Una tarde.
Llegó al restaurante y, cuando lo atendieron, pidió un plato de
almóndigas en salsa. Le dijeron que había demora; asín que se dispuso a esperar
sin remedio. A pesar de su hambre, para ir matando el tiempo le pidió al mesero
la clave de la Wifi y que le trajera un mojito. El trago llegó rápido
acompañado de un plato con pan trozado bañado en aceite de oliva y sal, y un
papelito con el nombre del local y cuatro dígitos.
Al lado de su mesa
había una pareja de gringos frikis que reían a más no poder chocando sus vasos
que contenían güisqui a la roca. Sacó su computador portátil de última
generación, con lector de cederrón y se conectó a internet para revisar correos
y cerciorarse de tener la carpeta digital, que emplearía para su entrevista, en
orden.
Nada lo había
distraido hasta que le pasó por el lado una despampanante mujer moviendo con
gracia su cuerpo y pensó: ¡Tremendo culmen! Mientras se deleita del perfume que
la dama iba dejando tras suyo, camino al baño. Sudaba, lo hizo mucho más
después de verla y se pasó la soballeta por la frente.
Los ventiladores
del fondo tiraban algo de aire caliente proveniente de la cocina hacia el
salón, haciendo aún más caluroso ese mediodía de otubre en el sur de La
Florida.
Sin darse cuenta
ya le traían el abracadabrante plato del que podía servirse medio batallón.
Comió hasta sentir tirantes los botones de la camisa y cuando no pudo más pidió
una caja para llevarse el resto. ¡No sé qué es peor, si tener hambre o está
llenura asquerosa!, reflexionó.
Luego vio regresar
a la hermosa mujer que se sentó al lado de un Ñor con aspecto de papahuevos que
le hacía pensar que él -comparándosele- era un papichulo y que quizás la chica
tendría con el individuo una relación de amigovios. Vivir tantos años en
España, bajo el euroescepticismo, lo hacían desconfiar de la seriedad de esa
relación.
Llevaba poco
tiempo en Miami y no dominaba bien el inglés asín que desde su celular envió un
tuit en espanglish a la persona con quien se reuniría en menos de una hora.
Descambió un billete para portar sencillo y notó que no le dieron bien el
vuelto, no se quiso conflictuar y tomó sus pertenencias y la pequeña caja con
el resto la comida y salió rápido del local.
En la acera, antes
de hacerle señas a un taxi -intuyendo que estaría lleno todavía en la noche-
depositó en la mano de un vagamundo que pedía limosnas, el envase desechable
que portaba la comida todavía caliente.
Uno de los tantos
autos amarillos respondió rápido a su llamado e hizo una súbita maniobra y vino
a parar cerca de un charco que se extendía hasta la vereda. Se arremangó un
poco el bluyín para no mojarle las patas y se subió sin agravio agradeciendo al
taxista de antemano, el que le respondió: ¡Manda uebos!, el trabajo escasea y
hay que ser agílibus para no dejar escapar un cliente. Además- como si fuera
poco- ser ágil, tener vista de águila para saber quién es pinchauvas. ¿Dónde le
llevo? -siguió hablando el chofer- Tenga cuidado con unos cuantos apechusques
que tiré ahí detrás: unos albericoques, molocotones y mondarinas que hay en una
bolsa. Si desea me los echa para acá alante...
A este apartotel,
por favor. -respondió el sujeto mostrando una tarjeta; incómodo por la llenura
y deseoso de llegar a tiempo y ultimar los detalles para su cita.
¿Y bueno, qué le
parece este conceto de vida relajada? ¡Norabuena!, por su llegada. ¿Viene a
pasear o a trabajar?... -siguió hablando solo el chofer mientras su pasajero se
acomodaba echando la cabeza hacia atrás para disfrutar del aire acondicionado y
relajarse.
Cuando se bajó del
taxi, y mientras cancelaba el saldo que decía el taxímetro, vio bajarse de un
auto similar al monumento femenino de carne y hueso con el que, minutos antes,
había coincidido en el restaurante.
Pero ya lo que
pasó después es otra historia que les contaré usando otras de las nuevas
palabras aprobadas por la RAE.
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