Porque a alguien alguna vez le ha pasado.
Un día me di cuenta que respiraba sin agitación, que ya no me
despertaba con desespero en las noches, sino que dormía de corrido aunque
hubiese olvidado las pastillas de Calmín, a las que les reforzaba el efecto
tomándolas con Tilo o con té Carmencita, o contando las horas para volverla a
tomar porque me era imposible conciliar el sueño.
Que volví a tener
apetito y ganas de comer ciertas cosas -chocolate por ejemplo-, de preocuparme
por hacer una comida rica aunque sea para menos personas: adobar y sazonar. Que
me concentraba en lo que leía, que reía ante un cuento tonto, que volví a
cantar en la ducha, que hacía planes y soñaba con nuevos proyectos, que me
preocupaba por mi aspecto sin sentir culpa, que dejé de cuestionarme y buscar
culpables, que no tenía ganas de quedarme en la cama sino de arreglarla bonita
y ponerle cojines, de hacer grandes limpiezas, decorar, cambiar de lugar los
muebles, coser.
De volver a
escuchar mi música favorita, de salir a caminar, a tirar fotos, que podía mirar
las familias reunidas, las madres con sus hijos, las abuelas con sus nietos sin
que se me hiciera un nudo en la garganta y el corazón una pasita.
Que los
pensamientos que antes me entristecían ahora los veía desde otra perspectiva,
con resignación y como una enseñanza. Entonces comprendí que había superado mi
crisis, que había atravesado el desierto, que había llegado a la luz.
Supe que había
aprendido a quererme. Podía decir lo que sentía sin miedo a gatillar en alguien
la decisión de ofenderse por una tontera, o molestarse sin razón y amenazar con
no regresar. Porque quien lo quiere a uno no le pone condiciones, lo acepta
como es con defectos y virtudes, lo defiende y lo salva.
Ya no miro el
calendario pendiente de un día en específico en el que preparaba todo para dar
el mejor recibimiento y al final quedaba esperando o pensando qué pasó que las
cosas no resultaron bien. No me estresa la espera, la perfección, lo ético o lo
políticamente correcto. Ya no siento pena por mí de ver cómo, incluso, mis más
cercanos viven, sueñan sin preguntar cómo estoy por miedo a abrir la herida.
Que la vida siguió igual, que el mundo no se detuvo. Que mi dolor por grande
que fue -no que haya dejado de ser sino que lo relegué- no detuvo al mundo.
Que ya no tengo
ataques de llanto en soledad ni ganas de gritar y puedo hablar del tema
pensando que así es la vida, que no sólo me pasa a mí. Como diría alguien:
"La vida es con dolor"
Definitivamente
había entendido el mensaje. Lo comprendí desde la dolorosa forma que me lo
hicieron saber, desde el silencio, el desprecio, la falta de interés, el
desplazo, el rechazo, la exclusión, la incomunicación y el transcurrir del
tiempo.
Pasé casi
trescientos días de un profundo dolor. Hubiese preferido estar enferma y ser
amada y valorada, a estar sana y ver que no le importaba a un ser al que le
había dedicado desvelo, protección, amor.
La impotencia me
sujetó con su camisa de fuerza hasta que sola pasó la furia mordedora de lo
incomprensible e inexplicable y llegó la cura: sin ungüentos, sin paños tibios,
sin cuidados ni compasión. Sin una llamada para preguntar como estaba, o
escuchar una disculpa.
Hoy, gracias a que
eso pasó, sé que soy la persona más importante en mi propia vida y sé a quienes
les debo agradecer por haberse preocupado realmente, los que me brindaron - ya
no una palabra de consuelo porque se les habían acabado, y porque ante un dolor
así no hay palabras que consuelen- una mirada en la cual refugiarme y hallar
comprensión.
Que puedo
continuar y retomar la normalidad sabiendo que tú estás bien, sano, feliz,
progresando... en fin, con una vida plena en algún lugar que desconozco de este
vasto universo donde decidiste y no quieres que este. Y esa es una
determinación que hay que respetar.
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