"Racuneando"
Cuando llegamos a Estados Unidos, en el 2012, fue muy difícil el comienzo. Estábamos desorientados y asustados por haber dado el paso de dejar en Chile una vida estable y llegar a empezar de cero con cincuenta años en las costillas. Había que esperar para acogernos a la ley de ajuste cubano sin poder valernos de los beneficios que poseen los que cruzan la frontera; pues al entrar no pedimos asilo -por no estar seguros de cómo proceder- ni siquiera si nos iba a ir del todo bien. Dejando siempre como alternativa el poder regresar a ese hermoso país entre Los Andes que nos acogió por casi quince años. Creo que el típico miedo que da lo novedoso y el cambio nos hizo actuar así.
No obstante, veníamos con la economía planificada para subsistir por una temporada. Rentamos un apartamento en la playa de Miami Beach. Aquí, porque estaríamos cerca de la familia más cercana de la que habíamos estado separados por años, que nos apoyaría emocionalmente. Además siendo éste un lugar turístico pasaríamos mejor el tiempo legislado – un año y un día- para aplicar a la ley de ajuste.
Los días se hacían interminables. No estábamos acostumbrados a no hacer nada, a tener demasiado tiempo libre. Caminábamos por todas partes, creo que hasta por lugares que no aparecerían en el mapa de la zona. Ya nos conocíamos todo: los pasajes que sirven de conexión con calles, avenidas, parques, plazas y jardines. Atravesábamos los edificios, en su mayoría Art Deco, que conjuntamente con las cálidas aguas que se disfrutan acá en toda época del año, y la espectacular puesta de sol desde el escenario de La Marina de Miami, son el atractivo turístico del lugar. No dejamos un recoveco por transitar. A cada día le asignábamos a un cuadrante. Descubrimos lo menos visible de Miami Beach durante aquellas caminatas que se convirtieron en nuestro principal pasatiempo.
Para nuestra sorpresa, descubríamos cosas despreciadas; recostadas a las paredes de los patios, o colocadas sobre los cestos de basura para ser recogidas por el que quisiera llevarlas o retiradas por el recolector de basura. Si considerábamos que con un toque de ingenio y laboriosidad podíamos transformarlas en algo útil, nos la echábamos al hombro y partíamos con ellas sin el más mínimo sonrojo, eso sí, continuando por los callejones y pasajes para no salir a las calles principales repletas de turismo y llamar la atención. Aquella actividad de reciclado se volvió nuestro cometido para llenar el abundante tiempo libre.
Cuando no nos acompañaba la “suerte” en los hallazgos terminábamos en la playa, caminando por la arena o dándonos un chapuzón, casi anocheciendo, con lo que llevábamos puesto, que siempre era ropa ligera producto del calor, para llegar exhaustos al apartamento y dar por concluida la jornada.
Acá en la Florida hay un animal, un poco más grande y corpulento que un gato. Su nombre en inglés es Raccoon (se pronuncia Racún): el que se rasca con las manos. Han sido usados como mascota pero, al llegar a la adultez, son abandonados por su tamaño, los desordenes que causan dentro de los hogares y porque en muchos casos se han tornando agresivos. Tienen hábitos nocturnos y un agudo sentido del olfato. Irrumpen en los patios para hurgar en los contenedores de desechos y en todo lo que es basura buscando comida.
Se le conoce también con el nombre de Mapache; que proviene del Náhuati -lengua hablada por los nahuas en México- y que quiere decir “el que tiene manos”. Definición que se ha ganado éste especímen, de la familia de los Procyon, por la habilidad que lo distingue de otros mamíferos de sentarse sobre sus cuartos traseros y usar las zarpas delanteras para agarrar y sostener la comida.
Se me ocurrió entonces que a esta acción de buscar cosas por esos pasajes, que pudieran tener alguna utilidad, le llamaría “Racunear”. Y así le decía a mi esposo cuando se acercaba la hora acostumbrada del “paseo”: _ ¿Vamos a racunear?”
Siempre aceptaba pues estaba tan aburrido como yo. Salíamos andando hacia la zona previamente acordada en busca de objetos reciclables. Así fue que empezamos a hallar cosas tales como: espejos enmarcados, grandes y pequeños, un juego de muebles de terraza en hierro trabajado compuesto por una mesa redonda y dos sillas; infinidades de mesas de igual material, o de madera, de diferentes formas y tamaños. Sillas, macetas, plantas, lámparas, cajas con libros, un respaldo de cama Queen en madera dura y torneada, gaveteros, cestas de mimbre, artículos de cocina, candelabros, dos ventiladores y una aspiradora -que todavía funcionan y que aún usamos- cuadros de diferentes motivos y tamaños. El sofá de la sala, el que aún conservamos: un Natuzzi de cuero blanco al que sólo le faltaban los cojines del respaldo, que luego confeccione en tela de lona blanca para completarlo. Su holgura y comodidad ha servido de cama a algún invitado ocasional.
