sábado, 3 de octubre de 2015

"El pólski de Charlie". Cuento. (Primera parte de dos.)

"El polski de Charlie"




Mis hijos, como la mayoría de los niños del barrio, tenían horarios de estudio individual después de la comida y antes de ir a la cama. Los ayudaba en sus tareas, haciendo maquetas, trabajos de historia sacando recortes de revistas o periódicos y, en la asignatura de español, a escribir cuentos que después resultaba una sensación entre sus pares. Mi madre también jugaba un papel importante y de mucha ayuda en su educación, siempre se ofrecía a ayudarlos en lo que fuera necesario.
El hábito de estudio se formó, y el interés de optar por una buena carrera universitaria se hizo latente. El mayor de los dos obtuvo la puntuación necesarias para ingresar al Instituto Preuniversitario de Ciencias Exactas “Vladimir Ilich Lenin”, más conocido como “la Lenin”, institución a la que entraban los alumnos que terminaban de cursar la Enseñanza Secundaria Básica, debiendo antes pasar unas pruebas rigurosas de ingreso en las asignaturas: Matemática, Español e Historia, y en las que debía obtener altas calificaciones.
Era la primera vez que se alejaba de casa. Para mí era muy difícil vernos sentados a la mesa, y que él no estuviera. Sobre todo en las tardes le echaba mucho de menos, ya no escuchaba la música que tanto le gustaba poner y que siempre debía pedirle que bajara, amplió mi gusto musical. Ya extrañaba oír a Ozzy Osbourne, Dire Straits, Metallica. Los fines de semana cuando venía de pase a la casa era motivo de alegría, y tratábamos de recuperar el tiempo perdido con comidas ricas y mucha conversación.
Estábamos orgullosos de él y de su esfuerzo, aún así debía cumplir con un riguroso reglamento para poder continuar en el plantel. Los pases a la casa eran de Viernes a Domingo, y éste último día entraba nuevamente al centro educacional en la tarde. Si enfermaba o por problemas de transporte no llegaba en tiempo al punto de donde partían los buses hacia la escuela, teníamos que llevarlo por nuestra cuenta y como no teníamos auto, era imprescindible la ayuda de un amigo, Carlitos; que ponía su “polaquito”, el Fiat Pòlski 126p de color azul, a disposición  nuestra para llevar el niño hasta la puerta de la escuela, a más tardar, el Lunes bien temprano y evitar incumplimientos; entonces mi primogénito tenía una noche más para mejorar de su enfermedad, con mis cuidados, un suculento desayuno en casa, así como unas horas más con nosotros, y nosotros con él.
Alrededor del año 1996, en pleno Período Especial, los autos de cualquier tipo sufrían también la situación de la falta de repuestos. A Carlitos le era igual de difícil conseguirlos para su pólski, aún con la ayuda de nosotros, no podía mantenerlo, y tenía que acudir al ingenio para rebasar las dificultades. Rotaba las ruedas hasta dejarlas de la mejor manera posible, o ponían entre la cámara y la goma, mil veces reparada, cualquier material que las hiciera más resistentes a un pinchazo, ya fuera un cartón o un pedazo de tela de mezclilla.
Las calles cada vez más malas, llenas de baches, hacían que en cualquier momento se reventara un neumático y quedáramos a mitad de camino. Así y todo el vecino generoso se brindaba a socorrernos cuando lo necesitamos con la mayor premura, y por suerte el autico nunca nos dejó botados, siempre se portó a la altura de su dueño.
El dólar estaba despenalizado desde el 93, el asunto era conseguirlo. Si se empleaba el salario medio percibido en ese entonces en comprarlo, éste sólo alcanzaba para adquirir cerca de diez, que muy fácil se iban en un par de pollos. El que trabajara en el turismo tenía la ventaja de aceptar propinas, siempre a espalda de los jefes, y recibir una “jabitas” con artículos de primera necesidad una vez al mes. O los que tenían paladares o negocios particulares que cobraran en divisa,  haciendo superior su calidad de vida a la del común de los ciudadanos cubanos, y eso que siempre nos dijeron que no había clases sociales en el comunismo: ya hacía mucho empezaban a evidenciarse. Nosotros alquilábamos a turistas una habitación de la casa de forma clandestina, no siempre pues no podía ser a cualquier extranjero, debía parecer cubano para no levantar sospechas, y si lo hacíamos a algún italiano por su aspecto latino, le decíamos de antemano que no hablara con nadie del barrio, ni saludara. Aunque sabíamos que los vecinos no eran bobos, al menos quedaba el beneficio de la duda. Nos aprovechábamos de esa ventaja para poseer la divisa y darle a Charlie, como también le llamábamos cariñosamente, unos dólares para compensarlo por su ayuda siempre desinteresada y en el momento preciso.
Una vez se nos ocurrió comprar dos piernas de puerco, adobarlas e irnos al hotel “Escaleras de Jaruco”, del que habíamos escuchado hablar hacía tiempo. Llegar allá y buscar la forma de cocinarlas; una locura de tantas que se nos ocurría. Íbamos conscientes que de seguro había que sacrificar algunos dólares más para lograr el objetivo y por último, si no lo lográbamos, nos montaríamos un camping por la zona. Cupimos en el auto del atento vecino, que ya era parte de la familia: mi esposo, los dos niños, los bultos y juguetes, casi medio puerco y yo.
