Pesadilla
El crujir como de un navío que se mese en el océano me despertó. No divisé nada conocido a mi alrededor salvo el respaldo de la cama, que atiné a verlo justo en el momento que se convertía, de repente ante mis ojos, en un viejo banco azul con varias capas de pintura, y que formaba parte de uno de los dos asientos dentro de un cubículo privado que, al juzgar por el vaivén, pertenecía a un tren. Quedé sentada cómodamente en él.
Mi ropa era antigua, de época. Llevaba puesto un vestido color natural de encajes y vuelos, guantes, sombrero, y un diminuto cofre sujetado entre las manos. El pelo ensortijado que caía sobre mis hombros no lo reconocía como propio, tampoco era de mi color. ¡No era mi pelo! Las guedejas se entrelazaban en el collar de perlas que llevaba puesto, mientras un día gris se dejaba ver por la ventanilla, la abrí con desespero y me asomé. Miré hacia atrás y vi la pared de al lado de la cama con el velador, la lámpara, y el reloj despertador digital marcando las dos y treinta y seis antes meridiano. Hacia adelante una infinidad de vagones antes que el mío iban perdiéndose en una muy tupida vegetación. El aire fresco golpeaba mi rostro por la velocidad. Tuve temor. No sabía qué estaba pasando.
Quise huir. Fui hacia la puerta de salida del compartimento y, para mi sorpresa, al tocar el picaporte éste se convirtió en el familiar y reconocido que siempre acciono en la puerta de mi cuarto.
Abrí y vi ante mí un largo vagón con dos hileras de bancos ocupados por personas bien vestidas, niños y maletas. Mi cara de asombro debió parecerle rara a una anciana que cargaba a un pequeño perro. Al mirarla me sonrió apacible por unos segundos, el perro se inquietó ladrándome enfurecidamente, queriendo saltar desde sus piernas sobre mí. Ella en cambio no se inmutó regresando a contemplar el paisaje.
El inspector del convoy venía ponchando los boletos consecutivamente de alante hacia atrás. Volví a entrar al reservado del que había salido y cerré la puerta tras de mí, no sabía si tenía ticket que justificara mi presencia ahí.
Sentí un crujido y la velocidad disminuyó de forma drástica. Sentí como se tupieron mis oídos presionada por lo confuso de los acontecimientos. Me asomé nuevamente por la ventanilla y divisé a la distancia, en una extensa sabana verde, mi casa de la niñez: fresca y soleada como la recuerdo, y a mi perro de entonces, que levantó la cabeza al presentirme y movió la cola con la misma otrora felicidad.
Otro tren venía colisionando con éste de frente, pasándole en forma vertiginosa. Vi la locomotora echar humo y pitar a medida que avanzaba en sentido opuesto acercándose al vagón en el que me hallaba. Me preparé para el impacto. Cuando los latidos de mi corazón se hicieron cada vez más fuertes esperando morir, sentí un fuerte golpe de viento y como en cámara lenta pasaron, ante mí, rostros sonrientes de personas que conversaban animadamente, otras cabeceaban dormidas, o leían, niños jugando al antiguo juego de chocar sus manos mientras cantan; y otros pasajeros, sencillamente, iban asomados mirando el campo a través de sus respectivas ventanas.
Ambos trenes continuaban su camino sin interrupción en sentido opuesto y, a pesar que uno pasaba por dentro del otro, nadie parecía notarlo, sólo yo.
Por lo nublado del día las luces estaban encendidas. Miré al techo el cual era de madera, curvo, como una especie de bóveda, las lámparas de los techos pertenecientes a los dos trenes hacían un falso contacto, sin llegar a apagarse, cuando coincidían en el punto por donde colgaban de las cadenas y los cables. En el extremo de cada una de éstas, bamboleándose con el movimiento, pendían plafones de cristal nevado que proyectaban una tenue luz hacia el centro de los pasillos.
Por otra parte ya faltaba poco para que el vagón en el que iba se perdiera en la tupida vegetación donde había visto que se adentraban los que componían la parte delantera del tren, sin poder divisar nada más a la distancia que el manto de árboles verdes. Volví a sentir un impacto, súbito y contundente, como el de la colisión anterior entre ambos trenes. El convoy se detuvo frente a la impenetrable pared de árboles. Fui a la puerta del cubículo y, al abrir, encontré el pasillo que me conduce al resto de la casa. Aún veía tras de mí a las personas indiferentes conversando y disfrutando el viaje.
Al superar el marco cerré la puerta del cuarto detrás mío y volví a ser yo. Corrí al baño con un temblor incontrolable en todo el cuerpo. Me miré en el espejo reconociendo mi cara y el color y largo de mi pelo. Abrí la llave y eché abundante agua fría sobre mi rostro. Había vuelto todo a estar como antes. ¿Pero realmente todo estaría como antes?
¿Que sería todo aquello? La respuesta me vino desde los sentidos. Seguramente había coincidido en espacio y no en tiempo con ambos trenes y la que sentí ser, seguramente era yo en alguna vida pasada.
Regresé por el pasillo al cuarto aún impresionada. Me detuve ante la puerta con miedo a accionar el picaporte, a abrir y encontrarme de nuevo en ese viaje hacia no sé dónde. Al fin me sobrepuse y abrí la puerta. Allí me esperaba mi cómoda cama: cálida y confortable, como estaba antes de ese supuesto viaje en el tiempo.
El reloj digital de la mesa de noche marcaba las cuatro y cincuenta antes meridiano. Me acosté a esperar que sonara la alarma en mi celular, la que había programado para las seis y treinta; y a pensar qué había podido ser todo aquello.
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