martes, 10 de octubre de 2017

Sin anteojetas.

                              Sin anteojeras


La gente comenta, todos hablan y opinan. Cada cual tiene una perspectiva del mundo, o más bien, cada uno tiene su propio mundo. Somos la consecuencia de lo que hemos vivido, y vivimos a diario, por ende hay cosas que marcan y diferencian a los nacidos bajo un mismo cielo y eso sucede también con los cubanos.
Es de destacar que los que emigraron antes del 59 tienen hábitos, costumbres y criterios bien diferentes respecto a los que se fueron de la isla en las últimas dos décadas, ambos grupos actuaron movidos por motivos muy diferentes: Los primeros huyéndoles al comunismo y los segundos escapando de la miseria que se vaticinaba, con las esperanzas puestas en construir un futuro mejor en otros lares después de vivir tantos años creyendo en promesas de mejoras que nunca  llegaron a palpar.
Hoy sabemos que lo único que tienen en común los unos y los otros no es el hecho de haber nacido en Cuba, si no el no estar allá.
A los que llevan tantos años fuera y no les interesa para nada de lo que pasa en ese territorio, porque nada los ata ya a él, a esos, los voy a apartar haciendo honor a la libertad  a la que todos aspiramos y reconociendo que están en su derecho.
En cambio me voy a referir a los que critican a quienes señalamos lo negativo. A los que plantean que debe haber un consenso, un punto medio sin discrepancias, a esos que bajan el nivel de gravedad de lo que allá ocurre, a los que abogan por el aguante y pintan de rosa lo que no padecen sus cercanos.
Si es cierto que el sueño de todos es que el amor triunfe, pero para que tal cosa suceda tenemos que ser primeramente empáticos. Conscientes de que al pan hay que llamarle pan y al vino, vino. Conscientes de que si no hicimos nada antes al menos ahora  no podemos callar y estar ciegos antes las injusticias que cada vez son mayores. Viendo cómo, por ejemplo, el Gobierno es capaz de venderles el colchón al damnificado del último huracán que no tiene donde dormir.
Por eso, como somos consecuencia de lo que vivimos -como dije al principio-, no podemos pedirle al que tiene allá un familiar envuelto en el sinnúmero de dificultades con las que lidia el cubano continuamente, que no proteste -aunque sea de lejos- que no le duela, que no trate de ayudar, que vire el rostro en otro sentido y se alíe a la indiferencia.
No podemos ser de ese grupo que emigró y ahora sigue el juego del Gobierno para beneficio propio, mientras el pueblo carece de lo más básico, ellos se hospedan en los hoteles de isla, van a eventos importantes como si portaran anteojeras, como los caballos, para mirar lo que les conviene. No, ¡no podemos!, ser como ellos.
No podemos estar de acuerdo con esos que ahora visitan Cuba sonrientes porque ya no tienen la bota del opresor sobre sus cabezas y van tomando de ambos terrenos lo más conveniente e incluso hacen proyectos bilaterales y aplauden lo positivo, si es que en realidad lo hubiese, sin darse cuenta que de haberlo es porque así debe ser.
A esos les pido que revisen bien sus criterios y vean qué tan honestos están siendo con los principios más elementales del ser humano, si no están cayendo en el juego de los indolentes porque en Cuba... ¡Ay, señores, como duele Cuba!
La gente comenta, todos hablan y opinan. Cada cual tiene una perspectiva del mundo, o más bien, cada uno tiene su propio mundo. Somos la consecuencia de lo que hemos vivido, y vivimos a diario, por ende hay cosas que marcan y diferencian a los nacidos bajo un mismo cielo y eso sucede también con los cubanos.
Es de destacar que los que emigraron antes del 59 tienen hábitos, costumbres y criterios bien diferentes respecto a los que se fueron de la isla en las últimas dos décadas, ambos grupos actuaron movidos por motivos muy diferentes: Los primeros huyéndoles al comunismo y los segundos escapando de la miseria que se vaticinaba, con las esperanzas puestas en construir un futuro mejor en otros lares después de vivir tantos años creyendo en promesas de mejoras que nunca  llegaron a palpar.
Hoy sabemos que lo único que tienen en común los unos y los otros no es el hecho de haber nacido en Cuba, si no el no estar allá.
A los que llevan tantos años fuera y no les interesa para nada de lo que pasa en ese territorio, porque nada los ata ya a él, a esos, los voy a apartar haciendo honor a la libertad  a la que todos aspiramos y reconociendo que estan en su derecho.
En cambio me voy a referir a los que critican a quienes señalamos lo negativo. A los que plantean que debe haber un consenso, un punto medio sin discrepancias, a esos que bajan el nivel de gravedad de lo que allá ocurre, a los que abogan por el aguante y pintan de rosa lo que no padecen sus cercanos.
Si es cierto que el sueño de todos es que el amor triunfe, pero para que tal cosa suceda tenemos que ser primeramente empáticos. Conscientes de que al pan hay que llamarle pan y al vino, vino. Conscientes de que si no hicimos nada antes al menos ahora  no podemos callar y estar ciegos antes las injusticias que cada vez son mayores. Viendo cómo, por ejemplo, el Gobierno es capaz de venderles el colchón al damnificado del último huracán que no tiene donde dormir.
Por eso, como somos consecuencia de lo que vivimos -como dije al principio-, no podemos pedirle al que tiene allá un familiar envuelto en el sinnúmero de dificultades con las que lidia el cubano continuamente, que no proteste -aunque sea de lejos- que no le duela, que no trate de ayudar, que vire el rostro en otro sentido y se alíe a la indiferencia.
No podemos ser de ese grupo que emigró y ahora sigue el juego del Gobierno para beneficio propio, mientras el pueblo carece de lo más básico, ellos se hospedan en los hoteles de isla, van a eventos importantes como si portaran antiojeras, como los caballos, para mirar lo que les conviene. No, ¡no podemos!, ser como ellos.
No podemos estar de acuerdo con esos que ahora visitan Cuba sonrientes porque ya no tienen la bota del opresor sobre sus cabezas y van tomando de ambos terrenos lo más conveniente e incluso hacen proyectos bilaterales y aplauden lo positivo, si es que en realidad lo hubiese, sin darse cuenta que de haberlo es porque así debe ser.
A esos les pido que revisen bien sus criterios y vean qué tan honestos están siendo con los principios más elementales del ser humano, si no están cayendo en el juego de los indolentes porque en Cuba... ¡Ay, señores, como duele Cuba!

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