" El pólski de Charlie".
(Segunda parte y final)
Cuando nació
el primer nieto de mi prima hermana que vive en Camajuaní, Las Villas, ella
estaba tan contenta con el advenimiento de la criatura que nos invitó a participar
con ellos de una gran fiesta que daría, donde estaría reunida toda la parentela
nuestra de ese lado de la isla. Yo quería ir a verlos para compartir la alegría
por la llegada del nuevo miembro familiar, y porque por lo lejos y conflictivo del transporte
hacia allá, casi nunca podía y hacía mucho no los veía. Le dije a mi esposo que hablara con Carlitos para
que nos llevara, y cuando el atento vecino supo que la cosa era de fiesta, de
lechón asado y diversión, canceló los compromisos y acordó llevarnos.
Partimos de casa el fin de semana
siguiente, con la fresca de la mañana, en un viaje previsto de seis horas, para
un auto normal, pero en el destartalado carrito, no sabíamos cuánto demoraría,
era una insegura aventura que por ese hecho se convertía en excitante.
Incluimos a los niños para viajar sin la preocupación de que dejaba a mi madre
al cuidado de esas dos bolas de humo, y porque además disfrutaríamos mucho estar con ellos.
A mí me tocó ir en la parte de
atrás con ellos dos, en el medio, justo en la unión del asiento, pasadas unas
horas no me sentía las nalgas. Me acomodaba de un lado y del otro; pero el amasijo de la soldadura se sentía como
una tortura por sobre el siento, carente ya del adecuado relleno. Había un
calor insoportable, íbamos con las ventanillas bajas, y los niños discutían
tirándose manotazos y dándose pellizcos por sobre mí, cada uno había querido
una ventanilla para ir mirando el paisaje pero era lo menos que hacían. Yo
trataba de bloquear en mi mente la situación tortuosa y pensaba a cada minuto
que pasaba, que era un minuto menos en la cuenta regresiva para llegar a
nuestro destino. Delante iban: el amigo chofer y mi esposo, conversando de
asuntos sin importancia y planeando comprar unas cervezas Molson, canadienses,
que en ese entonces se conseguían en Cuba y que eran las preferidas del marido
de mi prima.
Íbamos pasando el puente
Bacunayagua, obra considerada por los entendidos como una maravilla de la
ingeniería civil cubana de todos los tiempos (es el puente más largo y más alto
de Cuba con una longitud de 314 metros y una altura de 110 construida entre
1956 y 1960); cuando sentimos una explosión, el auto se tambaleó y se movió tan
ligero como una hoja, debido a los fuertes vientos que cruzan el puente a esa
altura, con suerte se los estoy contando; grité del susto y me abracé a los
niños formando un amasijo cerré los ojos y me encomendé a Dios hasta que el
auto dejó de sacudirse. Bajamos temblorosos a ver qué había pasado, y nos
percatamos de estar ubicados en sentido contrario en el medio de la vía. Se
había ponchado una de las gomas delanteras y la llanta había dejado un surco
negro en el pavimento. De la goma rota: sólo unas pequeñas tiras, el resto
presuntamente cayó del puente hacia abajo, imposibilitando divisarla a esa
altura. Me dediqué a sostener los críos de la mano haciendo un esfuerzo por
caminar en contra de la ventolera y por avanzar en dirección al inicio del
elevado, aún con las piernas temblorosas por el mal rato. Estábamos tan altos
que los pájaros volaban muy por debajo del puente y las palmas reales parecían
minúsculas tallos. Tuve un miedo terrible y apuré el paso para salir de ahí.
_ Nos salvamos en tablitas- dijo
Charlie, a la par que le pedía a mi esposo lo ayudara a empujar el carro hacia
El Mirador de Bacunayagua, que queda a la entrada de la majestuosa plataforma
de concreto, donde podrían colocar la goma de repuesto. Con mucho trabajo
arrastraron el auto hasta allí.
El mirador es un lugar hermoso con
muchas ofertas turísticas y ofrece una vista panorámica del lugar. Charlie colocó
la goma de repuesto que estaba menos mala que la primera, quizás con dos
pinchazos menos, y aprovechando que ya casi era la hora del almuerzo, y que los
niños no querían volverse a montar en la peligrosa catana, decidimos quedarnos
un rato más dispuestos a comer en uno de los restaurantes rústicos con techos
de guano, y degustar los exquisitos platos pero sobretodo la estelar y tradicional
bebida: Piña Colada, que tenía fama por su exquisitez, en ese sitio.
Después de almorzar, hicimos una
sobremesa sentados cerca de la barra donde los niños y Charlie tomaban jugos y
nosotros terminábamos el trago. Y nos entretuvimos viendo a un barman-mago que
cortaba un plátano a través de la cáscara y luego resultaba intacto. Por mucho
que le pedimos repetir el show no adivinamos el truco. Partimos cayendo la
tarde y por suerte, aunque me tocó el mismo lugar en el asiento trasero; ésta
vez los, aparentemente, incansables se durmieron y llegamos anocheciendo y sin
más contratiempos a la casa familiar.
Celebramos al día siguiente la
llegada de la nueva criatura, que nació esa misma noche pareciendo que sólo
esperaba nuestro arribo. Al día siguiente ayudé a preparar la deliciosa cena
donde no faltaron las Molson; pero mucho menos las frituras de ñame y de maíz
que sólo mi tía Bertha sabía hacer, y que acompañaban el congrí desgranado
cubierto por masitas de puerco fritas, que el tío Pipo traía desde el patio, sacadas
de una cazuela de hierro que estaba sobre el carbón.
En la corta visita de un par de
días resultaron resueltas dos gomas de uso para el auto, mucho mejor que
cualquiera de las que tenía, y que vaticinaban un regreso más seguro. Su dueño
hizo el cambalache acostumbrado a falta de las cuatro nuevas y las fue
colocando, según su expertise, donde mejor sirvieran: estas pa´cá y aquellas
pa´llá, como de costumbre. Y salimos, hacia La Habana, de regreso a casa con las
programadas seis horas de viaje por hacer, y fui sentada en el incómodo lugar en
que vine, y que al parecer ya me pertenecía.
Anécdotas miles tenemos con el carrito
de Carlitos, pero éstas eran las más memorables. Así recordamos a nuestro amigo
que ya es abuelo de una hermosa niña. A su hija la dejamos de ver cuando tenía
cinco años y cantaba con un lenguaje enredado el tema de la novela “Café con
aroma de Mujer” que se ponía en la televisión Cubana. El tiempo y la vida
hicieron lo demás, pero aún están en nuestras memorias.
Fin.
Autora: Marta Requeiro.
Derechos reservados: Marta Requeiro.
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