domingo, 4 de octubre de 2015

"El pólski de Charlie". Cuento. (Segunda parte y final).

" El pólski de Charlie".
(Segunda parte y final)


Cuando nació el primer nieto de mi prima hermana que vive en Camajuaní, Las Villas, ella estaba tan contenta con el advenimiento de la criatura que nos invitó a participar con ellos de una gran fiesta que daría, donde estaría reunida toda la parentela nuestra de ese lado de la isla. Yo quería ir a verlos para compartir la alegría por la llegada del nuevo miembro familiar, y porque  por lo lejos y conflictivo del transporte hacia allá, casi nunca podía y hacía mucho no los veía.  Le dije a mi esposo que hablara con Carlitos para que nos llevara, y cuando el atento vecino supo que la cosa era de fiesta, de lechón asado y diversión, canceló los compromisos y acordó llevarnos.
Partimos de casa el fin de semana siguiente, con la fresca de la mañana, en un viaje previsto de seis horas, para un auto normal, pero en el destartalado carrito, no sabíamos cuánto demoraría, era una insegura aventura que por ese hecho se convertía en excitante. Incluimos a los niños para viajar sin la preocupación de que dejaba a mi madre al cuidado de esas dos bolas de humo, y porque  además disfrutaríamos mucho estar con ellos.
A mí me tocó ir en la parte de atrás con ellos dos, en el medio, justo en la unión del asiento, pasadas unas horas no me sentía las nalgas. Me acomodaba de un lado y del otro;  pero el amasijo de la soldadura se sentía como una tortura por sobre el siento, carente ya del adecuado relleno. Había un calor insoportable, íbamos con las ventanillas bajas, y los niños discutían tirándose manotazos y dándose pellizcos por sobre mí, cada uno había querido una ventanilla para ir mirando el paisaje pero era lo menos que hacían. Yo trataba de bloquear en mi mente la situación tortuosa y pensaba a cada minuto que pasaba, que era un minuto menos en la cuenta regresiva para llegar a nuestro destino. Delante iban: el amigo chofer y mi esposo, conversando de asuntos sin importancia y planeando comprar unas cervezas Molson, canadienses, que en ese entonces se conseguían en Cuba y que eran las preferidas del marido de mi prima.
Íbamos pasando el puente Bacunayagua, obra considerada por los entendidos como una maravilla de la ingeniería civil cubana de todos los tiempos (es el puente más largo y más alto de Cuba con una longitud de 314 metros y una altura de 110 construida entre 1956 y 1960); cuando sentimos una explosión, el auto se tambaleó y se movió tan ligero como una hoja, debido a los fuertes vientos que cruzan el puente a esa altura, con suerte se los estoy contando; grité del susto y me abracé a los niños formando un amasijo cerré los ojos y me encomendé a Dios hasta que el auto dejó de sacudirse. Bajamos temblorosos a ver qué había pasado, y nos percatamos de estar ubicados en sentido contrario en el medio de la vía. Se había ponchado una de las gomas delanteras y la llanta había dejado un surco negro en el pavimento. De la goma rota: sólo unas pequeñas tiras, el resto presuntamente cayó del puente hacia abajo, imposibilitando divisarla a esa altura. Me dediqué a sostener los críos de la mano haciendo un esfuerzo por caminar en contra de la ventolera y por avanzar en dirección al inicio del elevado, aún con las piernas temblorosas por el mal rato. Estábamos tan altos que los pájaros volaban muy por debajo del puente y las palmas reales parecían minúsculas tallos. Tuve un miedo terrible y apuré el paso para salir de ahí.
_ Nos salvamos en tablitas- dijo Charlie, a la par que le pedía a mi esposo lo ayudara a empujar el carro hacia El Mirador de Bacunayagua, que queda a la entrada de la majestuosa plataforma de concreto, donde podrían colocar la goma de repuesto. Con mucho trabajo arrastraron el auto hasta allí.
El mirador es un lugar hermoso con muchas ofertas turísticas y ofrece una vista panorámica del lugar. Charlie colocó la goma de repuesto que estaba menos mala que la primera, quizás con dos pinchazos menos, y aprovechando que ya casi era la hora del almuerzo, y que los niños no querían volverse a montar en la peligrosa catana, decidimos quedarnos un rato más dispuestos a comer en uno de los restaurantes rústicos con techos de guano, y degustar los exquisitos platos pero sobretodo la estelar y tradicional bebida: Piña Colada, que tenía fama por su exquisitez, en ese sitio.
Después de almorzar, hicimos una sobremesa sentados cerca de la barra donde los niños y Charlie tomaban jugos y nosotros terminábamos el trago. Y nos entretuvimos viendo a un barman-mago que cortaba un plátano a través de la cáscara y luego resultaba intacto. Por mucho que le pedimos repetir el show no adivinamos el truco. Partimos cayendo la tarde y por suerte, aunque me tocó el mismo lugar en el asiento trasero; ésta vez los, aparentemente, incansables se durmieron y llegamos anocheciendo y sin más contratiempos a la casa familiar.
Celebramos al día siguiente la llegada de la nueva criatura, que nació esa misma noche pareciendo que sólo esperaba nuestro arribo. Al día siguiente ayudé a preparar la deliciosa cena donde no faltaron las Molson; pero mucho menos las frituras de ñame y de maíz que sólo mi tía Bertha sabía hacer, y que acompañaban el congrí desgranado cubierto por masitas de puerco fritas, que el tío Pipo traía desde el patio, sacadas de una cazuela de hierro que estaba sobre el carbón.
En la corta visita de un par de días resultaron resueltas dos gomas de uso para el auto, mucho mejor que cualquiera de las que tenía, y que vaticinaban un regreso más seguro. Su dueño hizo el cambalache acostumbrado a falta de las cuatro nuevas y las fue colocando, según su expertise, donde mejor sirvieran: estas pa´cá y aquellas pa´llá, como de costumbre. Y salimos, hacia La Habana, de regreso a casa con las programadas seis horas de viaje por hacer, y fui sentada en el incómodo lugar en que vine, y que al parecer ya me pertenecía.

Anécdotas miles tenemos con el carrito de Carlitos, pero éstas eran las más memorables. Así recordamos a nuestro amigo que ya es abuelo de una hermosa niña. A su hija la dejamos de ver cuando tenía cinco años y cantaba con un lenguaje enredado el tema de la novela “Café con aroma de Mujer” que se ponía en la televisión Cubana. El tiempo y la vida hicieron lo demás, pero aún están en nuestras memorias.

Fin.

Autora: Marta Requeiro.
Derechos reservados: Marta Requeiro.

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