El Chivato
La gente debería pagar en vida el mal que haya hecho,
porque si no; dónde quedaría la justicia. Si no tuviéramos la certeza de que la
maldad tiene castigo, de que algo poderoso caerá con fuerza sobre los canallas poniendo
su mano y haciéndolos pagar; el desespero de vengarnos nosotros mismos, nos
haría caer en una anarquía absoluta de nunca acabar. Hay un refrán muy cierto
que dice: “No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”.
En mi caso esperé muchos años para ver un ápice de
justicia aplicada en su contra, pero el muy perverso vivió todos esos, complicándoles
la vida a muchos. Ya le habían ocurrido situaciones, de las que en parte me
alegré, pues sentía que era una forma divina de hacerlo pagar. Muy a pesar de
eso no escarmentaba, nunca lo hizo, porque esa es su naturaleza: la maldad.
Podía pasar desapercibido para muchos, pero yo lo
conocía muy bien y lo podía señalar con un dedo. Pero hay veces en las que uno
no tiene otra alternativa que dejarle las cosas al destino y continuar con la
vida. No podemos vivir sintiendo odio, o temor, y que ésto a su vez nos limite,
paralice o enferme, haciéndonos la vida doblemente miserable.
Tenía esposa y una descendencia que sabían de la
pata que cojeaba, pero no les quedaba otra que aguantarlo porque no lo podían
lanzar a la calle, o envenenarlo, o irse de la casa. Esa era la casa de todos
ellos y a él también le pertenecía. Pero me consta que le hablaban lo
necesario, y vivían con la vergüenza de saber que ese engendro con un corazón
tan negro: era el padre. El muy prepotente se jactaba de sus actos maléficos
que camuflaba tras el pretexto del cumplimiento del deber en defensa de los
principios de la revolución.
A quién se le hubiese ocurrido delatar al vecino por
usar su auto de taxi, cada vez que le fuera posible, para transportar turistas
en él y conseguir los dólares que le permitieran adquirir una comida decente
que llevar a su mesa. O acusar a la señora que prefería comprar café en el
mercado negro porque no había otra forma de adquirirlo, y el que daban por la
libreta de abastecimiento no alcanzaba o era de muy mala calidad, o incriminar
al que adquiría de contrabando un jabón con el que conseguiría darse un baño digno.
De la misma manera tenía que cuidarse de él el que
arreglaba zapatos porque venían agentes de la ley, y le tocaban a la puerta
para cuestionarle de dónde había sacado el pegamento para las suelas, los
clavos, o las gomas de ponerle a los tacones. Y si no podía justificar el
origen de la mercancía le decomisaban todo.
Cuando alguien dejaba sorpresivamente de realizar
una labor con la que, se sabía, había estado procurándose una mejora en la
economía familiar, ya intuíamos lo sucedido: había sido víctima de un chivatazo
(como se dice en buen cubano).
Al que tuviese un poco de piedad en su corazón no se
le hubiera ocurrido acusar a un ciego por hacer escobas: ¡ni que fuera un
peligro de estado! Creo que reflexionaría y comprendería, que esa persona
estaba lejos de hacerlo por enriquecerse, su motivo más poderoso era sentirse
útil.
No es difícil imaginar cómo transcurrían los días
para éste desafortunado, en la monotonía y en las tinieblas, tratando de
sacarle provecho a sus otros sentidos intactos; o al menos buscando qué hacer,
en qué emplear su tiempo, para aportar al bienestar del hogar y su familia.
Ese ciego era mi padre que desde los dieciséis años
era diabético y perdió la visión totalmente al rededor los cuarenta. Desde
entonces su vida se limitaba a balancearse en un sillón en el portal, escuchando
la radio, como para espantar las penas; pero eran muchas las penas, y estaban
bien arraigadas, y oscuras, como su propia ceguera. Penas que lo desgastaban,
amargaban, y envejecían aceleradamente; que yendo de la mano del también
creciente deterioro de la vida, dadas las necesidades de la Cuba de ésa época,
lo dejaban en una delicada situación emocional.