Era invierno, salimos temprano ,después del deayuno, y al llegar al hotel vimos que estaba en reparación, lejos de creer que eso nos jugaba en contra, lo vimos como una ventaja. No queríamos regresar y declararnos vencidos. Buscamos a alguien encargado y le dijimos que si podíamos alquilar a una habitación, que veníamos de lejos y cansados. En realidad el pretexto pareció convencerlo y no lo dudó al ver tantos matules, entre ellos los pertenecientes a la futura cena que ya delataba por el olor. Durante el trayecto nos vimos atraídos por el paisaje y sentimos la necesidad de disfrutar al máximo del panorama exquisito y natural de la zona de Mayabeque.
El propio hotel está situado en un lugar elevado y por sus alrededores se aprecia una tupida vegetación de belleza única, cuevas sorprendentes y fauna de gran diversidad, donde se encuentran algunas especies endémicas de Cuba y del Occidente del país.
Le ofrecimos al recepcionista unos dólares por encima del pago en moneda nacional, que fue irrisorio. Los guardó con cautela y nos entregaron dos habitaciones: una para el vecino, que iría contento de vuelta a buscar su esposa e hija, y otra para nosotros cuatro; ambas en la planta baja, cerca del restaurante que también estaba en desuso pero lucía las mesas vestidas con manteles color crema y un ligero glamour. 
Como el hotel estaba cerrado al público, éramos los únicos huéspedes. Las habitaciones con que contábamos no tenían agua, pero eso no fue impedimento para cargarla en baldes, o cubos, a la hora del baño, que fue bien tarde ese día. Para el resto de las necesidades ocupamos los baños del recibidor que estaban en perfecto funcionamiento para los trabajadores de realizaban la remodelación, y además quedaban accesibles al área recreacional alrededor de la piscina.
Había muy pocos trabajadores en el establecimiento. El cocinero fue el próximo conquistado pues las piernas de puerco aún esperaban metidas en su adobo en dos tambuchos con tapa y dentro de dos grandes bolsos tipo gusanos. Dado el relax de la coyuntura, él accedió sin mayores complicaciones, posterior a ser invitado a compartir con nosotros. Nos auxilió y nos prestó para el asado, un quincho que había cerca de la piscina, que a propósito estaba sin agua y sirvió para que los muchachos jugaran bajo nuestra supervisión. El hotel, en ése estado, resultó ser la versión cubana de “El resplandor”, pero sin crímenes y con mucha gozadera. Estuvimos dos días y una noche. Mis hijos se recuerdan, aún siendo hombres, de lo lindo del lugar y lo bien que la pasaron, y de cómo podían meterse en cualquier parte del edificio como si fuera su propia casa.
Ya que en la tarde en espera del apetitoso cerdo, que pronosticaba su delicioso sabor con el olor que despedía, Charlie se recostó en una de las sillas reclinables del área de recreo y dijo:
 _ ¡Qué vacilón! ¡Qué vida más sana, y que aire más puro!
Mientras mi esposo se ocupaba del horneado, algo de lo que no se le podía privar, la esposa de Charlie y yo caminábamos por los alrededores, conversando, y le echándoles una ojeada a los muchachos que se nos perdían y volvían a aparecer en incesantes carreras. Cuando la carne estuvo lista invitamos a comer a los aún más escasos trabajadores del hotel a esa hora de la noche. Uno de ellos nos hizo señas que esperáramos y apareció luego de unos minutos con una guitarra; de antemano se escucharon los aplausos de sus compañeros vaticinando lo divertido de la velada. El cocinero hizo un donativo de una olla con papas hervidas que sirvieron de guarnición al cerdo. Seríamos quince en total, realmente quedó todo exquisito y con show de boleros incluido que envolvían la actividad en una mágica atmósfera.
Cuando los niños empezaron a ser vencidos por el sueño, dimos por terminada la función, y nos dirigimos a las habitaciones. No había cortinas en los ventanales panorámicos de éstas, y desde ellos se apreciaba una privilegiada vista del lugar favorecida por la altura del hotel y la luz de una resplandeciente luna llena, que ya había despedido al sol hacía unas horas, para quedarse como única protagonista y reina de la noche acompañada por el canto de los grillos. Al día siguiente salimos a recorrer la zona, después de un sencillo desayuno de leche, café, y pan, en el comedor del hotel, y aprovechamos después la cercanía para ir a almorzar al restaurante “El Árabe”, a pasos de allí.

En la tarde cuando decidimos el regreso a casa, primero Charlie se llevó a la esposa con los niños, y Luis y yo nos quedamos un rato más caminando y contemplando el hermoso paisaje bañado por los rayos del sol de la tarde, esperando el regreso del vecino que vendría por nosotros.

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