"El polski de Charlie"
Mis hijos, como la mayoría de los niños del barrio,
tenían horarios de estudio individual después de la comida y antes de ir a la
cama. Los ayudaba en sus tareas, haciendo maquetas, trabajos de historia
sacando recortes de revistas o periódicos y, en la asignatura de español, a
escribir cuentos que después resultaba una sensación entre sus pares. Mi madre
también jugaba un papel importante y de mucha ayuda en su educación, siempre se
ofrecía a ayudarlos en lo que fuera necesario.
El hábito de estudio se formó, y el interés de optar
por una buena carrera universitaria se hizo latente. El mayor de los dos obtuvo
la puntuación necesarias para ingresar al Instituto Preuniversitario de
Ciencias Exactas “Vladimir Ilich Lenin”, más conocido como “la Lenin”, institución a la que entraban los alumnos que
terminaban de cursar la Enseñanza Secundaria Básica, debiendo antes pasar unas
pruebas rigurosas de ingreso en las asignaturas: Matemática, Español e
Historia, y en las que debía obtener altas calificaciones.
Era la primera vez que se alejaba de casa. Para mí
era muy difícil vernos sentados a la mesa, y que él no estuviera. Sobre todo en
las tardes le echaba mucho de menos, ya no escuchaba la música que tanto le gustaba
poner y que siempre debía pedirle que bajara, amplió mi gusto musical. Ya
extrañaba oír a Ozzy Osbourne, Dire Straits, Metallica. Los fines de semana
cuando venía de pase a la casa era motivo de alegría, y tratábamos de recuperar
el tiempo perdido con comidas ricas y mucha conversación.
Estábamos orgullosos de él y de su
esfuerzo, aún así debía cumplir con un riguroso reglamento para poder continuar
en el plantel. Los pases a la casa eran de Viernes a Domingo, y éste último día
entraba nuevamente al centro educacional en la tarde. Si enfermaba o por
problemas de transporte no llegaba en tiempo al punto de donde partían los
buses hacia la escuela, teníamos que llevarlo por nuestra cuenta y como no
teníamos auto, era imprescindible la ayuda de un amigo, Carlitos; que ponía su
“polaquito”, el Fiat Pòlski 126p de color azul, a disposición nuestra para llevar el niño hasta la puerta
de la escuela, a más tardar, el Lunes bien temprano y evitar incumplimientos;
entonces mi primogénito tenía una noche más para mejorar de su enfermedad, con
mis cuidados, un suculento desayuno en casa, así como unas horas más con
nosotros, y nosotros con él.
Alrededor del año 1996, en pleno
Período Especial, los autos de cualquier tipo sufrían también la situación de
la falta de repuestos. A Carlitos le era igual de difícil conseguirlos para su
pólski, aún con la ayuda de nosotros, no podía mantenerlo, y tenía que acudir
al ingenio para rebasar las dificultades. Rotaba las ruedas hasta dejarlas de
la mejor manera posible, o ponían entre la cámara y la goma, mil veces reparada,
cualquier material que las hiciera más resistentes a un pinchazo, ya fuera un
cartón o un pedazo de tela de mezclilla.
Las calles cada vez más malas,
llenas de baches, hacían que en cualquier momento se reventara un neumático y quedáramos
a mitad de camino. Así y todo el vecino generoso se brindaba a socorrernos
cuando lo necesitamos con la mayor premura, y por suerte el autico nunca nos
dejó botados, siempre se portó a la altura de su dueño.
El dólar estaba despenalizado desde
el 93, el asunto era conseguirlo. Si se empleaba el salario medio percibido en
ese entonces en comprarlo, éste sólo alcanzaba para adquirir cerca de diez, que muy fácil se iban en un par de pollos. El que trabajara en el turismo tenía la
ventaja de aceptar propinas, siempre a espalda de los jefes, y recibir una
“jabitas” con artículos de primera necesidad una vez al mes. O los que tenían
paladares o negocios particulares que cobraran en divisa, haciendo superior su calidad de vida a la del
común de los ciudadanos cubanos, y eso que siempre nos dijeron que no había clases
sociales en el comunismo: ya hacía mucho empezaban a evidenciarse. Nosotros
alquilábamos a turistas una habitación de la casa de forma clandestina, no
siempre pues no podía ser a cualquier extranjero, debía parecer cubano para no
levantar sospechas, y si lo hacíamos a algún italiano por su aspecto latino, le
decíamos de antemano que no hablara con nadie del barrio, ni saludara. Aunque
sabíamos que los vecinos no eran bobos, al menos quedaba el beneficio de la duda.
Nos aprovechábamos de esa ventaja para poseer la divisa y darle a Charlie, como también le
llamábamos cariñosamente, unos dólares para compensarlo por su ayuda siempre desinteresada y en el momento preciso.
Una vez se nos ocurrió comprar dos
piernas de puerco, adobarlas e irnos al hotel “Escaleras de Jaruco”, del que habíamos
escuchado hablar hacía tiempo. Llegar allá y buscar la forma de cocinarlas; una locura de
tantas que se nos ocurría. Íbamos conscientes que de seguro había que
sacrificar algunos dólares más para lograr el objetivo y por último, si no lo
lográbamos, nos montaríamos un camping por la zona. Cupimos en el auto del
atento vecino, que ya era parte de la familia: mi esposo, los dos niños, los bultos y juguetes, casi medio puerco y yo.
