domingo, 23 de julio de 2017

Autocontrol.

                                 Autocontrol


Reconozco que cuando tengo en mis manos un boleto para viajar en avión, desde ese mismo momento, estoy asumiendo el compromiso con el destino de aceptar quedar a su merced. No puedo decir, ¡no subo!, ¡ahí no voy! No, porque no hay otra forma de ir a determinados lugares, acortar distancias y tiempos si no es usando ese medio de transporte.
Lo mismo me sucede cuando he tenido que someterme a una intervención quirúrgica en pos de mi bienestar.
Relego mis pensamientos de temor a un lugar de la conciencia donde queden encerrados porque cuando el miedo paraliza... no se vive. Hay que confiar en el azar, en que los expertos que nos asigne la providencia son los mejores y más capacitados para depositar en ellos, si es que solo de ellos dependiera sin tener en cuenta otros factores, nuestra vida. Así de simple.
No obstante hay un antes y un después en cada uno de esos eventos esporádicos a los que me he sometido. Primero, los "te quiero" que expreso a mis seres queridos cuando me despido de ellos me salen de manera distinta como si partieran de mi ombligo, del centro de mi alma, de la sinceridad más honesta y absoluta -valga la redundancia- que hay dentro de mí. Creo que no notan nada e intento que así sea.
Al regreso del viaje que hicimos recientemente a Las Vegas, al atravesar esa rampa que colocan para acceder desde el edificio del aeropuerto hasta la nave, pude divisar al final -por una especie de ventana que había a ambos lados de dicha estructura, al piloto: a esa persona en cuya expertise debemos confiar y en cuyas manos ponemos nuestras vidas (y en las que estaría incluso la suya propia) por unas horas.
¡Quedé sorprendida al ver que era una mujer! Enseguida comencé a hacerme una serie de preguntas internas provenientes de un ataque de instintos machistas. ¡¿Una mujer?! -me dije. ¡Dios!, ¿por qué no un hombre?, ¿será buena conduciendo esta mole de hierro llena de gente...?  Pero la parte feminista que hay en mí sacó las garras y a ésta se le sumó un poco de observación acompañada de algo de lógica y pusieron a raya la ansiedad que venía despertando esos primeros cuestionamientos. Sustituí las preguntas llenas de dudas por afirmaciones positivas: ¡Claro que sí puede, no van a poner a una persona incapaz a pilotar un avión!, arriesgaría mucho la aerolínea.  Además se ve medio hippie con esa hermosa melena canosa estilo “despeinado” y no tiene aspecto de ser remilgada, así que debió haber hecho bien todas las prácticas de pilotaje como cualquier hombre. Lleva un impecable uniforme -continuaba mi observación-, la camisa blanca con  los respectivos galones sobre los hombros, esos que se ha ganado con esfuerzo y trayectoria, sin dudas. Por eso es merecedora de tal responsabilidad. ¡Y es delgada y ágil!, percibí, cuando la vi moverse aún con el cinturón puesto para ajustar los controles a su alrededor. Me sentí más tranquila, la dosis de sosiego que me autoimpuse resultó suficiente, y me dirigí confiada a ocupar mi asiento.
Luego, cuando ya habíamos despegado me puse a mirar a mi alrededor y vi que el avión estaba lleno. Unos leían, otros conversaban o miraban sus celulares, otros ajustaban el aire acondicionado y se acomodaban de la mejor manera para dormir... Me dije entonces: quizás no soy la menos asustada pero tampoco la que más.
También me puse cómoda y busqué en el pequeño televisor ubicado en el respaldo del asiento delantero una película para ver y hacer más placentero el viaje hasta Miami.

No hay comentarios:

Publicar un comentario