La actividad se tornó entretenida y puedo decir que adictiva. Era adrenalínico divisar a la distancia un objeto y adivinar qué era. A todo le dábamos un similar proceso: limpiar a fondo con productos especiales que comprábamos. Reparar, lijar, pintar y tapizar, según lo requiriera cada pieza en particular. Esa fue nuestra principal actividad durante los trescientos sesenta y seis días de espera para aplicar al permiso de trabajo. Así fuimos amoblando el departamento que rentábamos, el que al principio solamente tenía la cocina y el refrigerador, que es con lo que lo entregan.
No sabíamos qué tiempo íbamos a poder estar en la playa. Si después de tener el autorizo legal para trabajar el empleo lo encontraríamos aquí o lejos, o si iba a ser rápido encontrarlo. Se conoce que el costo de la vida en ésta área turística y de playa es más elevado, pero eso lo de “racunear” hizo que ahorráramos y, lejos de gastar dinero en comprar nuevo, estábamos reciclando y entreteniéndonos. Los gastos no estimados en que incurrimos fueron menores: sólo algo de pintura y una máquina de coser, la que me sirvió para embellecer o mejorar lo encontrado. Además me puse a hacer arreglos de costuras entre amistades y vecinos con lo que devengaba ganancias de gran ayuda. Compramos un televisor y algunas cosas para la cocina. El primer colchón y la base fue un regalo de familia, así como muchas de las herramientas de trabajo que también nos fueron donadas debido a la fama que adquiría nuestra labor.
Hace unos días vi un vídeo muy interesante que un primo compartió en facebook acerca de la cultura del reciclaje. Me doy cuenta entonces que lejos de sentir vergüenza por lo que hicimos al llegar acá, debemos estar orgullosos pues de alguna manera contribuimos al cuidado del medio ambiente y en mayor medida a cuidar la economía familiar. Es costumbre generalizada acá botar y comprar nuevo, estamos en el país abanderado del consumismo, la gente se endeuda por comprar lo que es grito en la moda aún sin hacerle mayor falta y desecha cosas de valor.
Lo de “racunear” ha contagiado a mis hijos, familiares y amigos. Mi nuera me enviaba fotos de algo que había encontrado, cómo lo había transformado, y ahora ocupa un lugar importante en su vivienda. Mi hijo menor ha hecho muchas veces lo mismo cuando se encuentra algo. Algunos vecinos del edificio que han visitado el apartamento quedan maravillados y me dicen: Si ves un par de sillitas me avisas. Otros, los más cercanos, me tocan a la puerta o mandan fotos a mi celular con la dirección incluida de lo que ven y dónde encontrarlo para que vayamos a examinarlo y le hallemos provecho.
Mi cuñado me hizo saber que necesita unos espejos y algunos cuadros para su oficina. Le hemos mostrado algunas cosas encontradas pero no van con el estilo de su despacho. Hemos terminado cambiando las que tenemos por otras a modo de “renovación”, y colocando las no deseadas alrededor de los cestos de basura para que, con suerte, se repita la acción y no terminen en los centros de elaboración de desechos.
Cuando tengamos nuestra casa, que para eso nos esforzamos día tras día, compraremos muebles nuevos, a nuestro gusto, aunque no creo que me deshaga de todo. O quizás sí, para que alguien que pase por los pasajes pueda tener la opción de recogerlo y llevarlo consigo a satisfacer una necesidad sin afectar el bolsillo.
Ahora ya no vamos por esos sitios, ya no tenemos el mismo tiempo disponible, otras actividades son las que lo ocupan. Cuando descansamos: mi esposo después de sus más de cuarenta horas de intenso trabajo semanal, y yo de los quehaceres de la casa y mis dos trabajos apasionantes –coser y escribir-preferimos pasear, ver una buena película en casa, o cocinar algo rico.
Hace un par de días tocaron a la puerta, era el vecino de al lado que me traía un regalo: Una bella mesa de madera y metal que se había encontrado, color café oscuro y con la pintura descascarada. Después de lijarla y pintarla de blanco, la coloqué en el centro de la sala. Hoy le regalé a una vecina del tercer piso, la que tenía anteriormente ocupando ese lugar, y vine a darle los toques finales a ésta anécdota que les quería contar.
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