Era invierno, salimos temprano ,después del deayuno, y
al llegar al hotel vimos que estaba en reparación, lejos de creer que eso nos
jugaba en contra, lo vimos como una ventaja. No queríamos regresar y declararnos
vencidos. Buscamos a alguien encargado y le dijimos que si podíamos alquilar a
una habitación, que veníamos de lejos y cansados. En realidad el pretexto
pareció convencerlo y no lo dudó al ver tantos matules, entre ellos los pertenecientes a la futura cena que ya delataba por el olor. Durante el trayecto nos vimos atraídos por el paisaje y
sentimos la necesidad de disfrutar al máximo del panorama exquisito y natural
de la zona de Mayabeque.
El propio hotel está situado en un
lugar elevado y por sus alrededores se aprecia una tupida
vegetación de belleza única, cuevas sorprendentes y fauna de gran diversidad,
donde se encuentran algunas especies endémicas de Cuba y del Occidente del país.
Le ofrecimos al recepcionista unos
dólares por encima del pago en moneda nacional, que fue irrisorio. Los guardó
con cautela y nos entregaron dos habitaciones: una para el vecino, que iría
contento de vuelta a buscar su esposa e hija, y otra para nosotros cuatro; ambas
en la planta baja, cerca del restaurante que también estaba en desuso pero lucía
las mesas vestidas con manteles color crema y un ligero glamour.
Como el hotel
estaba cerrado al público, éramos los únicos huéspedes. Las habitaciones con
que contábamos no tenían agua, pero eso no fue impedimento para cargarla en
baldes, o cubos, a la hora del baño, que fue bien tarde ese día. Para el resto
de las necesidades ocupamos los baños del recibidor que estaban en perfecto
funcionamiento para los trabajadores de realizaban la remodelación, y además
quedaban accesibles al área recreacional alrededor de la piscina.
Había muy pocos trabajadores en el
establecimiento. El cocinero fue el próximo conquistado pues las piernas de
puerco aún esperaban metidas en su adobo en dos tambuchos con tapa y dentro de
dos grandes bolsos tipo gusanos. Dado el relax de la coyuntura, él accedió sin
mayores complicaciones, posterior a ser invitado a compartir con nosotros. Nos
auxilió y nos prestó para el asado, un quincho que había cerca de la piscina,
que a propósito estaba sin agua y sirvió para que los muchachos jugaran bajo
nuestra supervisión. El hotel, en ése estado, resultó ser la versión cubana de
“El resplandor”, pero sin crímenes y con mucha gozadera. Estuvimos dos días y
una noche. Mis hijos se recuerdan, aún siendo hombres, de lo lindo del lugar y
lo bien que la pasaron, y de cómo podían meterse en cualquier parte del
edificio como si fuera su propia casa.
Ya que en la tarde en espera del
apetitoso cerdo, que pronosticaba su delicioso sabor con el olor que despedía, Charlie
se recostó en una de las sillas reclinables del área de recreo y dijo:
_ ¡Qué vacilón! ¡Qué vida más sana, y que aire
más puro!
Mientras mi esposo se ocupaba del
horneado, algo de lo que no se le podía privar, la esposa de Charlie y yo
caminábamos por los alrededores, conversando, y le echándoles una ojeada a los muchachos
que se nos perdían y volvían a aparecer en incesantes carreras. Cuando la carne
estuvo lista invitamos a comer a los aún más escasos trabajadores del hotel a
esa hora de la noche. Uno de ellos nos hizo señas que esperáramos y apareció
luego de unos minutos con una guitarra; de antemano se escucharon los aplausos
de sus compañeros vaticinando lo divertido de la velada. El cocinero hizo un
donativo de una olla con papas hervidas que sirvieron de guarnición al cerdo.
Seríamos quince en total, realmente quedó todo exquisito y con show de boleros
incluido que envolvían la actividad en una mágica atmósfera.
Cuando los niños empezaron a ser
vencidos por el sueño, dimos por terminada la función, y nos dirigimos a las
habitaciones. No había cortinas en los ventanales panorámicos de éstas, y desde
ellos se apreciaba una privilegiada vista del lugar favorecida por la altura
del hotel y la luz de una resplandeciente luna llena, que ya había despedido al
sol hacía unas horas, para quedarse como única protagonista y reina de la noche
acompañada por el canto de los grillos. Al día siguiente salimos a recorrer la
zona, después de un sencillo desayuno de leche, café, y pan, en el comedor del
hotel, y aprovechamos después la cercanía para ir a almorzar al restaurante “El
Árabe”, a pasos de allí.
En la tarde cuando decidimos el
regreso a casa, primero Charlie se llevó a la esposa con los niños, y Luis y yo
nos quedamos un rato más caminando y contemplando el hermoso paisaje bañado por
los rayos del sol de la tarde, esperando el regreso del vecino que vendría por nosotros.
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