viernes, 3 de marzo de 2017

¡Siacará!

                               ¡Siacará!


Cuando uno prepara las cosas para salir de Cuba, aunque sea con una visa de turismo, vive en un puro nervio. No importa que no estés buscado por la justicia, que tu trámite sea completamente legal; el solo hecho de esperar a que todo se de, ya te mantiene estresado. ¡Lógico!
El tiempo que hay que esperar es necesario y ventajoso. Sirve que para ponerse a reunir para el pasaje vendiendo cachureos: pertenencias con algún valor y ropa que uno no se va a llevar. Planificar hasta el más mínimo detalle. Haciéndonos esas interrogantes constantes en nuestro interior: ¡Ay, Dios mío! ¿Se me dará al fin todo? ¿Qué tiempo más se demorará la visa? ¿Qué tiempo más estaré después para volver a ver a mis hijos, a mis seres queridos?
Ahí es cuando uno siente que necesita un apoyo espiritual, asegurarse por todas las vías posibles de que todo se desenvolverá satisfactoriamente.
Empiezas a ir a la Iglesia con más frecuencia, a hacer mandas a la Virgen, pensando que es madre y que comprende. Pones vasos de agua encima de los muebles más altos de la casa haciendo peticiones a pesar de que tu madre te diga que el que cree en Dios no tiene que hacer esas cosas; pero uno las hace igual porque luego si el permiso para salir del país no se da crees, buscando las causas, que fue por no pedirle a los santos, por restarles importancia.
En tu trabajo mantienes todo en silencio hasta el último minuto, pero tienes esa amiga que te ayuda desde la clandestinidad con los preparativos emocionales para la salida. Ella, que conoce tu angustia, te aconseja que vayas a ver un babalawo para que haga que todo salga bien. Y les aseguro que no siempre hay que ir a Guanabacoa.
_ ¡Ahora sí te volviste loca, hija! ¡Relájate, si todo está dentro de los plazos! -así dijo mi vieja, que también estaba conmigo en ese trance, cuando le comente.
Pero ya tenía el "bicho" en el cuerpo de buscarme un entendido en la materia y por suerte había uno cerca de casa, porque a veces no basta con una visita. Era un vecino correcto, respetuoso, respetado y al final me decía: _ Dame lo que tu quieras. A la prenda siempre hay que pagarle.
Lo conocía desde joven. Sabía de su religión pero nunca había sentido tanta necesitada, como hasta ahora, de consultarlo. Le conté sobre mis temores y me dio las instrucciones de cómo proceder para lograr mis objetivos. La esposa y el hijo eran sus asistentes.
Salí de allí con el acuerdo de realizar una "limpieza espiritual"  en la casa, la que quedó programada para efectuarse dentro de un par de días más durante la tarde, cuando regresara del trabajo.
Unos tabacos, aguardiente, determinadas hierbas, colonia y agua bendita -que solo había que ir a buscarla a la iglesia- era todo lo que necesitaba tener listo para cuando la vecina (señora del religioso) llegara a la casa a realizar la ceremonia. Mami me ayudó, como siempre, en esto también, aunque ella por su parte hacía sus peticiones diarias como un reflejo condicionado.
Para cuando la mujer llegó, acompañada de su hijo, ya todo estaba dispuesto sobre la mesa del comedor. Empezó a hacer unos rezos mientras preparaba varios mazos con hierbas mixtas y les  echaba por encima una mezcla de agua bendita y colonia. El hijo, que se mantenía serio y callado pendiente a las órdenes de su madre, encendió el tabaco y llenó un vaso de ron con el que se cargó la boca en un buche que nunca tragó.
Empezarían de atrás hacía adelante pasando por toda la casa, así entendí por los gestos hechos por la mujer que no paraba de rezar. Alzó las manos lo más que pudo por encima de su cabeza, en la derecha tenía uno de los mazos de bejucos empapado en colonia y agua bendita y comenzó a sacudirlo salpicando para todos lados, mientras continuaba balbuceaba algo inaudible en un estado de concentración muy evidente.
El joven, con el vaso de ron en una mano y el tabaco encendido en la otra, seguía a su madre, que lideraba la dupla durante el recorrido por toda la casa, tirando ron desde su boca en los lugares por donde la mujer pasaba primero y volviendo a llenarse la boca con el aguardiente.
Los seguíamos de cerca mi madre y yo, tratando de mantener a mis hijos fuera para que no molestaran en el afán de no perderse un detalle.
De la cocina al comedor, del comedor al cuarto del fondo, entre rezos, gajazos a las paredes y rincones, salpicaduras, humo de tabaco, y rociados de buches de ron a diestra y siniestra, iba la comitiva limpiadora con los simpatizantes detrás y los curiosos mantenidos a raya, corriendo por el rededor de la casa tratando de mirar por las rendijas de las ventanas de cada habitación.
La santera cogía un mazo nuevo de hierbas a cada rato de los que tenía sobre la mesa, y tiraba a un costado del portal el que ya estaba "cargado". Advirtiéndole a los muchachos -que se personaban de inmediato- que no los tocaran o pisaran, y entraba de nuevo a retomar su actividad.
Frente a la cama de dos plazas del cuarto principal se paró el joven a hablar en lenguaje lucumí sosteniendo en alto el vaso y el tabaco. La mujer montó el santo y en los movimientos convulsivos de su cuerpo chocó con el brazo de su hijo que sostenía la pieza alargada de origen vegetal -de la que sacaba humo como malo de la cabeza. El golpe sirvió para que cayera sobre la cama el tizón ardiente de la punta.
Mami rezando con los ojos cerrados, los dos visitantes en trance y yo me había ausentado un momento para ver los niños, que los había oído discutir.
Cuando regresé, la sobrecama de Chenille color verde limón (una de las pocas cosas que tuvimos el derecho a comprar por cupones en la tienda para los novio cuando nos casamos) ardía como pasto seco. ¡Nadie se daba cuenta!
Atiné a gritar: ¡Fuego! Mis hijos se hicieron eco inmediatamente sin haber visto nada y salieron a la calle corriendo como locos por ayuda gritando incesantemente: ¡Fuego!, ¡Fuego!
El joven creyente manoteó el área con precaución y desespero mientras la señora volvía en sí, con los ojos rojos para cooperar, destendiendo y dando trapazos en la cama. Fui al patio y traje corriendo un cubo con agua que tiré sobre el colchón. El fuego se aplacó tan rápido como se llenaba la acera de curiosos y muchachos saltando frente a la cerca para mirar.
Los vecinos vieron salir a la mujer de turbante blanco y collares coloridos de la casa, acompañada de su hijo. No cabía dudas que se había estado haciendo un trabajo de santería.
_ ¡Siacará! -dijo una vecina, pasándose las manos por los brazos que se le pusieron como piel de gallina, cuando los dos visitantes se cruzaron con ella entre la multitud al salir de casa y llevaban los ramos de bejucos usados envueltos para botar.
Ese día dormí incómoda en el sofá mientras el colchón esperaba secarse en el patio.
Días después me dieron la visa. Me reuniría pronto con mi esposo para luchar juntos por un mejor futuro en familia. Pero después, por muchos rezos, súplicas y trabajos hechos por mi madre a la distancia, estuvimos dos interminables años sin ver a nuestros hijos. Y la vida marcada por una incesante separación de los más amados.

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