Tenía aún juventud, unas manos fuertes y
trabajadoras, acompañadas de su mente clara e inquieta, llena de ideas y de
sueños que no se habían podido concretar. Sus hermosos ojos azules fueron
perdiendo el sentido para el que la naturaleza los creó y se tornaban en una
mirada abierta ante el desespero y la cada vez más creciente y envolvente
oscuridad de sus fondos.
No pudo seguir trabajando como chofer de camiones,
que era a lo que se dedicaba desde hacía muchos años, y con lo que conseguía el
sustento. Yo le servía de lazarillo en mis ratos libres de escuela, ayudándolo
a mover las vacas para que pastaran; las que tuvo que entregar por ley, al
gobierno. Le pagaron ciento cincuenta pesos cubanos por cada una, un precio
irrisorio, dejándolo nuevamente atado de pies y manos.
Después ideó comprar una pareja de puercos. Recogíamos
sancocho por el barrio, para alimentarlos y los teníamos, a un kilómetro de
casa, en el patio de un amigo. De esos esperaba obtener crías para venderlos o
destinarlos a nuestro consumo; pero al año siguiente, 1971, se desató una
epidemia de fiebre porcina y el gobierno dio la orden de decomisar todos los
cerdos, y nuevamente volvió a quedar sin nada en qué ocupar el tiempo. La
fiebre nunca llegó al barrio, ni
siquiera supe si fue cierto, y muchos vecinos osaron quedarse con alguno que
otro animal escondido en los baños, operados de las cuerdas vocales para que no
chillaran. Los que pudieron cebar y comer ese año, o los siguientes.
Como resultado de ir perdiendo éste sentido vital,
en ocasiones sorprendíamos a mi padre llorando, y muy decepcionado de la vida
con todo el tiempo disponible para angustiarse, pero era un hombre íntegro y
responsables que sufría también por nosotras. Cuando le afloraba de nuevo la
cordura, buscaba en que ayudar e ideaba qué hacer, y decidió confeccionar
escobas. Para el momento que se vivía en el país era un reto difícil, comparado
con el deseo de un artesano de desarrollar su arte cuando no hay nada a que
meterle mano, aunque su imaginación fuese súper creativa. Se hacía casi
imposible encontrar la materia prima, así como los instrumentos de trabajos
necesarios para la actividad.
Pasó un tiempo prudente en el que acumuló materiales
para comenzar. Las personas que luego lo veían en el portal de la casa en la
plena producción de escobas con aquellos rústicos elementos y su invalides; se
maravillaban. Él se sentía feliz, escuchando el radio, un aparato “National”
americano, de carcasa plástica color verde claro, que lo acompañaba en su
tarea. Teniendo especial cuidado de dónde dejaba cada cosa para luego
encontrarla al tacto. Cuando ya las primeras escobas estuvieron terminadas, mi
hermana y yo se las ayudábamos a vender por el barrio, al precio módico de tres
pesos cubanos; eso era una bagatela en aquel entonces. Los vecinos las
encargaban con antelación y las compraban muy bien, porque las hallaban
considerablemente buenas en precio y calidad. Mi padre, en muchos casos, las
fiaba teniendo en cuenta que eran todos del barrio. Siempre fue del lema de
que: “Haz bien y no mires a quién”.
Su idea era hacer
como los chinos: no vender caro, sino vender mucho. Aunque realmente creo que
más que dinero, lo que obtenía era distracción, porque con esos ingresos era
poco lo aportado al patrimonio apretado del hogar. Además lograba cansar su
cuerpo, dormir mejor en las noches, y que pasaran más rápido los días en espera
de la pensión de retiro por enfermedad que ya se estaba tramitando hacía tiempo....(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario