mi progenitor realizaba en el portal de la casa. En las auténticas palabras de un cubano: ¡Lo echó pa`lante sin compasión! Lo delató
Un día llegaron cuatro hombres a la puerta de la casa vestidos de verde olivo y con actitud prepotente a preguntar: _ ¡¿Aquí vive Santiago?! – Como si no supieran, todos lo conocían.
Y el artesano, ingenuo, en plena realización de su actividad creadora, contestó que sí. Los tipos entraron sin autorizo. Mi madre se asustó y enmudeció, y mi padre preguntaba qué estaba pasando, nervioso, de sentir el trajín sin obtener respuesta. Los sujetos no les quedó rincón por revisar: debajo de las mesetas de la cocina, encima y dentro de los muebles, y hasta en un baúl de metal viejo que había en el patio. Echaron mano a todo lo que vieron que les pareció herramienta; además del alambre, y los palos que ya teníamos lijados y preparados en el patio. Colocaron todo en una carretilla, de nuestra propiedad también, y se fueron sin dar una explicación. Se llevaron hasta los clavos.
Mi mamá se quedó perpleja y mi papá daba puñetazos en la pared de la impotencia cuando supo a qué habían venido, y recordó la circular que mi madre le leyera donde se aclaraba que herramientas no declaradas serían decomisadas. Se le juntó el cielo con la tierra. Se acababa todo, ya en aquel entonces no había dónde salir a comprar otras. Concluía así la producción de escobas. El malestar le duró días, no había un tema del que se conversara en la casa que él no contestara de mal humor. Venían los vecinos y llamaban desde la cerca de la casa: unos a mostrar su apoyo, y otros porque desconociendo lo sucedido. Venían a encargar escobas, y se retiraban perplejos.
Como dice el dicho: “Pueblo chico infierno grande”. Donde todos se conocen las noticias vuelan con nombres y apellidos; tanto de víctimas como de victimarios. Enseguida supimos quien había sido el causante del desvalijamiento en la casa. Al cabo de los días pasó frente al hogar nuestro con su acostumbrado uniforme de las MTT (Milicias de Tropas Territoriales), el que no se quitaba para nada, sus botas a media pierna bien lustradas y las patas del pantalón metidas dentro de éstas, dando el aspecto amedrentador que tanto le gustaba lucir.
Miró para adentro cerciorándose de que se había cumplido la misión, que todo estaba en calma, que mi familia había vuelto a formar la engrosada lista de los desesperados sin vías de alivio, que ya no se ejercía el trabajo ilegal. Esta vez cuando pasó, no tuvo el valor de saludar de forma hipócrita, como siempre, cruzó haciéndose el distraído.
Al cabo de los días se nos acercó en la calle, a mi madre y a mí, un hombre miembro de aquel grupo que había entrado a la casa aquel día a llevarse los utensilios y la escasa materia prima. Después de saludar, con un aire de vergüenza en sus gestos, le dijo a mi madre: _ Señora. Siento mucho haber participado en esa acción contra su esposo, quisiera que comprendiera que cumplía una orden. No era nada personal.
A lo que ella contestó con furia contenida: _ Llevo años viviendo en éste barrio,y desde que mi esposo quedó ciego, lo único que ha hecho es luchar por su familia, porque lo que entra no alcanza, como le pasa a muchos. No le hacía mal a nadie con eso de las escobas. ¡No me explico por qué precisamente a él! Y no se meten en casa de los verdaderos bandoleros y ladrones, que todos saben quiénes son. Esos que entran a nuestros hogares a sustraer lo que con sacrificio hemos logrado. ¡Y esos sí tienen herramientas, y de todo tipo para hacer sus fechorías!¡Debían ir a quitárselas a ellos!
_ Mire señora, cálmese, le voy a decir algo y espero me entienda - pidió encarecidamente el sujeto apoyándole una mano en el hombro a mi madre, que separó de inmediato con un sólo gesto - Fue Orlando el de la idea, e insistió, porque dice que si no, todos iban a hacer lo que les pareciera en un tiempo más, que había que actuar con mano dura ahora. Y no se preocupe que a los bandoleros les llegará su hora. Discúlpeme por favor. Suplicó, y se alejó algo asustado mirando para todos los lados.
Cuando pasaron los días, una noche, llegó un muchacho hasta la cerca de la casa y llamó a mi madre por su nombre, yo me asomé como era costumbre en mí por curiosa. Traía en las manos algo envuelto en un trozo de saco. Eran unas herramientas que el individuo aquel, que nos interceptó días antes, le mandaba a mi padre, con la condición de no usarlas en hacer nada para vender. Y mucho menos que comentara quien se las habían entregado. Que por favor, sólo las usara en trabajos del hogar.
Mi progenitor, furioso, se sintió delincuente sin serlo por aceptar ahora, a escondidas, unas herramientas que no correspondían a las suyas, aquellas que había tenido por años y que realmente le pertenecían. Por no buscar más problemas y porque mi madre se lo pidió, todo se quedó así. Era mejor no hablar más del asunto.
El cínico de Orlando seguía pasando siempre por la acera de la casa, y levantaba la mano en acto de saludo. Tuvo el cargo de vigilancia en el CDR, con el tiempo llegó a ser secretario de la entidad. Afectó a muchos otros con sus suposiciones descabelladas y sus delirios de vigilancia. Siempre tenía un ojo en el visillo para el que llegarse de madrugada, o el que anduviera con bolsas. Si era un auto extraño prestaba especial atención a la matrícula. En eso pasaba la vida: en vigilar y lustrar sus botas.
No recuerdo que otro fuera su trabajo. Aspiró a ser presidente de la organización vecinal, pero nunca se le otorgó el puesto porque todos fueron conociéndolo y nunca lo apoyaron con los votos suficientes para que desempeñara el cargo, por lo que no llegó a alcanzaba su propósito, por suerte. Pertenecía a cualquier cédula revolucionaria que pudiese, vivía vestido de verde olivo y de reunión en reunión.
Mi padre murió después, al poco tiempo, sin haber incursionado en otro ámbito, se apagó y júbilo de la vida. Dejándonos el recuerdo de su imagen triste meciéndose en el sillón del portal días enteros, y escuchando constantemente la radio.
Mi madre, que fue profesora de soltera, ahora no encontraba nada en el giro por no estar a tono con las actualizaciones docentes, y consiguió un trabajo barriendo calles en las mañanas en el horario nuestro de clases. Pretendía sostener nuestras vidas con ese ingreso. No le pagaban lo suficiente y, además, tenía que soportar el sol valiéndose de mangas y sombrero. En las tardes hacía arreglos de costura para la calle y nos cuidaba, éramos bastante chicas entonces. En las noches la ayudábamos a hacer flanes, croquetas y budines, con las recetas más ocurrentes en base a casi nada. Mermelada de guayaba y dulce con las cortezas de éstas, conocido "Casquitos", frutos recogidos de las dos matas del patio; para luego vender todo de forma discreta, durante el día, por los alrededores, camuflando la mercancía en las maletas escolares nuestras o en la cesta de su bicicleta.
Así transcurrían los meses mientras los papeles de la pensión por viudez, para ella, y alimenticia para nosotras las hijas, hasta tener mayoría de edad, se tramitaban con lentitud.
... (continuará).
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