martes, 22 de septiembre de 2015

El Chivato. (Tercera y última parte)

El Chivato 
(Tercera y última parte)

En el barrio la gente vendía o intercambiaba lo que no consumía: La cuota de alguien que se hubiera muerto y no le hubieran dado la baja todavía de la Libreta de Abastecimiento, o la ración  del que se fue del país de cualquier forma, clandestina o no, que ya eran muchos; o del que estuviese en el servicio militar o en el ejército. Eso podía ser una salvación. Negociar hasta los frutos de los árboles que cada uno tenía en el patio hacía la diferencia. 
De alguna forma todos buscaban el sustento, y el contrabando era un secreto a voces tratando de pasar desapercibido por las narices del intransigente militar, que seguía viendo en éstas formas de subsistencia un delito. Con hacer Durofríos (helado de agua con sabor a fruta) o Coquitos (dulces hechos de coco rallado y azúcar) también se delinquía, porque entonces se cuestionaban de dónde sacábamos el azúcar; si ésta la daban de forma racionada por la libreta, y se sabía que normalmente no le alcanzaba a nadie. ¿Qué puedo decir? Todo era ilegal, y se ponía cada vez peor la situación.

Después vino lo de la guerra en Angola y la participación cubana en ella. Como era de suponer, el hombre; el indeseable, fue el primero en enrolarse. Mostraba satisfacción hablando de su alistamiento, cuando otros lo hacían por obligación,  por miedo al régimen, a la represión, o cuando les fallaba la búsqueda de algún pretexto válido que los liberara del compromiso forzoso. Él se veía orgulloso, aún sabiendo que dejaría detrás a su mujer y a sus hijo, el mayor de ellos de aproximadamente doce años, para ir a luchar por sabe Dios qué razón más poderosa para él.
Hubo miseria, cada vez más acentuada en el país, y esa familia se la había sufrido toda porque a esa casa no entraba ni un alfiler que no fuera por vía legal. Pero cuando él se marchó la situación se agravó para esa esposa con tres hijos. Los niños necesitaban comer todos los días, y sucedió que ella empezó a relacionarse e ir por las casas de los vecinos con frecuencia,  Al principio se desconfiaba de sus visitas pero viendo sus carencias, iguales o mayores que las de los demás, los vecinos empezaron a ayudarla y a solidarizarse con su soledad, a través de los años que fueron pasando, muchos en realidad pues la guerra de Angola fue un conflicto largo, y la intervención cubana conocida como "Operación Carlota" tuvo igual duración.    
La mujer empezó también a frecuentar nuestra casa en busca de la “oferta” de ocasión, o nosotras a la de ella a proponerle. Llegó a comportarse como lo hacía todo el mundo, resolviendo el sustento diario. Pasado el tiempo suficiente mi mamá le comentó, en tono de complicidad:
_ ¡Si Orlando nos ve!
A lo que contestó ella desde su corazón de madre:
_ El está lejos y los muchachos me piden cuando tienen hambre, y hay veces que creo enloquecer. No sé qué me voy a hacer, es duro estar sola y tú debes saberlo. ¡Sabe Dios hasta cuando sea esto de la guerra! Mi mayor miedo es pensar que no vuelva, aunque ya no sé si me da lo mismo.
El tiempo pasó para todos en el barrio con altas y bajas en el cotidiano vivir, y cuando fueron regresando los cubanos de Angola, durante ése espaciado período de tiempo: Unos en féretros, otros en pequeñas cajas, otros vivos, otros medios muertos, y otros con secuelas de guerra. Él regresó de los últimos, pero no como se había ido, ésta vez bien acabado, habían quitado uno y puesto otro. Flaco como una palma y con una enfermedad en la piel que se despellejaba todo como si se estuviera muriendo de a poco o cayéndose a pedazos, hizo su aparición el día menos pensado. Su salud mental también daba muestras de estar deteriorada, se pensaba que quizás estuviese padeciendo algún tipo de delirio de persecución, o desorden post-traumático. Hablaba solo, en ocasiones miraba asustado para los lados y cualquier ruido lo hacía brincar en su sitio, el contén de la acera, donde pasaba la mayor parte del tiempo sentado.
Un día pasando por el frente de su casa, explotó una de las gomas de mi bicicleta. El hombre, que regaba las plantas con una manguera; saltó tanto de la impresión que alcanzó a mojarme, y me mandó al demonio de la peor manera. Ese día sentí pena por él, por todo lo que representaba.
Durante el tiempo que él faltó, la mujer se había conseguido un trabajo de cajera en el mercado nuevo que habían construido, y  ya era otra persona. Poco tiempo después lo abandonó, aunque continuaban viviendo juntos en la misma casa. Sus hijos seguían tratándolo igual, pero ahora lo repelían por el padecimiento de la piel que, aunque no era contagioso, era detestable a la vista y al tacto.
El chisme de que dormía en un catre en la sala comenzó a correr como corrían las acusaciones de antaño de las que fuimos víctimas. Ahí estaba ahora cargando con su condena -era la comidilla de los vecinos- y aún así seguía igual que siempre, tratando de hacer de las suyas en contra de la gente. Ahora tenía algo más de que enorgullecerse: mostrar sus distinciones en su descuidado uniforme que casi resbalaba de aquel cuerpo escuálido y moribundo.
¿Ya ven? Por eso digo que las personas pagan en vida el mal que hayan hecho. Él lo está pagando, aunque sigue en lo mismo, afectando al vecindario. No se detiene, nadie se explica qué es lo que pretende y hasta donde lo llevará su maldad, pero ya no lo toman en cuenta, es un fantasma del pasado, un bufón de mala muerte. El desparpajo y el descontento son los que lideran, y la gente se enfrasca más en la supervivencia de cada día con menos miedo a protestar.
Como éste señor hay muchos otros todavía, sabemos quiénes son y todas las cosas que han hecho y las que hacen, hasta los podemos señalar con un dedo aunque se escondan detrás de su máscara hipócrita y su sonrisa cínica. Los hay, no sólo en el barrio sino en todo el país. Pero el cubano nunca ha sido belicoso y siempre ha temido o postergado al máximo los derramamientos de sangre. No queremos héroes si ello implica la pérdida de algún ser querido. No hay nada que se pueda comparar al placer de tenerlos cerca nuestro. 
Tengo fe en que la justicia aunque tarda, llega. Y toda deuda que se adquiere se salda de alguna forma al final, sólo hay que darle tiempo al tiempo y tener suerte para verlo.

Fin.
Autora: Marta Requeiro.
Derechos reservados: Marta Requeiro.


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